Siempre he soñado con ser un anciano. De pequeño, cuando me preguntaban qué quería ser de mayor, siempre respondía: “quiero ser un anciano” —bueno, realmente quería ser un yuppie pero la segunda opción era lo del anciano—.
Me gustaba la idea de no tener que preocuparme por el trabajo ni la familia; todo lo que supuestamente tenía que hacer por obligación en esta vida —ganar dinero, crear un hogar, reproducirme y tener todos los discos de Dylan— ya estaba hecho. No me gustaba eso que algunos llamaban juventud.
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Aún a día de hoy pienso que la vida empieza después de los 50; con todo eso de llevar pantalones de pana, no poder comprender a tus hijos e intentar arreglar la separación de bienes y la custodia compartida. Esto, y solamente esto, es la experiencia de vivir; que no te engañen con esas falacias de la juventud, con todo eso de poder aguantar bien la resaca, lo de estar en el momento idóneo para desarrollar una startup ridícula en el campo de las comunicaciones digitales o eso que dicen de “los dos maravillosos primeros años de una relación amorosa” de mierda gestionada por dos individuos que no saben que todo, absolutamente todo, se pudre.
La edad somos nosotros, y es por esto que es un tema que preocupa y debe preocupar, como podéis comprobar aquí y aquí.
Pero hay un problema. Siempre aparece un familiar o amigo que te jode la vida y te dice eso de “¿sabes que los de tu generación no podréis jubilaros nunca?”.
La edad de jubilación va subiendo indefinidamente y se calcula que en 2027 los españoles solamente nos podremos retirar a los 67 años. Joder, ¿quién en su sano juicio quiere trabajar tanto? Me imagino que con este panorama en 2035 tendremos que aguantar hasta los 75 y esto será un problema porque, básicamente, creo que nunca he llegado a contar nada hasta 75. Es un número tan descabellado que nunca me he visto en la tesitura de tener que utilizarlo.
El tema es que, de algún modo, está como muy aceptado que la sociedad española será incapaz de sostener un futuro sistema de pensiones. Actualmente nuestros abuelos están disfrutando de los últimos coletazos del bienestar social —hasta cierto punto— en la tercera edad.
A partir de ahí, reinará el poder terrorífico e invisible del capitalismo más cruel y perverso, tendremos que pensar en planes de pensiones, guardar billetes en cajas de zapatos y trabajar en el Domino’s hasta la muerte. Todo para poder seguir comiendo sobre la corteza terrestre.
Con la tristeza de esta revelación decidí darme un homenaje y vivir una jornada de mi futura e improbable —seguramente imposible— jubilación. Ser, en definitiva, un jubilado por un día.
EL DESPERTAR
Esa mañana hacía un sol espectacular, un sol nuevo, distinto, como yo.
Yo era otra persona, el nuevo Pol, o mejor dicho, el viejo Pol. Como pensionista noté una enorme tranquilidad, no tenía ningún tipo de obligación real aun así sentí la necesidad de despertarme relativamente temprano.
Muchos jubilados se sienten incómodos con la idea de dormir, prefieren desprenderse cuanto antes de las garras de Morfeo, quizás por miedo a no poder despertar nunca más.
Me senté un rato al final de la cama y estuve un buen rato pensando en si ducharme o no. Creo que los ancianos se toman esto con calma, no hace falta que se duchen todas las semanas.
De todos modos, como había planeado una visita al médico, decidí refrescar mi piel para ser un poco más agradable para los demás. Sin prisas, mi piel muerta y sucia fue desprendiéndose de mi cuerpo y precipitándose por el desagüe. Esa piel era yo, formaba parte de mí y ahora se estaba desvaneciendo. ¿Era esto ser un anciano? ¿Desprenderse poco a poco de la sociedad como una pieza titubeante e inútil?
A la mierda estos pensamientos, hoy sería un día de puta madre.
VISITA A MI MÉDICO DE CABECERA
Tenía hora al médico a las nueve y cuarto de la mañana, aun así, a esa hora, ya había gente esperando.
Lo que está claro es que no se trataba del caos de las 11 de la mañana, con visitas que van acumulándose hora tras hora.
Si algo sabemos los retirados es que si vas al médico y no quieres esperar demasiado siempre tienes que cogerte las primeras horas, antes de que lleguen los vagos y los parados.
No es que tuviera prisa, no es que no quisiera quedarme unas horas más entre estas paredes blancas y seguras pero, habiéndome despertado como un joven anciano, quería disfrutar de mi día. Me quedaban muchas cosas por hacer. Después del chequeo rutinario básico (peso, tensión arterial y todo eso) fui directo al bar, a desayunar.
DESAYUNO
Por la mañana, antes del médico, me había comido una galleta, poca cosa. Tenía muy claro que en mi primer y único día como retirado tenía que desayunar en una bodega. Desayunar BIEN, con vino, cuchillo y tenedor. Nada de bocadillos o sobaos Martínez. Esto es algo que siempre he envidiado de los retirados: todo ese tiempo que pueden dedicarle a la comida más importante del día.
Para mi ágape me decanté por unas de albóndigas y un poco de vino. No tardé en darme cuenta de que no tenía ni puta idea de vivir como un pensionista pues, al cabo de un rato, mis compañeros de mesa —hombres curtidos en el noble arte de desayunar como un jubilado de verdad— se pidieron chorizo gallego, sardinas a la plancha con ajo y perejil y unos callos acompañados con setas, todo regado con un buen vinito.
Eran las 10 de la mañana. Sin duda tenía aún mucho que aprender.
¿Y AHORA QUÉ?
Llegados a este punto —siendo las 10:30 de la mañana— ya había hecho todo lo que tenía que hacer durante el día —ducha, médico y alimentación—, el tema era, ¿y ahora qué? Tranquilos, me había hecho una lista con todas las cosas que podía hacer durante la jornada para que este fuera un día inolvidable.
Un clásico de los jubilados del mediterráneo es admirar y opinar sobre las obras que se acontecen en la calle.
Ver progresar una estructura de hormigón y metal es de las cosas más placenteras que te puede ofrecer la vida; mucho más que ver crecer a un hijo o amar con total y absoluta devoción a una mujer.
Esta actividad que genera mofa a nivel social es realmente un ejercicio de contemplación del desarrollo de una ciudad, de los cambios arquitectónicos que la conforman y, por lo tanto, del desarrollo social y moral de un conjunto humano determinado.
Si, amigo lector, has leído ese mítico capítulo cuarto del From Hell de Alan Moore, sabrás apreciar lo que te estoy diciendo. Observar las obras es meditar sobre el simbolismo de una ciudad, es extraer el significado del presente y del pasado. Eso no son ancianos refunfuñando delante de unos obreros, es pura psicoarquitectura.
¡Qué placer otorga eso de romper los sueños ajenos! Alguien se levanta un día y va a imprimir unos carteles que “diseñó” la noche anterior —hasta las dos de la madrugada— con la esperanza de poder ganar un poco de dinero con un negocio ilegal que incentiva la circulación de dinero negro en pequeñas cantidades; luego vas tú y arrancas ese sueño de cuajo —literalmente—, lo extirpas de la piel de la ciudad, de la mente del tipo que se ha pasado medio día enganchando esos malditos carteles en todas las paredes, contadores de luz y farolas que ha encontrado.
Ahora que somos ancianos y vemos a todos esos jóvenes de pollas duras y tetas tersas pasándoselo tan bien y triunfando en la vida —cosa que nosotros no hicimos—, es el momento —y tenemos todo el derecho del mundo— de joder un poco a todo el mundo. Y si una forma de joder a la gente es arrancando carteles, pues que así sea.
Realmente nunca aceptaremos —hablo de mí como si ya fuera un jubilado más— que se trata de venganza, simplemente aludiremos a cuestiones estéticas y de ecología visual urbana.
Cansado por culpa de mi “labor social” decidí dirigirme a una plaza a descansar un rato.
Debo admitir que llevaba varios días observando a los jubilados para saber qué hacían, cómo se movían. Estaba absorbiendo su esencia para poder mimetizarme con ellos.
Me llamó especialmente la atención la frecuencia con la que se paran y se agarran o apoyan en determinados sitios; barandillas, rejas de obras, paredes. Andar con 70 años de vida a las espaldas no es algo sencillo. Esas dos piernecitas tienen que aguantar el peso de toda una vida.
Una vez sentado en el banco me vino a la cabeza lo de las palomas. Ya lo sabéis. Esto es un clásico. Pese a que ya había como un pan mojado en el suelo del que picoteaban algunas aves, decidí aportar mi granito de arena, no quería quedarme fuera.
Me levanté, compré una barra de pan y empecé a alimentar a esos tipos. Allí, de pie, rellenando esos pequeños estómagos voladores me sentí alguien realmente útil. Yo era el que alimentaba a las palomas. Tú no, yo. Yo alimentaba a esas palomas. A mis palomas.
Supongo que la falta de actividad genera esta necesidad de sentirse útil en algo, por pequeño y miserable que sea. Al fin y al cabo la vida consiste en ser productivo en algo —ya sea a nivel sexual o profesional— y el hecho de quedarse sin nada de esto puede ser traumático.
Muchos jubilados deciden encargarse de la contabilidad de la familia o a hacer pequeñas reformas en el hogar; pobres diablos buscando la satisfacción en el hecho de intentar ser productivo de nuevo. “Estoy vivo, mejor ser útil antes de que alguien se entere de que no sirvo de nada y me meta en una caja de madera”. Eso es lo que deben pensar.
Es innegable de que la mayoría de estos tipos —los jubilados— van un poco justos de dinero. La pensión a veces va justa para pagar ciertos caprichos y vicios como ese vasito de brandy o ese tetrabrik de caldo de pollo de la marca cara.
La gestión económica de la pensión puede ser un infierno y es por eso que es muy habitual ver a gente mayor aprovechando los minutos sobrantes del día para meter los dedos en una cabina de teléfono en busca de un poco de cobre perdido o mirando las papeleras para reciclar un periódico.
Lo digo desde la humildad más absoluta, no la mofa. Joder, yo soy un tipo que viste con ropa encontrada en la calle y, de hecho, las piezas rescatadas son las que más valoro de mi armario. Encontrar y descubrir es mucho mejor que ahorrar y comprar.
Los jubilados son unos profesionales del autobús. La lentitud y el ronroneo de esta máquina vuelve locos a los jóvenes pero para las personas mayores son como un upgrade de su condición de pensionista. Pensadlo bien: 1) movimiento sin esfuerzo; 2) buen ángulo de visión exterior; 3) posibilidad de conversación; 4) descanso; 5) horarios totalmente compartibles; 6) posibilidad de comer y beber dentro. Todo son beneficios.
Los tipos manejan las líneas de autobuses como si fueran parte de su entramado neuronal. Mientras nosotros nos movemos bajo el suelo, ellos son los reyes del mundo exterior. Es más lento pero eso es exactamente lo que buscan.
La vida trepidante ya no es algo que anhelen, es más, huyen de ella. El bus es el sitio perfecto para reflexionar —el movimiento siempre despierta pensamientos profundos y melancólicos— o echarse una buena cabezadita.
“Después de comer siempre viene bien refrescarse con un buen brandy”. Esta es la frase que me vino a la cabeza a las dos del mediodía. Este asunto es bastante potente, no sé cómo coño todos estos jubilados pueden bebérselo. Supongo que por eso mismo están media tarde dando sorbitos, es otra forma de pasar el tiempo.
Sorbito a sorbito van dirigiéndose, muy tímidamente, hacia el desenlace final. Es inevitable pensar en la muerte, lo siento. No quiero decir que un jubilado sea un muerto en vida pero es inevitable pensar que la caja de madera está cada vez más cerca. En este día, en mi papel de retirado, era una idea que circulaba constantemente por mi cabeza. Puede que no fuera una muerte real si no más bien una muerte social. Toda esa idea que ya os he comentado antes; todo eso de necesitar sentirse un ser activo y necesitado en un mundo que te suelta y te deja ir como una uña cortada.
Cansado y con “el puntillo” decidí relajarme en una biblioteca municipal. El periódico gratuito que me había cogido en el bar de la mañana ya lo tenía más que releído, así que una revistilla con contenido nuevo era el plan perfecto para hacer la digestión. Los sofás eran ergonómicos y entraba una agradable luz por los ventanales.
El sol —esa estrella lejana— no tenía ninguna dificultad en calentar mi cansado rostro. Ni la capa de ozono ni ese grueso cristal de la biblioteca podían impedir que su calor llegara a mí. Bendito astro. Alcé la cabeza y lo contemplé durante unos segundos. “Ese bastardo” pensé, “ese bastardo algún día también se apagará”.
Realmente no pensé esto en ese momento, es algo que me ha venido a la cabeza al redactar esta crónica. Con vuestro permiso, me he puesto un poco “poeta de pacotilla”, ¡qué diablos!
Al salir de la biblioteca ya eran casi las cuatro de la tarde, el día estaba llegando a su fin. La idea era irme a dormir a las ocho, así que me quedaban cuatro horas de actividad. Horas que dedicaría a ver un poco de tele y cenar unas judías con patatas y una tortilla francesa, algo que se me revela como muy de persona retirada.
Os mentiría si os dijera que fue una velada perfecta. Quedaron en el tintero actividades como hacer un poco de ejercicio en la playa de la Barceloneta —hay unas máquinas sencillas de uso público—, jugar a ajedrez o petanca en el parque de la Sagrada Familia o adquirir una nueva cartera de piel falsa para guardar mis monedas y mi bono de bus.
La gran pregunta es, ¿aún deseo tanto ser un pensionista? Siempre dicen esto de “vigila con lo que deseas” pero debo deciros que la experiencia de no trabajar fue muy placentera. Puede que a la larga se echen en falta ciertas obligaciones laborales pero teniendo en cuenta de que nos veremos obligados a trabajar hasta los casi cien años, creo que este día fue el mejor día de toda mi vida.