Crash: Extraños placeres

La primera vez que choqué fue un golpe menor. El coche era de mis padres, una guayín antigua y elegante. Tenía 18 años y se me había hecho tarde para recoger a nuestro tonto y rubio terrier en casa de su cuidador. Giré hacia un estacionamiento más rápido de la cuenta, calculé mal el ancho de la carrocería y le di de lado a un sedán japonés. Los dos tonos de pintura plateada se fundieron y las defensas se entrelazaron de una forma que esperé se debiera a una ilusión óptica, como los espejismos de la carretera en un día caliente. No tenía idea de qué hacer y me tranquilizó ver llegar a la dueña del otro coche, una mamá alivianada que se apiadó de mí y de mi cara temblorosa. Me dijo que no me preocupara y que me echara en reversa suavemente. La separación de los armazones siameses fue menos traumática de lo que esperaba. Cuando vimos el nuevo acabado de su carrocería, se encogió de hombros y prefirió que no intercambiáramos nuestros datos: sería demasiado trámite. Su coche era viejo, yo era una conductora novata y debía tomarlo como una lección: ¡Bájale!

A los treinta años de edad, seguía sin aprender la lección. Ni siquiera un poco, porque mi segundo choque fue bastante similar al primero, aunque el estruendo fue mayor, los factores en juego más graves y las consecuencias más difíciles; entonces vivía en Nueva York. Había suturado un Maserati Gran Tursimo, de chasís bajo y rasgos alargados, como personaje de Disney, a la fachada de un acogedor local en la calle 18. Para salir, giré el volante completamente a la derecha y arranqué. Uno o dos segundos más tarde salió disparado, trazando una diagonal ardiente a lo ancho de la calle vacía hasta fundirse con dos coches estacionados del lado opuesto. Cuando escuché el estruendo, pensé que una grúa cercana debía haber soltado su carga y sólo pude salir del trance gracias a la gente a mi alrededor que me pedía a gritos poner al carro en parking.

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Sentía el suave e insistente ronroneo del motor bajo mis pies. Uno de los coches golpeados se había subido a la banqueta y había arrancado de cuajo una señal de tránsito, que estuvo cerca de romper el aparador de una tienda West Elm. Puse la palanca en “P” y empecé a sollozar, abrumada por el latigazo, el aullido de las alarmas y pensamientos funestos sobre muertes por atropellamiento. Era un domingo, primer día de la Semana de la Moda, la calle estaba llena de turistas y todo mundo sacaba fotos. Un amigo me envió un tuit: “Eeeeeeh anciana se estampa en su Maserati”, y no se equivocaba: me veía vieja con mi postura encorvada, hombros encogidos y lentes de abuela. Jalopnik, el blog sobre autos, publicó una nota, sin nombrar a los protagonistas, que tituló “¿Cuál fue el periodista que chocó este Maserati durante la Semana de la Moda en Nueva York?” Yo era, por la gracia de Dios, imposible de identificar.

Antes de los autos y el choque, estaba Fred (no es su nombre verdadero). Él era la razón de que estuviera manejando un Maserati de 140 mil dólares, o al menos era la razón principal. Hasta que lo conocí, casi no había manejado en Nueva York, intimidada por sus peatones temerarios, camionetas de mensajería estacionadas a media calle y taxis hambrientos.

Mi primer encuentro con Fred fue voyerista. Pasó en la universidad, durante un fin de semana que estuve en la casa de campo de la que entonces era su novia y me encontré de frente con una sesión de virtuosismo sexual a plena luz del día. Ingenua e inadaptada como era, me impresionaron la sofisticación de la técnica y su postura erguida, pero sobre todo, su euforia desenfrenada. Recordé esta escena ocho años más tarde, cuando me encontré con Fred en un bar del Lower East Side. Había estado en un sports bar el mes anterior y en un arranque le envié un mensaje de texto que decía una estupidez como “Estoy viendo un partido de beisbol”. Ahora estábamos frente a frente, sentados en sillones de terciopelo rojo, agradablemente sorprendidos y sonrientes. Él se había convertido en un jugador profesional de beisbol, aunque por entonces estaba descansando de las grandes ligas para recuperarse de una lesión en su muñeca y en su hombro. Era un cubano negro, con rastas y tatuajes, amuletos que colgaban de collares, anillos en cada dedo, ojos de Bambi y pestañas envidiables. Había escrito una novela en la que el narrador era un crítico de rap bisexual ultra cool. Por entonces le estaba dando a las cajas de ritmos y leyendo a Annie Dillard. Caí en un rapto de amor a segunda vista. Le exigí un beso.

Después de nuestras primeras citas, quiso enseñarme a estacionar de reversa su BMW. “Disculpa”, dije a cada intento fallido por estacionarme sobre el lado difícil (el del conductor), en una calle de un solo sentido, a altas horas de la noche, afuera de su departamento en Bushwick. Seis veces traté de hacerlo, fracasé en cinco y media, contando la que completó él. Mientras recorríamos de vuelta la breve cuadra que nos separaba de la escalera de su edificio, iluminada por lámparas fluorescentes, me rodeó con su brazo y dijo: “No te preocupes, aprenderás a hacerlo”.

***

Con la intención de volver al campo de juego, Fred tomó un tren a Louisiana. Acompañado por un ex compañero de equipo, se dedicaron a hacer pesas y malabares, comer sano y practicar el swing en las jaulas. Yo lo extrañaba y extrañaba manejar. Para visitarlo, renté un coche en un establecimiento sombrío en el que no rechazaron mi tarjeta de débito y respondieron a mis muestras de entusiasmo con un espantoso Mustang cobalto, con asientos tan bajos que incluso al recorrerlos hasta el frente apenas podía ver por encima del tablero lleno de luces neón. Sentada en ese punto hundido, debía recorrer ochenta kilómetros de tétrica autopista nocturna hacia Gonzales, a través de pantanos y humedales que recorrí a ciento cuarenta por hora, desde que salí cerca del aeropuerto a medianoche, hasta que me encontré con Fred a las 12:30. Su compañero le hizo una broma acerca de un ridículo convertible morado, pero no le importó, sólo le dio risa.

Cuando arrancó la temporada, me la pasé fuera de casa, yéndolo a visitar a los sitios donde jugaba. Saqué una membresía en Zipcar para llegar a un estadio en Long Island. Tomé el tren de New Jersey hacia Camden, con una bolsa de pistaches marca Pom Wonderful que nos encantaban a su padre y a mí, y cuyas cáscaras me dijo que podía arrojar bajo el asiento sin problemas.

Estábamos en camino cuando Fred envió un mensaje anunciando que se había lastimado el hombro durante el calentamiento y que no podría jugar. Cumplimos responsablemente con ver el juego, y luego el final lleno de fuegos artificiales que lanzaron destellos y se quedaron flotando sobre el horizonte de Filadelfia. Esperamos a la estrella mientras se daba un regaderazo innecesario y botaneaba con sus compañeros, todo el ritual de masculinidad deportiva. Finalmente, subió al asiento trasero del Toyota de su mamá y su padre nos llevó a casa. Estaba lloviendo. El abatimiento de Fred pesaba sobre nosotros, así que su mamá puso algo de música cubana para aligerar el ambiente. Él tomó mi mano. Me di cuenta de lo que estaba sintiendo, o al menos eso creí: otro turno al bat desperdiciado por un músculo que se había rendido.

***

También me sentía a la deriva y no tenía idea de qué hacer. Había dejado atrás una institución digna y venerable en favor de una vasta y deslumbrante, de la que no podía descifrar las reglas. Con todo, la vida que ofrecen las revistas para mujeres treintonas tiene sus ventajas y cuando se me presentó la oportunidad de tener contacto con los carros de lujo como si fueran libros en una biblioteca, la tomé sin más. Fue algo que me permitió alejarme de la oficina y acercarme a Fred. Intuí erróneamente que a él le gustaría verme aparecer con tanta clase.

Todo empezó cuando mi jefe me asignó cubrir la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres, cuando conocí a un encantador aristócrata llamado Charles Gordon-Lennox, conde de March y Kinrara, y heredero al título de décimo duque de Richmond. Lord March fue lo suficientemente amable para invitarme a su magnífico caserón de estilo georgiano en Sussex, donde hombres ricos con atuendos de época se reúnen cada año para admirar automóviles antiguos en movimiento. Se encargaron de pasar por mí y transportarme en un Rolls- Royce, bajo el mando de un chofer de peinado indestructible que me caía bien y con el que estuve jugando todo el tiempo, pidiéndole amablemente que nos detuviéramos para comprar papas fritas en un drive-thru. En cierto punto, el chofer y yo intercambiamos asientos y tomé las riendas del Fantasma, o el Espectro, o el Espíritu, nombres oximorónicos para el carro más ostentoso del mundo. Manejando por el lado opuesto de la carretera, en una bestia de doscientas mil libras (unos cuatro millones y medio de pesos mexicanos) con la suspensión de un merengue, me aproximé con reticencia a un cruce y mi flemático acompañante estalló, gritándome: “¡Tienes que decidirte!” Empujé el acelerador apenas un centímetro y logramos colarnos para rodear una van y entrar limpiamente al estrecho camino, una maniobra por la que recibí una felicitación.

De vuelta en Nueva York, escribí una columna aduladora que cumplió plenamente su objetivo, no de inducir a un jeque para realizar una compra (aunque quién sabe), sino de inspirar a la competencia de Rolls Royce para asombrarme con sus nuevos productos. Cuando la Bentley me invitó a visitar su fábrica en Crewe, Inglaterra, propuse que, en vez de eso, me permitieran probar sus nuevos modelos en las calles de Nueva York. Ellos me complacieron quitándose el sombrero: pusieron ante mí el Continental, el Mulsanne y el Barnato, este último más parecido a un bolso de mano que a un coche, pero de cualquier forma representaba un trato con el que podía vivir sin problemas.

***

Fue en un Bentley Continental GT, femenino y relativamente discreto a un precio de 250 mil dólares, que conduje seis horas hasta Lancaster, Pennsylvania, a donde había llegado un infeliz Fred a raíz de un contrato que lo vendió a las ligas menores, una degradación con su lado positivo: ahora estaba más cerca de Nueva York. Me estacioné en el área para jugadores, un triángulo de asfalto oscuro que tenía por techo la estructura de apoyo del estadio, en medio de las lindas máquinas que se habían conseguido en sus recientes empleos en las ligas mayores: muchos Audis, Lexis, una camioneta Mercedes Clase-M. Butch Hobson, el entrenador de Fred, apareció con él a través de una puerta lateral y se encaminó hacia una pickup rebosante de testosterona que estaba estacionada junto a mí (una Ram, creo), con llantas elevadas y pintada de rojo cereza. Busqué en el tablero de madera de imitación el botón para bajar la ventanilla. Lo encontré. La ventanilla empezó a bajar. Lentamente. Butch, que había entrenado a los Red Sox durante un feliz segundo, antes de que lo despidieran por comprar cocaína por correo, nos revisó a mí y a “mi” carro velozmente. “Qué bien”, sentenció, mientras Fred hacía una mueca de hastío y yo buscaba el botón para quitar el seguro de la puerta del copiloto.

—¿Quieres tomar algo? —le pregunté a Fred. Pensé que podía ser más o menos divertido, bailar mal al ritmo de sonsonetes irresistibles.

—Definitivamente, no —dijo.

Dijo que prefería el Audi que la agencia le había dado en prenda el año anterior, mientras el suyo estaba en reparación, al Bentley que me habían prestado.

Aunque no nos dábamos plena cuenta, los dos estábamos estrenando empleos a los que no nos apetecía adaptarnos por entero. Era posible que compartiéramos el miedo de que nuestros mejores días hubieran quedado atrás. Habíamos sido peces un poco grandes en estanques un poco grandes, y ahora entrábamos en aguas desconocidas, cada quien con su crisis de identidad privada. Yo era una ladrona de coches y había vuelto a fumar. Fred había tomado un sorbo de fama y ahora rumiaba su descenso. En un equipo menor había encontrado menos accesorios gratis, menos mujeres bellas ofreciendo bebidas hidratantes en la banca, y menos viajes en avión. Los dos odiábamos sentirnos infelices junto al otro, aunque él era más honesto al respecto.

El Bentley sabía cómo poner sus propios seguros mientras nos llevábamos la llave hacia el lobby. “Qué carro tan listo”, casi dije, pero nadie quería escucharlo. Qué difícil era combinar el exhibicionismo con el buen humor.

Al día siguiente, en busca de su teléfono o el mío en mi bolso de una marca que no era Bentley, Fred encontró los Dunhill mentolados que había escondido al fondo, junto con una tira de bocadillos de Rice Krispies. Me preguntó, sin demasiada retórica, qué me pasaba.

No pude responder, así que me detuve en una gasolinera. El coche necesitaba combustible todo el tiempo y la cuenta siempre era una obscenidad de tres dígitos. Un grupo de borrachos desempleados que pasaban el tiempo sobre la banqueta se acercaron tranquilamente para ver nuestro alunizaje. El Valiente Fred estaba a cargo de pagar la ronda.

—¿El coche es tuyo? —preguntó uno de los borrachos.

—Él me lo regaló de cumpleaños —le dije.

—¿Puedes abrir el cofre? —preguntó otra de las bestias. —No nos toca ver muchos de éstos por aquí.

Luché con el obturador durante un largo minuto hasta que Fred llegó a rescatarme. El motor estaba recubierto con metal cromado que se veía bastante caro. Bajo él, se veía una multitud de pistones, pero ni entre todos pudimos descifrar gran cosa de él.

***

El siguiente fue un Cadillac, un Escalade enorme y veloz con una malla invisible cosida al interior de los asientos, que te aferraba por la grupa si comenzabas a deslizarte hacia el borde. Cruzamos el estado con él, en un fin de semana catastrófico marcado por la lluvia y llanto de bebés. Me prestaron un Caddy distinto para mi visita a Detroit, a donde volamos para la primera de tres bodas veraniegas. De color y sabor vainilla, era más aburrido que un Prius; tanto, que me quedé dormida al volante durante unos segundos, en una de las amplísimas autopistas de Michigan y para nuestra suerte, o para nuestro espanto, el coche no se desvió en absoluto. La boda fue en Homer, de donde manejamos hacia la base de la península Upper, para quedarnos en un pueblo llamado Manistee. Aunque se suponía que era temporada alta, no había nadie ahí. Hasta el casino estaba vacío. El histórico hotel en que nos quedamos estaba enteramente silencioso. Era como El Resplandor, sólo que aburrido. Caminamos bordeando uno de los Grandes Lagos, discutiendo sobre extraterrestres. En el camino de vuelta a Detroit, seguíamos discutiendo mientras entrábamos en las orillas de una ciudad a las puertas de la bancarrota.

—La desgracia sólo es poética para la gente blanca —dijo Fred, y coincidí con él.

El siguiente coche fue mejor: un Maserati Quattroporte (es decir, cuatro puertas) que me prestaron para otra boda, que de nuevo no era la nuestra, en Newport, Rhode Island. El coche parecía un tiburón, gris y de bajo perfil, con un torso firme e interiores de color claro, y se movía justo como un escualo, siempre hacia el frente, con suavidad, para colarse en los carriles como si entrara en bancos de peces pequeños.

La boda era en un muelle junto a un puente enorme, bajo el que pasaban botes de vela blancos. El novio era un amigo de las ligas menores. Su madre parecía sentir que mi coche le daba una mayor categoría a todo el evento. Fred, de temperamento sencillo y acostumbrado a mi torpeza social, se ofreció a llevar a su amigo y a su hermosa novia al bar del centro donde continuaría la celebración. Fui una buena chofer: el tráfico lento fue una oportunidad para que la pareja se mostrara a sus anchas y puse una buena lista de las más felices canciones de amor, aunque no me brinqué “Material girl”.

La mañana siguiente, Fred me anunció que se iba de inmediato al desierto. Respondí con indiferencia fingida:

—¿Así que no vienes conmigo a conocer mi familia?

Ellos nos esperaban para almorzar todos juntos en una playa de Massachusetts.

—Lo siento mucho —dijo, empacando a toda prisa en una mochila de acampar.

Su amigo Ty (no es su nombre verdadero) había conseguido dos boletos para el festival Burning Man, una oportunidad que no estaba para desperdiciarse.

Nada de teléfonos en la playa. “Burning Man está en las últimas”, me dijeron amigos que sabían todo sobre el tema, pero mi lealtad estaba con él y con mi papel de novia buena onda. Traté de concentrarme en la parte sicodélica del asunto, en vez de en la pornográfica, o de cualquier otro indicio de que me estaba perdiendo de lo bueno.

***

Diez días después, me las arreglé para conseguir un modelo de su compañía favorita y fui a esperarlo al aeropuerto en un alegre Audi R5, azul y lindo. Esperaba un saludo efusivo, pero lo encontré abatido. Guardó su mochila polvorienta en la cajuela y se la pasó viendo fijamente la calle por la ventana del copiloto. El nombre que le dieron a Fred en Burning Man (a todos les ponen uno) fue King Louie, en honor a Louis Armstrong, después de que hizo una imitación suya mientras trabajaba en un bar improvisado. Le sirvió un trago a un jipi joven de apariencia anodina, y el chico abrió un maletín. Fred dijo que era un muchacho de apariencia frágil y que le había dado el ácido más fuerte que había probado. Él y Ty se pusieron un viaje que duró toda la noche y pidieron un aventón a Reno. Una vez ahí, Fred se dio cuenta de que había olvidado su laptop en la camioneta de un hombre llamado Hagie, y ahora, además de la computadora, se había perdido el resto del festival, iba de regreso a Nueva York para una boda (a la que yo no estaba invitada), estaba deshidratado y se había levantado tarde para que lo llevaran al valle del río Hudson. Yo estaba molesta por todo, pero tenía auto y toda la disposición, así que me ofrecí a llevarlo. Me quedaba de paso hacia una exhibición de coches vintage, en Lime Rock, Connecticut.

Fred iba con el peor bajón de su vida. Sentí que no era justo atormentarlo durante una hora y media de camino sobre la Interestatal 84. “¿Qué tal la acampada?”, le pregunté en plan pasivo-agresivo. Él había comprado la casa de campaña la semana anterior, en Vermont, y dormimos juntos en ella una vez, en el jardín de mis padres. Dijo que tenía un dolor de cabeza insoportable. “No sé qué me estás preguntando”. “Haz de cuenta que estás reseñando un producto para Amazon”, le dije.

Seguimos así por un buen rato. Pasamos por una carretera bordeada de pinos y nos detuvimos en un negocio instalado en una cabaña. Él se bajó, azotando la puerta.

En la exhibición, me senté en un Jaguar E-Type de principio de los setenta, lo que logró calmarme durante una hora. Más tarde, le hablé a Fred desde el R5 que había desdeñado cruelmente. Me dijo que estaba pensando en dejar el beisbol y mudarse temporalmente a Nicaragua. Fred no era una bola fácil, era un hit por el jardín derecho que yo me había engañado al suponer que podía atrapar y hay un momento en el que una chica debe asumir que esa necesidad de huir se refiere a ella.

***

El primer viernes después de que terminamos, me desperté poseída por la magia intermitente que de tanto en tanto ha llenado mi vida de destellos oscuros. Sentí que la mente de Fred trataba de enviarme una señal; me pregunté a dónde iba y qué estaba haciendo. Me vestí con cuidado. Fui a la oficina y edité un artículo sobre un tratamiento japonés a base de queratina que rehabilita los folículos hasta dejarlos en estado Rapunzel. Luego le envié un mensaje a mi amigo en Maserati para ver si tenían algo disponible. El brillo de mi cargo garantizaba que nadie iba a reírse de mí por hacer una pregunta como ésa. Al contrario, los fabricantes y distribuidores de esa mercancía astronómicamente cara se inclinaban a mi paso y se deshacían en atenciones para satisfacer mis caprichos. Tuve suerte: había una maquinita veloz que podían prestarme durante el fin de semana, aunque debía devolverla el lunes, cuando la transportarían hacia Miami para ser subastada.

A lo largo de 24 horas, me las arreglé para hacer toda clase de cosas absurdas con el coche. Llevé al aeropuerto a un hombre llamado Christiano Irving, que conocí en un restaurante gracias a que lo confundí con el rapero T.I. Tuvimos una plática fugaz en la autopista. Era autor de un libro de autoayuda titulado La fórmula, y tenía una forma conmovedora de hablar de su hermano y su madre, quienes según él, eran un ejemplo de lo delgada que puede ser la línea entre el genio y la locura: gente brillante cuyos impulsos incontestables les hacen imposible la vida en una sociedad convencional. Estaba sinceramente impresionado por el Maserati, me gustaba su acento londinense y cuando supimos que su vuelo se había retrasado, alcanzamos a besarnos y a ver a Ricky Gervais y Doc Brown parodiando a unos raperos en la pantalla de su teléfono. El mío se había quedado sin batería desde unas horas atrás, y me sentía libre.

En el camino de vuelta, sobre el puente Willamsburg, me sentí pequeña ante la presencia de lo divino. El horizonte estaba iluminado por el ocaso, las calles y pasos a desnivel se entretejían como ramas de un arbusto, un suave listón de asfalto se desenrollaba a mi paso y conducir era inquietantemente fácil. Me sentí consciente de las partes móviles de la ciudad y sus edificios como las piezas finamente coordinadas de un gigantesco reloj. No podía ser accidental tanta belleza, debía haber una mano detrás y yo tenía suerte de ver su obra. “¿Quién soñó esto?”, fue lo que me pregunté. La estación de radio que escuchaba estaba poniendo las canciones perfectas para el momento y el cielo detrás de los edificios era de oro puro. Mi primera, tal vez única, experiencia religiosa estaba sucediendo en el último carro que me prestaron.

Cuando me estacioné frente a mi departamento, en el 108 de East Street, en Harlem, encontré a mi hermano y a su prospecto a novia sentados en la escalera de incendios. Eran los primeros días de otoño, una noche bonita y templada. Como mi teléfono estaba apagado, Fred había llamado a mi hermano.

—Sí, acaba de llegar —dijo Ben, entregándome su teléfono.

—Traté de hablarte —me dijo Fred. —Te extraño. Estoy en la ciudad.

—¿De verdad?

—¿Quieres encontrarme en Willamsburg?

Que si quería… Pero en el camino, me perdí un poco. Le pregunté a un hombre cómo podía llegar a la calle Berry, y me señaló su entrepierna.

Fred estaba con el sempiterno Ty en un sitio llamado Levee (“un falso bar metalero para turistas, un bar para el fin de semana”, según Ty). Manejamos hacia otro lugar llamado The Woods. Luego a un after de música electrónica. Fred y yo nos besamos en público, algo que nunca antes hicimos. Nos besamos de una forma que no lo hacíamos ni siquiera en privado. Vimos el amanecer cuando estábamos estacionados frente a una base de City Bikes. Él durmió mientras yo manejaba de regreso a casa. Mi masoquismo me obligó a revisar su teléfono. Varios mensajes de texto describían su estado de indecisión y tristeza. Cuando despertó, lo dejé en casa de un amigo suyo, cerca de Union Square, una hora antes de chocar el Maserati.

***

Fue divertido mientras duró, un periodo de gracia que tuve que devolver, hermoso pero irreal, nada que me perteneciera. Después de destrozar dos coches, el Maserati fue arrastrado por una grúa para que lo maquillaran y peinaran. Fred se marchó a Managua. Yo me quedé sin mi glamoroso empleo.

Volví a renunciar al volante durante el resto del año, pero al siguiente verano distraje brevemente a un junior desocupado para manejar sus juguetes. Tenía siete: una Piaggo MP3 (una scooter de tres llantas que se parecía a la batimoto de Adam West) y un Toyota Sienna de color beige al que le habían sustituido las dos líneas de asientos traseros por alfombras orientales. Manejé la van durante un rato por la ciudad y me senté en la parte de atrás de la moto sintiéndome un Power Ranger deforme. Siempre manejé prestado, pero ya no más. El tipo era un idiota, sólo me hacía extrañar a Fred, y lo arrojé al acotamiento. No volveré a subirme a una motocicleta a menos que sea mía y yo la maneje.