Depresión en la universidad: hablamos con estudiantes españoles que la han sufrido

La depresión. Qué tema. Es difícil describirla porque de ella se han vomitado ríos de metáforas, muchas desgarradoras, la mayoría topiconas, y casi todas relacionadas con el color negro o alguna clase de poco imaginativo agujero.

Vamos a intentar no hablar de agujeros e ir al grano. Estamos acostumbrados a leer sobre la depresión en los adultos: individuos normales que de repente ven complicada su vida por algo insondable que les destruye y crea dentro de ellos un enemigo. Hay tantos tipos de depresiones como de personas; a menudo se puede superar, pero en ocasiones es necesaria la convivencia con un vaivén constante de avances y retrocesos frente al abismo.

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Cuando queremos ampliar el marco, nos fijamos en los niños y los adolescentes, pero ¿qué pasa con los universitarios, esas criaturas que acaban de dar un paso hacia la adultez pero que todavía no se han emancipado? Estudiar en esas condiciones puede ser una odisea.

Consultado sobre las consecuencias de la depresión en el rendimiento académico, el psiquiatra Juan Carlos Díaz del Valle afirma que “una de sus áreas sintomáticas son, precisamente, problemas cognitivos como el déficit de memoria (tanto a corto como a largo plazo) y la disminución de la capacidad de atención, por lo que el rendimiento desciende”.

Además, el futuro de los estudiantes pasa, en gran medida, por haber acertado con la elección de carrera y por, bueno, superarla, que no siempre las dos cosas van de la mano. ¿Cómo afectan los trastornos psiquiátricos y emocionales a los veinteañeros que pululan por los campus? ¿Es posible compaginar los estudios con esa losa? ¿Pueden hacer frente a los gastos que implica la terapia fuera de la Seguridad Social? ¿Qué papel juega la familia? Intento averiguar éstas y otras cuestiones poniéndome en contacto con algunos afectados.

Antón, 24 años

Antón Varela, creador de la galardonada webserie de animación Orfanato Atroz, es un chaval de rostro aniñado e ingenio eléctrico al que la brillantez delata en cada uno de los giros humorísticos con los que alivia su relato. Aunque se muestra encantado de hablar conmigo, admite tener ciertos reparos con este tipo de reportajes por culpa de la espectacularización morbosa que la prensa hace a veces de los trastornos depresivos (“sé que visibilizar es positivo, pero cuando algo es objeto de reportaje sobrevuela la sensación de documental de animales”). Al final se sacude el miedo con un ejercicio más de humor negro balsámico y rompehielesco: “Me gusta poder hablar de que tengo una enfermedad mental con toda naturalidad”.

A Antón le diagnosticaron un episodio de depresión leve en tercero de carrera, aunque se sospecha que ya la venía padeciendo desde el curso anterior. “Ir deprimido a clase se parece mucho, curiosamente, a ir a clase, es decir, a hacer de mala gana algo que no te apetece”.

De todos modos, aclara, hay agravantes. “Se supone que uno cuando ha llegado a tercero de carrera es porque, por más desmotivado que esté, ya ha desarrollado un cierto instinto de conservación académica que te mueve casi por inercia a ir a clase aunque te la sude ampliamente, o que te hace espabilar el día antes de un examen o de entregar un trabajo. Yo creo que estar deprimido se carga ese instinto. Es que sencillamente no encuentras la motivación para moverte de la cama o para ponerte a trabajar. Y eso es así por mucho que lo razones lógicamente, aunque seas capaz de enunciar diez motivos estupendos por los que terminar tu carrera. ¿Qué más da? ¿Para qué?”.

A esta anulación total se le sumaban otros problemas, como un grado de irascibilidad impropio de él que le hacía reaccionar de manera desabrida con compañeros y profesores. También hubo complicaciones de corte digestiva y diagnóstico fascinante. “Otra cosa que me pasaba es que en la facultad me encontraba terriblemente mal del estómago. Era entrar y sufrir retortijones. He dejado unas cagaleras tan severas allí que hasta me da la impresión de que me he resarcido de todo el daño que me ha causado. Se lo comenté a mi psiquiatra y me sugirió que, si sólo me pasaba en la facultad, era que se estaba empezando a desarrollar una fobia. Eso me pareció bellísimo: fobia a la universidad“.

La terapia, cuenta, le fue bien. Encontró una psiquiatra por la pública que le ayudó a cambiar la perspectiva que tenía de sí mismo en el momento en que hizo clic y dio el primer paso para admitir que tenía un problema. Sin embargo, por la Seguridad Social los plazos son extenuantes. Aunque estaba satisfecho, los lapsos entre citas podían oscilar entre los tres y los cinco meses. Apremiado por las dificultades para avanzar en su Trabajo de Fin de Grado, decidió ir a un psicólogo, también por la pública, y la experiencia fue, afirma, “demencial”. Aquel hombre parecía perpetuar el cliché de que la depresión era una escaramuza interior que los vagos utilizan para autojustificarse. “Me vino a decir que aunque no nos guste hacer las cosas tenemos que hacerlas. Que a él tampoco le gustaba ir a trabajar y levantarse a las seis todos los días. En fin, un loco que no me dio ninguna herramienta y trató de hacerme sentir culpable. Obviamente no volví”.

Una recaída posterior y bastante desagradable le hizo ir a la privada, donde encontró una atención exquisita por parte de todos los profesionales, tanto de psiquiatría como de psicología. Actualmente, ha dejado su ciudad natal y se ha ido a estudiar un máster a Barcelona. O sea que bien.

Carmen, 24 años

Carmen se matriculó a los 18 años en una carrera técnica de ésas que consideramos “exigentes”. Siempre fue una chica de buenas notas, por lo que no le abrumó tanto la dificultad en sí de las materias como el tiempo que requería llevarlas al día. “En mi carrera había mucha gente medicada. Por la ansiedad, la presión… No se habla de eso, es súper tabú. Hay como ese sentimiento de ‘no puedo revelar que estoy deprimido porque me convierto en un loser a los ojos de los demás’”. Para ella, la diferencia entre las carreras llamadas “fáciles” y las “difíciles” radica en la gestión de esa cualidad absorbente, que puede devastar tus hábitos y tu rutina si no lo llevas con disciplina. “Dejas de comer, de dormir… Te pasa factura”.

El primer año, se dedicó fundamentalmente a salir y hacer vida social (al fin y al cabo, ¡es la Universidad!), y cuando al siguiente se quiso poner al día, ya era demasiado tarde. “Me di cuenta de que no sabía estudiar, no sabía organizarme. A mí siempre, desde el instituto, me había sobrado el tiempo. Pero aquello era otra cosa. Sentías que te comía la moral, te hacía sentir tonta”. Esto desencadenó en ella un bajón que afectó a su autoestima y se entrelazó con otros problemas suyos que no estaban superados, en concreto un trastorno alimenticio.

“Ese problema mío anterior se juntó con la ansiedad y la depresión. Si ya tienes un punto débil sobre tu aspecto físico, que la obsesión por la carrera te mine la autoestima no ayuda”. Así todo, reconoce que sólo fue al médico cuando sintió que aquello afectaba a su estudio. Podía pasarse varios días sin dormir lo suficiente, sin ducharse o sin comer, pero sólo cuando se dio cuenta de que no podía estudiar estando deprimida se puso en tratamiento. Paradójicamente, lo que la hundió fue también lo que en cierta medida acabó salvándola.

La médica de cabecera le dio ansiolíticos y la derivó a Salud Mental. Allí le daban las citas de mes en mes. “Para una persona como yo, que no estaba comiendo, era demasiado tiempo”. Nunca fue por la privada (no puede pagarla), y la valoración de la pública es positiva, pese a las esperas.

Ese ambiente tóxico se retroalimentaba, y al final sólo quedaban los alumnos más competitivos, aquellos a los que no les importaba hacer ese sacrificio. Pero a Carmen sí le importaba, y al último año dejó la carrera. En cuanto vio resultados positivos, empezó otra menos absorbente. Por desgracia, fue un paso precipitado: al llegar los primeros exámenes, se agobió y la acumulación de ansiedad acabó en un intento de suicidio. La psiquiatra le recomendó ingresarse en la Unidad de Trastornos Alimenticios del Hospital de día.

Ahora Carmen está mejor y ha aprendido que los procesos de recuperación llevan tiempo. “Soy muy exigente conmigo misma. Llevo cuatro años de terapia y calculo que me deben quedar todavía cinco para estar totalmente curada”. Entre los factores que influyen de cara a llevar una rehabilitación exitosa, lo tiene claro. “El apoyo familiar es muy importante. Se ve muy clara la diferencia entre las personas que lo tienen y las que no”.

Marcos, 25 años

El de Marcos es un caso especial porque somos amigos. Hace tres años, él pasaba por una mala racha, aunque yo no sabía muy bien por qué. Un colega común me decía que estaba preocupado por él y yo le quitaba importancia a sus neuras. Al día siguiente, abrí Facebook y vi que el último estado de Marcos era: “En el psiquiátrico”.

Podía haberse tratado de una broma, pero no. Este amigo común y yo fuimos a visitarlo cargados con una mochila en la que le llevábamos libros y cómics. Al abrirnos la puerta, el celador nos preguntó:

—No habrá CARAMELOS en esa mochila, ¿verdad?

Muy desconcertados, le juramos y le perjuramos que no. Luego Marcos nos confesó que en las dos semanas que llevaba ingresado se había ganado una reputación como contrabandista de dulces: al parecer, son un manjar muy preciado en esos lugares porque los pacientes tienen prohibido el azúcar.

Hoy, después de tanto tiempo, me atrevo a preguntarle cómo llegó hasta ahí. “Siendo autocritico, me dejaba arrastrar tanto por la carrera que eso acabó creándome cuadros de ansiedad y fobia social. Al derivar esa fobia social en conductas evasivas, la cosa degeneró en depresión”. ¿Cómo lo trataste? “Al principio con negación, clausura, videojuegos y porno, pero no funcionó, así que acabé acudiendo a un receta farmacológica de antidepresivos y anfetas”.

¿Anfetas? Le pregunto si no es controvertido recetar eso. “No eran afetas-anfetas, era Rubifen. El compuesto es muy similar. Es un psicoestimulante muy heavy. La mitad de los psiquiatras está en contra, y la otra mitad se muestra entusiasta y te lo receta con manos temblorosas y tics en el ojo”.

A este respecto, el Dr. Díaz del Valle afirma que “el Rubifen es un tratamiento normalizado para la depresión, aunque se utiliza más en otro tipo de trastornos como el Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH). Eso sí, de inicio, no es un medicamento indicado para una persona joven”.

El caso es que la combinación de fármacos convirtió a Marcos en hipomaniaco durante unos meses. “Era muy activo y optimista, pero ir al 150% durante bastante tiempo tiene que pagarse con un 50% más adelante. El cuerpo no es lineal y disfruta acentuando los momentos bajos, así que esa hipomanía revirtió en un agotamiento mental crónico que no supe manejar y tuvo su coste emocional. Más depresión, etcétera”.

La situación generó niebla mental en él: era incapaz de concentrarse, de “tener ideas”, y acabó dejando la carrera ingresado en el psiquiátrico tras buscar durante meses lo que él llama “pastillas mágicas”. En el hospital estuvo un mes ingresado. De aquello han pasado dos años y ahora Marcos ha vuelto a la facultad con energía y buenas notas.

Como él también estudia un grado duro, le sondeo sobre si, como dice Carmen, hay más casos parecidos que se ocultan por vergüenza. Al principio, le suena alarmista y se burla: “Sí, claro. Se medicaban en los baños, ¡uuuh!, escondían cajetillas de antidepresivos en las calculadoras…”. Luego, matiza: “Puede haber algo de verdad, no sé”.

Sobre el papel, a todos nos parece deseable que este tipo de trastornos se normalicen y no se vean como algo morboso. Ahora bien: es difícil. Existen muchos estigmas contra los que luchar, y al fin y al cabo sólo uno de los tres testimonios figura con su nombre real. Tampoco sé si este tipo de artículos ayudan a visibilizar o resultan contraproducentes. Pero, como me dijo también el propio Antón Varela, “con tal de pelear contra el cuñadismo de ‘es que no quieren trabajar’ y esas paridas, ya vale la pena cualquier sobreinformación”.