Es momento de despertar. Este viernes de la Semana Global de Acción por el Clima, VICE Media Group presentará únicamente historias relacionadas con la actual crisis climática. En este enlace podrás conocer a jóvenes líderes de múltiples lugares del planeta y entender con ellxs cómo tomar acciones.
En la mañana del 1 de septiembre de 2014 Edwin Chota, Leoncio Quintisima, Jorge Ríos Pérez y Francisco Pinedo Ramírez, dirigentes asháninkas de la comunidad de Saweto, fueron acribillados y luego arrojados a los pantanos en la selva del Alto Tamaya, en la frontera entre Perú y Brasil. Días después fueron hallados, incinerados, restos de dos de ellos. De los otros jamás se supo nada.
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Al enterarse de que su papá había sido asesinado luego de estar años denunciando que una mafia de traficantes de madera operaba dentro de su territorio indígena sin que el Estado peruano se inmutara al respecto, a Diana Ríos la invadió la tristeza. Después llegó la ira. Diana tenía 22 años la última vez que lo vio.
“Cuando murió mi papá estaba molesta y dolida. Pero después piensas que hay que seguir la lucha porque no queda de otra en esta vida: seguir construyendo sobre lo que él dejó”, dice en videollamada, desde su casa en Pucallpa, Perú. “No ha sido fácil porque son enemigos muy poderosos. Pero si yo no lucho como madre o como mujer, ¿entonces quién va a luchar por mí?, ¿quién va a proteger a mi pueblo?, ¿quién garantiza que mis hijos no deban migrar más adelante porque ya tienen un territorio que les pertenece y en donde encuentran todo? Para eso tenemos que visionar”, cuenta.
“Pero si yo no lucho como madre o como mujer, ¿entonces quién va a luchar por mí?, ¿quién va a proteger a mi pueblo?”
De nada sirvieron las denuncias que presentaron los dirigentes asháninkas por tala ilegal desde el año 2008 ante distintas entidades, ni las fotografías que habían tomado de los infractores, ni siquiera las coordenadas que indicaban los lugares exactos en donde operaban estos grupos criminales. Desde hace casi siete años, Diana —la mayor de nueve hermanos— ha tenido que vivir con la ausencia de Jorge Ríos, su padre, y Edwin Chota, el papá de uno de sus hijos y entonces jefe de la comunidad amazónica.
Lo que sí logró conseguir el pueblo nativo de Alto Tamaya-Saweto, un año después de la muerte cruel de sus cuatro líderes, fue la titulación de su territorio con una extensión de 76.800 hectáreas de bosque natural. Ese documento, que certifica que ellos viven ahí, no solo reconoce legalmente sus derechos sino una forma eficiente de conservar los ecosistemas. Sin embargo, el triunfo no se siente completo hasta que la justicia no llegue. Para los cinco acusados del crimen —tres actores materiales y dos intelectuales— la Fiscalía solicita 35 años de pena privativa de la libertad por el delito de homicidio calificado. Las familias de las víctimas siguen esperando.
Diana Ríos tiene una voz dulce, pero habla con firmeza. Su piel es trigueña, lleva la cara pintada con achote y una cabellera negra y lisa que le roza la cadera. Cuenta con orgullo que hoy es la vicepresidenta de Saweto y que —con una señal de internet precaria e intermitente— está estudiando un diplomado en Política, territorio y biodiversidad para estar más preparada y responder mejor a los retos que le esperan en el futuro. “Hay gente que estudia para ser profesor y otros para que no nos saquen de nuestra tierra”, señala.
Actualmente está ayudando a otras tres comunidades indígenas —San Miguel de Chambira, Unión Paraíso de Alto Huao y Nueva Amazonia de Tomajao— para evitar que se repita el capítulo de violencia que vivió en carne propia la suya: “Personas en riesgo y un jefe asesinado al que nadie escuchó en su debido momento”. Como lideresa los asesora en aspectos técnicos y jurídicos que van desde saber cómo ampliar su territorio y qué es la consulta previa e informada hasta cómo interponer una denuncia ante la Fiscalía y hacerle seguimiento.
“Mi papá decía: ‘Si es que en algún momento tendré que dar mi vida, pues la daré. Si es que en algún momento tendremos que ganar, pues saldremos victoriosos de esta lucha’. Para nosotros el territorio significa todo, está articulado con nuestro ser y sin él no podemos vivir… no somos nada”, explica Diana, de 28 años.
La madera
Las actividades ilegales que han acorralado al territorio y amenazado a su gente han llevado distintos nombres a lo largo de la historia. Primero, indígenas trabajando de sol a sol, abriéndose camino entre la espesa selva a machetazos, en busca de árboles de caucho para venderles a los patrones europeos que los estafaban y trataban como esclavos. Cuando el boom del caucho acabó, le siguió el tráfico de pieles de animales exóticos y después llegó el de la madera. Este apogeo arremetió de distintas maneras contra la naturaleza durante el siglo XX.
El 30% de la madera que se comercializa en el mundo es ilegal. El delito, además, es lucrativo: en 2016 movió entre 51 y 152 mil millones de dólares, de acuerdo con la ONU. A su paso, las motosierras y el fuego devoran los árboles: cada seis segundos el planeta pierde un área de cobertura de bosque tropical equivalente a un campo de fútbol. Solo el año pasado, Perú arrasó con 162.000 hectáreas de bosque primario. Fue el quinto país más deforestado, según el monitoreo satelital de Global Forest Watch.
Como actividad, no está prohibido talar árboles siempre y cuando se cuente con los documentos que certifiquen su procedencia; de ahí que cualquier trámite sea susceptible a irregularidades. En el informe La máquina lavadora, publicado en 2012 por la Agencia de Investigación Ambiental (EIA, en inglés), se detallan las artimañas más comunes de las que se valen los mafiosos: los concesionarios presentan listas de árboles a extraer que no existen y las autoridades —por corruptas, desconocedoras del tema técnico o incapaces de corroborar la información directamente en campo por falta de recursos— “autorizan la extracción de volúmenes de madera que no están en la concesión”. El informe advierte también que “los permisos correspondientes son vendidos en el mercado negro y utilizados para lavar madera extraída ilegalmente de cualquier otra parte del país, como áreas protegidas o territorios indígenas”.
El 80% de la madera que exporta Perú —señala el Banco Mundial— tiene origen ilegal, y puede ir en forma de sillas para el comedor, armarios, bibliotecas, colgadores de ropa, tablas para el piso, mesas de noche o marcos para las puertas. Todas podrían estar en su casa.
Por eso, Diana Ríos cree que debe haber corresponsabilidad para combatir el tema. “Si no conozco el origen de la madera, pues me informo antes de comprar, ¿no? Hay que pedir los documentos e investigar de dónde la sacan. Hay que cuestionar para que podamos contribuir”, dice la líder y madre de cuatro niños.
Diana denuncia que los madereros ilegales siguen merodeando e invadiendo sus tierras. No le tiene miedo a la muerte. “A mí lo que me gusta es defender a mis pueblos, que sean respetados y vivan en armonía”, resalta. “Que se reconozca nuestra identidad y se eleven nuestras voces”.
Aunque se ha demostrado que los bosques ubicados en territorios colectivos están mejor conservados que otros, irónicamente las comunidades nativas se demoran hasta 30 años en conseguir su titulación, mientras que las empresas que solicitan concesiones tardan entre 30 días y cinco años, máximo.
Defender la naturaleza es una labor de alto riesgo en América Latina, la región más peligrosa del mundo para activistas ambientales, según Global Witness. En su último informe, Colombia, Brasil, México, Honduras, Guatemala, Venezuela y Nicaragua aparecen entre los diez países más mortíferos para ser un defensor del ambiente y el territorio. En 2019, 212 personas perdieron la vida por esta labor.
Defender la naturaleza es una labor de alto riesgo en América Latina, la región más peligrosa del mundo para activistas ambientales, según Global Witness.
De acuerdo con la investigación Tierra de resistentes, en los últimos once años se han registrado más de 2.360 episodios violentos contra líderes ambientales y sus comunidades —desde asesinatos y desaparición forzada hasta acoso judicial y desplazamiento— en diez países de la región. Las minorías étnicas son especialmente vulnerables. Los indígenas y afrodescendientes han pagado un precio muy alto por defender ecosistemas estratégicos: fueron blanco del 48 % de los ataques. La agroindustria es su principal amenaza.
Diana es consciente de que en cualquier día y a cualquier hora, ella o algún familiar suyo podrían convertirse en meros números de una lista que año a año crece, pero “seguiremos”, dice. El conflicto armado interno, que tuvo lugar entre 1980 y 2000, también hizo de las suyas con este pueblo cuando el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso abrió otro capítulo de sangre. Según el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, de 55.000 asháninkas, cerca de 10.000 fueron desplazados forzosamente en los valles del Ene, Tambo y Perené, 6.000 personas fallecieron y 5.000 estuvieron cautivas por Sendero Luminoso. Desaparecieron entre 30 y 40 comunidades asháninkas.
Lo suyo es resistir. Resistir a los de antes, a los de ahora y a los que vendrán. Pero lo suyo también es batallar. “Al final todos tenemos derechos, todos somos peruanos y todos somos un mismo pueblo”, recuerda Diana Ríos. Mujer. Hija, hermana y madre. Indígena amazónica. Asháninka del Perú. Lideresa y vicepresidenta de Saweto.
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*Tatiana es reportera freelance. Está interesada en temas relacionados con medioambiente, ciencia, derechos humanos y género. En Twitter la encuentras como @TatiPardo2.