Artículo publicado por VICE Colombia.
Muchos se hospedan en residencias baratas, donde esperan una señal para seguir su huida. Otros yacen como no identificados en un cementerio, tras ser rescatados del mar. Y otros más son menores que viajan con coyotes para reencontrarse con sus padres. Todos son migrantes que quieren llegar a Estados Unidos y pasar desapercibidos por la compleja frontera entre Colombia y Panamá.
Videos by VICE
Antes deben atravesar el Golfo de Urabá por mar y salir desde poblaciones como Turbo, Necoclí o clandestinamente desde playas aledañas. Viajan desde África y Asia en redes internacionales de tráfico, pero también desde países de Latinoamérica como Cuba. La clandestinidad imperante hace que las cifras sean poco claras. La mayoría son adultos, pero también hay niños que migran en compañía de “chilingueros”, como se conoce a los traficantes de personas en el lugar.
Un caso de estos fue detectado en septiembre en Turbo. En las calles del centro de esta ciudad de 165.000 habitantes, cinco niños ecuatorianos vagaban solos. Sus rasgos indígenas, entre una población mayoritariamente negra; su ropa inapropiada para el clima caluroso y sus pequeñas mochilas a la espalda, llamaron la atención de la Policía, que los recogió y los llevó a la Comisaría de Familia.
“Se veían muy asustados porque igual los coyotes los atemorizaron”, cuenta Rocío Agudelo, comisaria de Familia (e) que recibió a los niños, cuyas edades están entre los 11 y 16 años. La información que las autoridades pudieron reunir es que los menores llevaban fuera de sus hogares unos 15 días. Habían salido de Cuenca, en el sur de Ecuador; atravesaron el país y cruzaron a Colombia de manera irregular con coyotes ecuatorianos. Luego sus pares colombianos los llevaron hasta Turbo, y los tenían desde hace una semana encerrados en una casa. Los viajes se hicieron siempre en la noche y en la madrugada.
Eran tres niñas y dos niños, hermanos de dos grupos familiares distintos. Sus padres viven desde hace casi una década en Estados Unidos y permanecen allá de manera ilegal. Al no poder salir del país, pagaron a coyotes al menos 1.000 dólares por cada menor. En Turbo, la red ilegal empezó a exigirles más dinero, e incluso amenazaron con matarlos para presionar. No está claro cómo huyeron.
Los padres “lo que más anhelan es poder llevárselos, pero yo les dije que no se puede, no los pueden llevar así, el riesgo que corren por aquí es demasiado”, dice Agudelo, quien comprobó el buen estado de salud de los niños, pero advierte del “trauma que ellos sufrieron con todo este viaje”. Los menores regresaron a Ecuador. Nadie puede asegurar que no vuelvan a intentarlo.
El plan —como el de todos los que pasan por aquí— es atravesar el Tapón del Darién, una espesa y peligrosa zona selvática, ruta de migrantes irregulares y narcotraficantes y región que comparten Colombia y Panamá a los largo de 266 kilómetros, desde el Golfo de Urabá hasta el océano Pacífico.
“Como es una frontera de salida no tiene la visibilidad que tienen otras fronteras de entrada –como la de Venezuela, por ejemplo. El fenómeno (migratorio) ha estado muy por debajo, muy ‘underground’, por decirlo así, lo que aumenta los riesgos en el viaje”, explica César Mesa, jefe de la oficina de ACNUR en Apartadó, que tiene jurisdicción sobre Turbo y la región fronteriza con Panamá.
Ante esas condiciones y la falta de un monitoreo constante por parte de las instituciones colombianas “hay un subregistro muy grande”, y las cifras de los flujos migratorios varían en amplios rangos. “Migración Colombia te puede decir que al año pasan alrededor de 5.500 a 6.000 personas por esta frontera, pero las fuentes comunitarias en frontera, por donde pasan estas personas en flujos migratorios, nos pueden estar hablando de que pasan 100, 150 personas al día, un rango de hasta 25.000 personas al año”, explica Mesa.
Y hay muchos otros que se quedan en el camino. Hasta el 23 de octubre, la Armada colombiana había rescatado en 2018 a 614 migrantes en altamar, capturado a 38 personas por tráfico de migrantes e inmovilizado 14 embarcaciones. Pero también es frecuente el rescate de migrantes varados en playas de Urabá.
La Policía de Sapzurro, la última población colombiana antes de la frontera con Panamá, rescata a migrantes que son engañados y abandonados a su suerte cerca de Cabo Tiburón, el punto geográfico más alejado y que representa el límite entre los dos países.
“Los traen con la idea de que los van a dejar en suelo panameño y se encuentran con la sorpresa de que aún están en suelo colombiano (…) Según los testimonios, a muchos los tiran a unos metros (de la playa), los dejan a la deriva”, explica un oficial de policía en Sapzurro que pidió no ser identificado y que ha participado en los operativos de rescate. Desde el mar los migrantes salen como pueden en medio de la noche y al otro día son encontrados por las autoridades en patrullajes, o porque reciben avisos.
En uno de los últimos casos, la Policía de Sapzurro junto a la Armada rescató en una playa inhóspita a 18 migrantes: cuatro cubanos, cuatro ciudadanos de la India, uno de Camerún y nueve de República del Congo.
En casos como estos, los migrantes entran a Colombia y permanecen en el país de manera irregular, no cuentan con sellos en el pasaporte y algunos ni siquiera tienen documentos, cuenta el oficial de policía. “Los nombres que uno plasma en los oficios son porque ellos mismos los escriben o ellos mismos nos dan”, refiere, dando cuenta de la precariedad del viaje.
Migrantes ignorados
Quienes viajan de forma clandestina se mueven en la noche y en completo hermetismo, aunque hay otros que pueden ser vistos en las calles o en comercios abasteciéndose o comiendo. Algunos pueden presentarse ante Migración Colombia para solicitar un salvoconducto: un documento que les permite estar en el país por unos días hasta salir.
Según cifras de Migración Colombia, a nivel nacional (no solo para salir por la frontera con Panamá) se entregaron 47.504 salvoconductos en 2016; el 54 % a haitianos y cubanos. Al año siguiente, la cifra cayó a 21.911 (el 51 % a venezolanos), mientras que hasta el 30 de septiembre el total de salvoconductos fue de 21.291 (66 % a venezolanos). Desde 2017, en las oficinas de Turbo y Capurganá, ya no se expide este documento que facilitaba el paso de extranjeros por esas poblaciones. Quienes lo obtienen lo hacen en oficinas de otras ciudades. Con ese salvoconducto pueden comprar un pasaje para salir legalmente por el puerto de pasajeros de Waffe, en un viaje por mar de más de dos horas desde Turbo a Capurganá. Desde esta última población, tiene lugar la salida irregular hacia Panamá.
El trayecto Turbo-Capurganá es legal y queda registrado porque se hace entre lugares autorizados. Fabricio Marín, gerente del muelle Waffe, explica que hasta septiembre de 2018 habían pasado 977 migrantes de países como Cuba, Pakistán, Ghana, Etiopía, India, Haití y Bangladesh, entre otros. La cifra es muy baja si se compara con la de 2016, cuando salieron por Waffe 39.851 migrantes (la mayoría haitianos y cubanos). O la de 2017, cuando fueron 6.327.
“Aparentemente (…) esto ya se tranquilizó. De pronto, ya no están pasando esa cantidad de personas que pasaron anteriormente. La migración sigue, pero es más riesgosa”, asegura Marín. Él estima que el subregistro de quienes no pasan por el muelle es alto, pues hay migrantes que no tienen salvoconducto, o que por desconocimiento o miedo a ser deportados optan por salir desde playas cercanas de manera clandestina en embarcaciones precarias.
Los migrantes del Darién no acaparan titulares. A veces son noticia cuando la Armada los rescata en el mar o la Policía en playas. Su situación pasa desapercibida frente a los casi 920.000 venezolanos que usaron Colombia en 2018 para salir a otros países, o el millón que está radicado en territorio colombiano, según cifras de Migración. Los del Darién son los otros migrantes, de los que pocos hablan.
Un oficial de la Policía de Capurganá, que pidió no mencionar su nombre, explica por qué los extranjeros buscan pasar por ahí casi a escondidas. “Hay gobiernos que no son tan flexibles con este tema, entonces sí persiguen al emigrante. Aquí no, aquí la gente ve un policía y se asusta porque piensa que nosotros los vamos a agarrar y no. La mayoría viene con esa mentalidad”.
La personera de Turbo, Karen Gamboa, señala que “muchas personas se aprovechan de ese desconocimiento, les cobran y los dejan tirados (…) Por temor o desconocimiento acuden a estos traficantes de migrantes”. También son víctimas de robos y abusos. El caso más trágico y por el que fueron capturados dos colombianos fue el asesinato en septiembre de 2016 de dos cubanos —incluida una mujer que fue antes violada— a manos de coyotes que en medio del viaje les exigieron más dinero del pactado. Un tercer cubano que viajaba con ellos logró escapar y avisar a las autoridades, pero la mayoría de casos se calla.
“Muchos pasan desapercibidos porque son personas que no quieren ningún tipo de relación con las entidades y tampoco quieren hablar, entonces son más propensas a que se les vulneren sus derechos. Tienen mucho miedo a la deportación o a que los vayan a capturar”, refiere Gamboa.
Y si bien el paso de migrantes por Colombia no es perseguido como delito, adentrarse en Panamá es más difícil porque existen restricciones para la entrada de migrantes irregulares y deportaciones a quienes son capturados. En lo alto del cerro aledaño a Sapzurro está el control fronterizo que da paso a la población panameña de La Miel. Por ahí el poco movimiento que existe, tras subir 674 escalones, es exclusivamente turístico con un par de oficiales de Panamá que revisan documentos. Del lado colombiano solo queda la estructura del puesto de la Policía de Urabá, pero sin personal. El flujo migratorio no pasa por ahí, sino kilómetros selva adentro, donde no llegan los controles ni las autoridades, y sí está presente el Clan del Golfo con sus rutas del narcotráfico.
Cuando la Liga Contra el Silencio viajó a Capurganá a inicios de octubre, un operativo conjunto entre la Policía y la Fiscalía permitió descubrir en la selva del Chocó, justo detrás de Capurganá, en las montañas, un helicóptero del Clan del Golfo con 330 kilos de cocaína. Cuando hay decomisos la tensión crece entre los migrantes, porque quedan en medio del narcotráfico y la fuerza pública que los persigue. Incluso la Policía tiene información de que para dejarlos pasar por las rutas del Darién, en algunos casos los narcotraficantes usan la modalidad del “hormigueo”, que consiste en cargar a los migrantes de paquetes de droga como condición para que pasen a Panamá, y así asegurar la llegada de estupefacientes.
Aunque ni la Policía ni la Personería de Turbo pudieron confirmar, otras fuentes que por motivos de seguridad no pueden ser identificadas, señalan que los coyotes deben pagar a los grupos ilegales que controlan la zona un porcentaje de lo que ellos cobran a cada migrante que pasa.
“Aquí no vienen extranjeros a buscar muertos”
En Turbo muchos migrantes se hospedan en residencias baratas o en pequeños hoteles, pero otros permanecen escondidos en viviendas con coyotes mientras tienen luz verde para salir. La Liga Contra el Silencio recorrió residencias del centro de Turbo donde se quedan migrantes, aunque nadie quiere dar muchos detalles sobre ellos.
Dos pakistaníes accedieron a conversar sin ser entrevistados. Tampoco quisieron decir sus nombres. Desde hacía una semana pasaban los días en la pequeña habitación que compartían en el tercer piso de una residencia de tres pisos en el centro de Turbo. En inglés contaron que su meta era Estados Unidos, donde buscarían trabajo. No quisieron hablar de su contacto (coyote) para pasar a Panamá, pero en unos días cruzarían el Darién. Esperaban juntarse a un grupo y salir. No sabían cuándo. Les avisarían. Y decían que no tenían miedo.
Pero no razones para temer. La travesía incluye largas y exigentes caminatas, el paso por montañas y pendientes, sitios rocosos y resbaladizos, ríos torrentosos en invierno, insectos y serpientes venenosas. Se enfrentan a la naturaleza indomable y a una ruta que también se usa para el narcotráfico, aunque no a guardias fronterizos dando cacería o bandas que secuestran y matan a grupos de migrantes como en la frontera entre México y Estados Unidos.
“En un riesgo de 1 a 10, por el desconocimiento de ellos (los migrantes), podría ser 8, en riesgo”, señala Wilberto Peñaloza, guía profesional de Capurganá, que ha cruzado el Darién en varias ocasiones de cacería o buscando fotografiar a mariposas y aves, pero no con turistas. “También depende de la suerte con que cuenten y de los coyotes que contacten, porque se conocen historias de coyotes maltratadores, que los abandonan en los sitios no pactados, que los engañan”. Calcula que para los migrantes llegar caminando a Panamá tomaría entre seis y siete días.
Peñaloza relata que en sus caminatas ha visto “rastros, de pronto hasta restos humanos he alcanzado a ver, pero son cosas en las cuales yo no voy enfocado, no me interesan. Miro y callo. No me mezclo con eso”.
Capurganá es un pueblo turístico, lleno de hoteles y restaurantes, con un pequeño aeropuerto y playas de aguas azules y turquesas. El boyante turismo convive de lejos con esa ruta de migrantes que corre lejos del casco urbano, subiendo las montañas donde muchas veces arman campamentos improvisados antes de partir. ¿Cómo coexisten turismo y migración?
“Se respeta el nivel de cada quien, cada quien maneja sus zonas, su ámbito, su jurisdicción, por decirlo así. Nadie le pisa la cobija a nadie y uno trata de mantenerse al margen, lo más lejano posible.”, cuenta Peñaloza.
Por mar llegan a Capurganá en catamarán los turistas y algunos migrantes. En el viaje que hizo la Liga hasta esa población iban cinco cubanos, cuatro hombres y una mujer, que no quisieron hablar. Viajan con jeans y gorras, pequeñas mochilas y tenis. Al desembarcar en el muelle, fueron los únicos pasajeros que presentaron sus documentos a la Policía, alertada desde Turbo. Para ellos corre el tiempo para salir de Colombia.
Otros nunca lo lograrán. En el cementerio central de Turbo hay al menos 13 cuerpos enterrados en tumbas sin nombre, de migrantes que fueron encontrados en el mar. También está sepultada Mireille Roisus, una haitiana que buscaba llegar a Estados Unidos con un niño pequeño y que murió de una enfermedad en el hospital de Turbo el 29 de septiembre, a los 34 años. Su hermano estuvo en el entierro porque era muy costoso repatriar sus restos, recuerda Evelio Cortés, el sepulturero.
El caso de Mireille fue una excepción porque “aquí no vienen extranjeros a buscar muertos, nunca vienen a averiguar”, dice Cortés, quien un 28 de diciembre de 2013 enterró él solo a siete migrantes no identificados. “No hay quien los llore, pero tienen una tumba que los guarda. Es el descanso de ellos acá”.
El caso de los 13 NN, que se destaca en medio de otros tantos no identificados enterrados en ese cementerio, víctimas de la violencia de grupos ilegales en Turbo y la región del Urabá, reposa en los archivos de la Parroquia Nuestra Señora del Carmen de Turbo. Fueron seis registrados el 28 de enero de 2013 y siete, el 25 de diciembre de 2013.
“Cualquier frontera en la que se pase de manera ilegal o irregular no deja de ser un peligro y esta no es la excepción”, explica el párroco de Capurganá, Wilmar Medina, que ha visto pasar por la parroquia migrantes “sin un peso en el bolsillo” que buscan ayuda y a los que no puede asistir por falta de recursos.
Como su tránsito “se considera como irregular o ilegal, ahí entra la primera dificultad: cómo atender desde la legalidad, desde la institucional, a la ilegalidad (…) Uno se queda corto frente a eso”, lamenta.
Pese a las dificultades, Alfredo Hechevaría, un cubano de 30 años, cantante profesional, que salió el 15 de mayo de Artemisa, en el norte de Cuba, sabe que no hay vuelta atrás. “Me muero en el camino o llego a Estados Unidos. Una de las dos”. Pasó por Guyana, Brasil, Perú y atravesó Colombia hasta Turbo, donde está hace más de cuatro meses.
Sentado en las afueras de la casa donde una familia lo acoge temporalmente, cuenta que no ha podido continuar su viaje porque se le acabó el dinero y ahora trabaja como albañil y cantante en un mariachi para reunir lo suficiente y seguir.
“Todo es dinero aquí. Ahora mismo están cobrando 500 dólares desde Capurganá hasta la Panamericana de Panamá”, cuenta Alfredo. No menciona nunca la palabra ‘coyote’ o ‘chilinguero’, pero todos necesitan de al menos uno para viajar en grupo y lograr atravesar “al otro lado”.
Turbo conoce muy bien de migración. Ya vivió una crisis en 2016 cuando casi 2.000 cubanos estuvieron varados durante varios días en la ciudad luego de que Panamá cerrara la frontera, una medida que venían tomando otros países de Centroamérica para frenar el paso de migrantes. En esa época miles de cubanos buscaban llegar a Estados Unidos ante el temor de dejar de beneficiarse de la política de “pies secos, pies mojados” que otorgaba beneficios a quienes salían de la isla y pisaban suelo estadounidense, como un incentivo a la salida de la población. En el marco del acercamiento que propició Barack Obama con Cuba tras décadas de aislamiento de anteriores gobiernos, esa política fue derogada en enero de 2017.
Turbo se convirtió temporalmente en refugio de cubanos y hasta contaba con improvisados albergues masivos. Superado ese momento y ya sin los reflectores de la prensa, esa población no ha dejado de ser punto de tránsito en la ruta de migrantes de diferentes nacionalidades que lo que buscan es pasar, nunca quedarse.
Ni la Policía ni la Iglesia católica cuentan con recursos específicos para atender el fenómeno migratorio en la zona. La oficina de Organización Internacional para las Migraciones (OIM) en Colombia “no está desarrollando acciones” en la región, según confirmó su oficina de prensa.
Por su parte, ACNUR y Pastoral Social de Turbo están conscientes de las dificultades de los migrantes que pasan por el Urabá. Por eso abrieron hace casi un mes el primer Puesto de Orientación y Atención a Migrantes. El mandato de ACNUR se enfoca en personas con necesidades de refugio, asilo y protección internacional, pero en el lugar se ofrece también información a migrantes en tránsito y ciudadanos venezolanos radicados en la región.
“El solo hecho de que las personas puedan contar con una información de cuáles son los medios seguros (de transporte), de a qué distancia están, de qué les espera en ese paso, va a ayudar mucho a que la persona ya se haga una idea de los riesgos y de las posibilidades que tiene”, explica Mesa, el jefe de ACNUR en la zona. Un primer paso que espera sirva para “jalonar” esfuerzos de instituciones del Estado y cooperación internacional y así tener registros, políticas más claras para una migración segura y ordenada, y luchar contra fenómenos como la trata y el tráfico de migrantes.