“Nunca he sido bueno en nada”, afirma Gastón frente a una taza de café. La primera vez que se presentó ante cinco mil personas se le quebró la voz de la emoción. Luego se acostumbró. Cuando se confió que nunca le volvería a imponer el escenario, otra vez sintió pavor. Tener tanto público le da miedo.
“Uno de los mayores miedos que tengo es debido a mi mala memoria”, cuenta. “Me preocupa mucho olvidar la letra de una canción y no poder retomarla”.
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Ha despertado con ataques de ansiedad. En más de una ocasión ha olvidado sus letras. Volvió a practicar su show. Cuando regresó al escenario se le fue una palabra pero lo arregló y casi nadie lo notó. Intentó recuperar su necesidad de escribir, de crear, y por primera vez, frente a la página en blanco, sintió bloqueo y confusión. Así lo descifró, su temor no era el fracaso ni la autoridad, era perder la memoria y olvidar lo que algún día sintió y escribió. Debía enfrentar sus miedos y superarlos para volver a rimar.
Gastón creció junto al mar pero no le gusta el sol. Tampoco cree en que exista la justicia. De sus brazos, como venas, aparecen tatuajes. Cree que crecer es dejar de explicar el significado de cada dibujo.
Nació y terminó de estirarse en Mérida aunque lo registraron en Cancún. Ahí se mudó con su familia. De pronto se topó con Bad Religion y dijo: “¡Ah, Cabrón!”. El rap llegó por su hermano mayor pero no se identificaba con las letras.
Aunque el punk tampoco hablaba de su realidad, sí reflejaba su lado emocional. Admiraba la honestidad, la incomprensión, la rebeldía y el underground. Ahorró dinero y se compró un bajo de mil pesos. Buscó en internet y aprendió leyendo.
Entre bandas del antiguo DF encontró inspiración. En Cancún se decepcionó. Amigos, cuyas propuestas admiraba, optaron por moverse a Playa del Carmen, ir a raves y atender borrachos detrás de una barra.
En la escuela se metía a la biblioteca y leía. Era el único lugar que tenía aire acondicionado y prefería no estar sudado. Optó por estudiar leyes. “Saliste igualito a mí”, decía su padre quien también era penalista.
Pensó que haría una diferencia en el mundo pero al poco tiempo confrontó su impotencia. Ser penalista era como vivir metido en una película de Brian de Palma. Aprendió a negociar y le perdió el miedo a la autoridad. Jamás deberían verlo temblar.
Su escape era la música. En sus ratos libres escribía, creaba una frase y luego otra que generara un impacto. Hacía cuartillas sobre su vida. Con eso armó un demo. Unos conocidos le invirtieron y editaron 500 copias. Él se quedó con 100.
No quiso firmarlo como Gastón. También era el nombre de su abuelo. No tenía la autoestima ni la arrogancia para escribirlo en playeras y venderlas. En la mercancía estaba el dinero. Su hermano menor, quien siempre le ayudó haciendo ilustraciones, le recomendó tomar el nombre de algún superhéroe ochentero, uno medio olvidado.
De niño se había clavado coleccionando tarjetas de superhéroes. Recordó a Longshot, cuyo poder era tener buena suerte. También un Long Shot es el contendiente que nadie espera que gane. Tomó el nombre pero le quitó las os. Así nació LNG SHT.
Comía, estudiaba, trabajaba y dejó de hacer música. Subió de peso y se endeudó. No tenía horario de trabajo. Debía estar trucha, los problemas llegaban de madrugada y sacaba del tambo a los que pagaban.
Una mañana lo enviaron a presentar el amparo de un pederasta. No había forma de justificarlo. Tenía derecho a defenderse, como todos, pues así están diseñadas las leyes. Pero no. Renunció. No estaba de acuerdo con que su pan saliera de la miseria de la gente.
Tampoco creía que la música le llenaría el estómago o lo sacaría del buró de crédito. Estaba harto y sentía miedo ante el fracaso. Pero el demo que grabó llegó más lejos de lo que imaginó y lo invitaron a tocar en el DF. Era el mismo día de su examen de derecho fiscal. “A la verga”, dijo y decidió faltar. Saliendo de los tribunales de distrito le chocaron. Cuello y auto desmantelados. “¡Sold out y ni llegaste!”, le reclamaron, se había quemado. De ahí que nombrara a su siguiente EP: Les juro que sí llego.
Gastón regresó al DF pues lo volvieron a invitar a tocar en el Bahía Bar junto con otras bandas de punk melódico. Desde un iPod tiraba los beats, luego a rapear y así conquistó a los asistentes.
“Voy a dejar de ser abogado”, le dijo a su padre después de la Navidad de 2013. Lo habían invitado a una gira que comenzaría en enero. “Estás pateando tu suerte”, le respondió agreste.
Gastó cinco mil pesos en un vuelo al DF y guardó tres para sobrevivir. “¿¡Qué!?”, gritó al aterrizar y enterarse de que la gira se había cancelado. Iba a colapsar, no tenía para regresar y las deudas lo perseguían.
Buscó a un amigo y se acomodó en su colchón inflable. Contactó a todos los que alguna vez, desde provincia, le preguntaron: “¿Cuándo vienes a tocar?” Pedía el pasaje y algún sofá para descansar. Luego un poco más. Así descubrió su don para bookear. Comenzó haciendo rutas sin sentido.
Su padre no le hablaba. Le contestaba monosílabos. En Cancún no se sentía bienvenido. Gastón sentía miedo pero seguía viajando.
Después se mudó con su hermano a Cholula. Se acercaba el fin de año y no encontraba shows. Diciembre era mes muerto y noviembre uno saturado. Gracias a la mercancía que vendía en línea y a unos registros que realizó para discos de conocidos completó para comprar un pasaje y pasar a Cancún en Navidad.
Volvió a dudar si debía quedarse y litigar como abogado. “No”, se respondió. Ya no le temblaba la boca al cobrar y podía cerrar el próximo año con más shows. Regresó al DF y rentó otro cuarto. Comenzó dibujando un mapa y fijando nuevas rutas.
“¿Vive Latino?”, le preguntó su padre al enterarse que tocaría en el festival. Aunque seguía con arranques de furia, cada vez buscaba enterarse más. Más tarde regresó a Cancún y de la voz de su padre escucho: “te respeto”. Durante el 2016 no compuso nada nuevo. Aunque agotado, cerró el año con 136 shows.
Bajó de peso y comenzó a correr. Del punk también heredó la simpatía por el movimiento de liberación animal. Dejó la carne aunque su alimentación sea aburrida.
Años después, ha aprendido a enfrentar a los fans, sin importar cuántos sean, a no quedarse afónico, a escuchar y hacer de su música un ingreso, aunque asegura que sigue teniendo miedo de compartir escenarios con otros raperos. “Siento que el público me va a odiar”, asegura.
Logró pagarle al banco, una renta y ahorrar. La idea de regresar a un trabajo que no le guste lo horroriza. Cree en las fechas de caducidad y en cuestionarse dónde está. No le importa ser chavorruco pero sí quedarse calvo. Tampoco soporta las cucarachas, si las ve, salta lejos. Aunque ya no toma y dejó de comer carne, el café es su nuevo aliado; ese no lo quiere dejar. Todavía tiene algunos miedos, pero, “lo que me mantiene en orden es el miedo a Dios”.
Este texto es una colaboración entre VICE y Samsung. Lee más sobre miedos y cómo superarlos aquí.