Jamás presté demasiada atención a mi útero hasta el día en que se convirtió en la presencia más maligna de mi vida. El día exacto en que supe que algo no iba bien fue el 31 de diciembre de 2012, pero mi relación con mi útero ya se había vuelto amarga mucho antes, de un modo muy La semilla del diablo: algo maléfico estaba sucediendo en mi interior, pero nadie se tomaba en serio mi agonía, incluida yo. Aquella Nochevieja fue la noche en que supe que padecía una enfermedad crónica llamada endometriosis, algo de lo que muy pocas veces hablo pero que siempre tengo en la mente.
Durante un ciclo menstrual normal, el endometrio —la capa de tejido interno del útero— se vuelve más espeso para prepararse ante una posible implantación. Si el óvulo no se fertiliza, el endometrio se desprende y se produce el período. Pero en el caso de las mujeres con endometriosis, este tejido no se expulsa del cuerpo durante la menstruación. En lugar de ello, se acopla a los órganos de la cavidad pélvica, es decir, al útero, los ovarios, las trompas de Falopio o, en ocasiones menos frecuentes, a la vejiga, el intestino grueso y el delgado, el apéndice o el recto.
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Es tan desagradable como suena. Tu cuerpo responde ante el crecimiento de partes del útero en lugares extraños provocando un persistente dolor pélvico, calambres horribles, menstruaciones largas y muy abundantes, desórdenes intestinales y de vejiga, náuseas y vómitos, dolor durante las relaciones e infertilidad. El tejido se transforma en lesiones mientras continúa comportándose de forma normal: se espesa y se desprende con cada ciclo menstrual, solo que es incapaz de salir del cuerpo. El resultado es extremadamente angustiante.
Los calambres y el dolor pélvico son problemas muy comunes durante el ciclo de muchas mujeres, de modo que cuando empecé a experimentar estos síntomas a los 18 años, me imaginé que no pasaba nada raro. Atribuía el repentino malestar físico al estrés emocional que me rodeaba en ese momento: en el transcurso de unos pocos meses empecé a ir a la universidad, el que por entonces era el novio de mi madre falleció en un incendio, el padre de una amiga muy cercana murió repentinamente y la mejor amiga de mi madre se mató en un accidente de coche. El estrés emocional sin duda no ayuda a aliviar el malestar inducido por las hormonas, de modo que me creaba excusas plausibles para mi dolor y trataba de no pensar en ello. Por aquel entonces, mis amigas y yo nunca hablábamos de nuestros problemas menstruales, así que me imaginé que quizá todo el mundo se sentía así y jamás se lo conté a nadie.
Dudaba de si hablar sobre mi extremado malestar por miedo a asumir el estereotipo de nena con la menstruación
A lo largo del verano de 2011, mi dolor abdominal pasó de aparecer unos pocos días al mes a aparecer todos los días. Me volví retraída, dejé de salir de casa y en poco tiempo apenas sí salía de la cama. Dudaba de si hablar sobre mi extremado malestar por miedo a asumir el estereotipo de nena con la menstruación, que no para de quejarse de un dolor invisible. Pero una noche, la sensación simultánea de que mis órganos abdominales se estaban retorciendo hasta hacerse un nudo y de que me estaban clavando cientos de cuchillos era tan intensa, que finalmente rogué a mis padres que me llevaran a urgencias.
El verano se convirtió en visitas semanales a diferentes médicos, viajes mensuales a urgencias, análisis de sangre, ecografías vaginales rutinarias y una muy íntima relación con el espéculo de mi ginecólogo. El cáncer se mencionó en alguna ocasión y se habló de someterme a una gran variedad de operaciones quirúrgicas. Cada vez me sentía más cabreada y frustrada, tanto con mi cuerpo como con los médicos que no eran capaces de darme una respuesta clara sobre por qué agonizaba de dolor con tanta frecuencia.
No se conoce la causa de la endometriosis, y tampoco existe cura para ella. La única forma de confirmar este desorden es mediante cirugía laparoscópica de diagnóstico, durante la cual cualquier lesión existente se extirpa de raíz. Mi operación llegó unos dieciocho meses después de mis primeras punzadas de dolor abdominal fuera de lo común. Mi ginecólogo-convertido-en-cirujano me advirtió antes del procedimiento de que era meramente exploratorio, pero que si encontraban algo sospechoso rebuscando por mi útero, lo extirparían. Me desperté varias horas más tarde, con pequeñas cicatrices repartidas por mi pelvis y la confirmación de mi endometriosis. Recibí un pequeño cuaderno con imágenes de mis ovarios antes y después de la escisión, que yo alegremente agitaba frente a la cara de la gente en las fiestas, hasta que yo misma me acabé aburriendo de mis propios órganos.
En los tres años que han transcurrido desde mi diagnóstico, he conocido a muy pocas mujeres con endometriosis, o quizá sí las he conocido pero les pasa como me pasaba a mí, que lidian con su dolor en privado. La primera vez que me encontré con otra mujer con el mismo diagnóstico que yo fue cuando leí las memorias de Lena Dunham, Not That Kind of Girl. En un capítulo titulado “¿Quién ha movido mi útero?”, Dunham revela que ella también padece endometriosis, cuyo dolor describe como “si te pegaran un tiro en la entrepierna”. Dunham nunca explica si su diagnóstico se confirmó mediante laparoscopia y tampoco menciona la repercusión que tiene la enfermedad en su vida diaria, pero me emocionó que el libro arrojara un pequeño haz de luz sobre este desorden.
No se conoce la causa de la endometriosis, y tampoco existe cura para ella
En octubre de 2015, asistí a una conferencia en el Centro Médico Langone de la NYU, que se centraba en los avances de la investigación sobre la endometriosis. Era claramente la mujer más joven de la conferencia y, sin duda, la menos experimentada en tema de complicaciones. Las demás asistentes se levantaban por turnos en aquella enorme sala de conferencias para describir su calvario: algunas mujeres hablaron de hasta siete operaciones con laparoscopia, histerectomías y extirpaciones de útero y ovarios. Me sentí aliviada de haberme tenido que someter tan solo a una operación, pero me aterraba lo que me podría deparar el futuro. Aparte del miedo a sufrir toda una vida de terrible dolor crónico, la principal preocupación de muchas mujeres con endometriosis es la infertilidad. Aproximadamente entre un 30 y un 40 % de las mujeres que sufren esta enfermedad son estériles, y con frecuencia no se les diagnostica la enfermedad hasta que no tratan de quedarse embarazadas. Yo intento no pensar en este problema potencial porque me resulta difícil de afrontar, pero de vez en cuando me quedo atascada en ese estado mental de “¿qué pasaría si…?”.
Aunque la investigación sigue su curso, el único tratamiento que existe actualmente para la endometriosis es un plan riguroso de gestión de los síntomas. Los especialistas de la NYU abogaron por un “enfoque en equipo”, lo que significaba un plan de tratamiento multidisciplinar que podría incluir tanto un plan de planificación familiar para aliviar los síntomas, como analgésicos, acupuntura, yoga y fisioterapia, además de visitas regulares al médico y también al especialista en el tratamiento del dolor.
Dado que no existe cura conocida, la forma más efectiva de luchar contra la endometriosis es diagnosticar la enfermedad lo antes posible. Aunque la endometriosis afecta a 176 millones de mujeres en todo el mundo y a una de cada diez mujeres en Norteamérica, puede tardar una media de 10 años en ser diagnosticada, según la Endometriosis Foundation of America (Fundación Norteamericana de la Endometriosis). Y dado que los síntomas de la endometriosis son muy similares a los de otras enfermedades pélvicas, las mujeres con frecuencia reciben diagnósticos erróneos, lo que impide que reciban el tratamiento adecuado. Pero quizá la forma más básica de ayudar a las mujeres a obtener su diagnóstico sea convencer a la gente de que se tome en serio el dolor femenino, ya sea menstrual o de cualquier otro tipo.
Que la menstruación ya ha sido anteriormente estigmatizada en nuestra sociedad es un hecho claramente palpable. Piensa en la escena inicial de la película de 1976 Carrie. La protagonista se está duchando en los vestuarios de su instituto cuando de pronto le viene la regla. Como nunca nadie le había hablado de la menstruación, Carrie comprensiblemente empieza a flipar un montón, agitando sus manos ensangrentadas frente a sus compañeras de clase y gritando como una histérica. Las otras chicas se ríen y le lanzan tampones y compresas coreando “¡Tapónate, tapónate!” mientras ella se acurruca en un rincón, llorando. La menstruación lleva mucho tiempo siendo considerada como algo que hay que taponar y que soportar en silencio. Tal y como dice Simone de Beauvoir en El segundo sexo, “el cuerpo humano cuenta con muchas más esclavitudes repugnantes en los hombres que en las mujeres, pero ellos consiguen sacar con facilidad lo mejor de ellas ya que, como son comunes a todos, no suponen un defecto para nadie”. Según la escritora francesa, la menstruación se volvió tabú gracias a la percepción cultural de que existen “otras” enfermedades muy específicas, problemas exclusivamente femeninos. En palabras de Beauvoir, “la menstruación inspira terror en las adolescentes porque las arroja inmediatamente a una categoría inferior y deteriorada”.
Este comentario parece ahora obsoleto, pero el estigma no ha desaparecido del todo, ni mucho menos. Aunque las mujeres ya no reciben una lluvia de tampones en la ducha del gimnasio de la escuela, siguen enfrentándose a duros juicios en torno a la menstruación. Cuando Kiran Ghandi corrió la Maratón de Londres sin tampón, por ejemplo, se la tachó de “desagradable” y “poco femenina”. En un post de su blog donde detallaba su experiencia, Ghandi escribió, “Esta reacción nos ha enseñado dos cosas: que el estigma de la regla está muy enraizado y que tenemos mucho trabajo que hacer como sociedad para construir entre todos un mundo más afectuoso e inclusivo hacia los cuerpos de las mujeres”. Tal y como Erika L. Sánchez indica en Al Jazeera, “el estigma de la menstruación es una forma de misoginia”. Este hecho, en última instancia, es una dificultad muy importante para diagnosticar la endometriosis.
Quizá la forma más básica de ayudar a las mujeres a obtener su diagnóstico sea convencer a la gente de que se tome en serio el dolor femenino, ya sea menstrual o de cualquier otro tipo
En marzo de 2015, el New York Times informó de que la endometriosis con frecuencia es ignorada en las adolescentes. Una mujer entrevistada para el reportaje, Senie Byrne, afirma que visitó a 22 médicos a lo largo de los años, desde la primera vez que empezó a sentir dolor a los 15 años hasta su diagnóstico final a los 21. “Me decían que formaba parte de ser mujer, que no había nada que pudieran hacer por mí”, afirmó la Sra. Byrne. Un médico incluso llegó a decirle que el dolor era producto de su mente, rememorando el estigma de la histeria femenina.
Esta reacción menospreciativa hacia el dolor femenino no es una excepción; de hecho, diversos estudios confirman que es algo bastante habitual. Un informe del año 2001, “The Girl Who Cried Pain: A Bias Against Women in the Treatment of Pain”, descubrió que los hombres y las mujeres “experimentan el dolor y reaccionan frente a él de forma diferente”, pero el hecho de si esta afirmación se deriva de motivos biológicos o psicológicos todavía no está determinado. La gran mayoría de estudios citados en el informe muestra que las mujeres presentan niveles más elevados de dolor que duran más tiempo y se producen con más frecuencia. Aun así, las investigaciones también muestran que las mujeres tienen menos probabilidades de recibir tratamiento con la misma urgencia con que se trata a los hombres, y que su dolor se “considera ’emocional’ o ‘psicológico’ y, por lo tanto, ‘no real’.
Me siento afortunada de haber recibido un diagnóstico por endometriosis de forma rápida, y también me siento afortunada de haberlo recibido a muy temprana edad. Una de las formas en que podemos garantizar que otras mujeres reciban las mismas oportunidades es crear conciencia sobre el hecho de que los insoportables calambres abdominales no son normales y no deberían ignorarse. Tal y como Tamer Seckin, cirujano y cofundador de la Endometriosis Foundation of America, explicó a Lenny, “Se trata de misoginia cultural. Estas mujeres creen que sufrir dolor de todos los niveles de intensidad —hasta llegar al extremo del dolor tortuoso— forma parte de ser mujer. Ese sufrimiento y ese dolor forman parte de su sexualidad. Pero el dolor no es normal, y el tabú que lo rodea tampoco debería serlo”.