En una serena y lluviosa tarde en Londres, me encontré con Aretha Campbell, galerista escocesa que ha dedicado los últimos quince años de su vida a curar y vender arte en Europa. Me comenta que lo que está de moda en este momento es la pintura post digital; parece chiste todas las nuevas denominaciones que se le da a lo que sea que está sucediendo en el mundo del arte. Al escuchar esto, teniendo en mente el tema de este artículo, le pregunté sobre el mercado del arte urbano: “¿No sabías? Ya está muerto.”
Me gustaría poder contra-argumentar esto, pero a veces, viendo a nuestro alrededor parece que es cierto. No cabe duda de que el talento sigue vivo, que hay excelentes propuestas, artistas que hacen de la expresión callejera algo realmente bello. Pero, algo huele a podrido en Dinamarca; podemos culpar sobre todas las cosas, porque nos encanta la culpa, a las redes sociales, al internet que hace que cualquiera pueda sentirse artista, a la necesidad del ego artístico de ser visto, reconocido, pagado.
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Cuantas colaboraciones más podemos ver de artistas urbanos con corporaciones de alimentos y bebidas, marcas de ropa y sus derivaciones, antes de que alguien se dé cuenta que, si estamos declarando este arte muerto, es por esta necesidad de vender. El consumidor, nosotros, los adictos al Instagram, los monos con cuentas de Facebook que posamos frente a todo tipo de rayón en una pared (o lienzo) para compartir con el mundo que nos gusta el arte, todo mientras sea fotogénico. El arte urbano es producto y al parecer esta realidad no le produce a nadie ganas de vomitar. Claro está, no todo está perdido, esperemos. Tenemos que tomar una pausa y tratar de entender que el arte, como todo en este mundo, no puede existir sin pasado. Entender que el arte urbano, en un principio, no era una acumulación de likes, era un idioma por sí mismo, una apropiación del símbolo por una juventud inquieta y enojada por la invisibilidad a la que estaba condenada. No había parámetros ni reglas, el límite se dibujó después, cuando alguien le puso un precio a la anarquía.
Pongamos un punto de partida y acotemos la geografía, la década de los 90’s en México. En resumen: se privatiza Telmex, bendito Tratado de Libre Comercio, matan a Colosio, se despierta el Popocatépetl, cae el peso, aumenta el precio de la gasolina, dinero, dinero, dinero, dinero, el mundo se consume en dinero. Debajo de toda esta porquería existían grupos de personas, reaccionando hacia la falta de vida que tiene el crecimiento económico del mundo sobre todos aquellos que no consumen ni producen; ellos, quienes, para la especulación de mercado, no existen y se vuelven carga. Estas reacciones no eran arte, eran impulso de vida; manifestaciones de emoción sobre cualquier medio. Se adueñaban de paredes, de la música, de la forma de vestir, hartos del silencio creado por todas las fallas de un gobierno inepto, hacían ruido para recobrarse como individuos, se unían en tribus y marcaban territorio. Creando una nueva estética, sin formación técnica u académica, el aerosol se volvió el ejercicio caligráfico de la juventud marginada. Desde Iztapalapa, hasta Neza y Aragón, los crews, manchaban las fachadas, el metro, las bardas, utilizando el vandalismo como estandarte.
ERA, LEP, DEK, PEC, CHK, TNT (Tribu Nueva Tenochtitlan), AMX (Artistas Mexicanos Extremos), acrónimos de los grupos de jóvenes que recorrían y retomaban el espacio. Letras que no significan nada para muchos, pero que en esta década eran los responsables de que el paisaje urbano gritara nombres anónimos que desafiaban la idea de un México en progreso, ellos estaban estancados y el único salvavidas era cambiar el orden óptico. Esto es lo que le dio vida al arte urbano, la falta de finalidad. Todo arte pierde un poco (o todo) de esencia al ponerle un fin práctico, la meta del arte urbano era que no existía tal cosa. Era escupirle en la cara a la propiedad privada, a la idea misma del arte, era mofarse de que todo estaba bien, era entender que desde tu topografía puedes alterar el mundo sin jamás haber salido de ella. Esto no quita el valor que tiene, hoy en día, un mural comisionado floreciendo de entre los edificios de una ciudad, pero en alguna parte de la historia cambiamos el discurso anti-político por una especie de popularidad vacía, no siempre promovida por los mismos artistas, pero sí por sus representantes, agentes, galeros y compradores.
El surgimiento de imágenes e ideas de esta década parecía ser, para sus participantes, como el estar de frente a una corriente y dejarse llevar por ella sin siquiera saber lo que es el mar. Andreas Hijar, Golgo (antes conocido como Xghetto666), es uno de los artistas que se formó de los sonidos y símbolos que expiraba este alrededor indeciso: “Los 90 eran años de cierta ignorancia, donde no había mucha referencia, mas que lo que se comenzaba a ver: bombs, throw-ups y mucha caligrafía. Tags en todas sus formas y métodos de hacerse, como con marcadores y piedra para rayar los vidrios del metro o los camiones. Muy pocos comenzaban a explorar lo que era la gráfica a gran formato y otras superficies como lienzos o cualquier otro medio.” Creciendo en el auge de todo lo que después se entendió como arte urbano, él vivió la rebelión, “Había emoción, todo era nuevo, el riesgo, lo ilegal y el hacer algo que estaba pasando en todo el mundo al mismo ritmo, pero sin saberlo. Era virgen, era élite hasta cierto punto y era algo cabrón, no había social media. Era divertido.” No se trataba de generar sino de crear, era un proceso sensible, después una reflexión ingenua sobre la cultura, el país, la sociedad encaminada a la ilusión del futuro. Era una búsqueda de vida, de transgresión y de autonomía, no de negocio.
Tenemos la fortuna de que muchos artistas, como Golgo, quienes empezaron su trayectoria artística en esta década, siguen produciendo obra, algunos pasaron de la calle al lienzo, otros siguen pintándole huevos a la autoridad, dejando su nombre como recuerdo de que México es lo mismo que hace 20 años, sólo que ya estamos cansados y alguien inventó la pintura anti-graffiti. Con esta crónica se va a desenvolver la historia del arte urbano en nuestro país, de la voz de ellos que fueron parte de ella, de los chismes que corren entre los que lo vieron pasar y de parte los artistas actuales que regresan al arte callejero de la muerte cada vez que agitan una lata.
Crédito: Andreas Hijas, Golgo
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