Ayer se cumplieron 28 días, un ciclo lunar, de la declaración del estado de alarma y el martes hubo superluna rosa. Por la noche abrí la aplicación de la regla para ver cuándo me tocaba y me di cuenta de que mis picos de fertilidad coinciden siempre con lunas raras. El de enero coincidió con el eclipse de sangre.
Ayer se cumplieron 28 días, un ciclo lunar, de la declaración del estado de alarma y el miércoles El Mundo publicó una foto del Palacio de Hielo, que hace semanas que se ha convertido en morgue. Cuando era niña y a mi abuela materna le daban la quimio en la Jiménez Díaz, a veces mi padre me llevaba a patinar allí hasta que terminaba la sesión y entonces volvíamos a por ella y a por mi madre. En las vallas publicitarias aún siguen los carteles que dicen “CELEBRACIONES- CUMPLEAÑOS-ESCUELA DE PATINAJE-SPORTHIELO.COM”, lo sé por la foto de El Mundo, pero en la pista ya no hay críos ni parejas poniendo a prueba su técnica y su sentido del ridículo. Desde hace semanas solo hay montón de féretros clasificados por orden alfabético y eso también lo sé por la foto de El Mundo.
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“Decenas de cuerpos a los que nadie vela esperan a ocho grados bajo cero para ser conducidos al lugar que la jerga funeraria designa como el destino final. Están ordenados en filas clasificadas alfabéticamente. El procesado fabril de la muerte tiene algo de escalofriante, aun cuando sabes que ese orden tétrico está salvando vidas”, dice la pieza que acompaña a la foto. No puedo leer más que este párrafo porque para leer más que este párrafo tienes que pagar la versión premium, pero tampoco hubiera podido leer más si la pagara porque me puse a llorar.
Esta semana un amigo decía por un grupo de WhatsApp que todo el mundo se acordaba en estos días de los reponedores y de las limpiadoras, de los carteros y de los repartidores, de los médicos y de las enfermeras, de los camioneros y de los basureros, pero nadie aplaudía a las ocho pensando en los enterradores. “Nadie piensa en los enterradores porque nadie quiere pensar en la muerte”, decía, y tenía razón. Otro amigo mucho más joven, con el que se lleva casi veinte años, respondía que tampoco podemos pasarnos la vida pensando en la muerte, que tampoco podemos pasarnos estos días pensando en la muerte porque si no apaga y vámonos, y probablemente también tenía razón, pero también veinte años menos.
Cierro la pestaña de El Mundo y pienso que cómo escribo yo ahora esto, en por qué y para qué escribo yo ahora esto. En si tiene sentido escribir sobre otra cosa que no sea esa hilera de cajas todas iguales, todas con el mismo destino, en si tiene sentido lamentarse durante estos días por algo que no sean los familiares de los que van en esas cajas colocadas por orden alfabético de cuyo descenso a tierra solo serán testigos tres personas colocadas a más de un metro de distancia, que es lo que estipula la ley que deben ser los entierros ahora: reuniones de no más de tres personas guardando la distancia de seguridad.
Pienso en el entierro de mi abuela, en que aquella mañana llovía mucho y en que como no creía en Dios y no le podíamos dar misa tuvimos que inventarnos un ritual así que mi hermano leyó unas palabras mientras alguien le sujetaba el paraguas al pie del chalé, que es como llama mi abuelo al sitio familiar en el cementerio. Pienso en la posibilidad de haber tenido que elegir solo a tres personas de entre su marido, sus seis hijos, sus dieciocho nietos y sus cinco bisnietos y pienso en que habríamos llorado más. Más todavía. Dejar también el duelo y sus rituales en barbecho, ese es uno -otro- de los sacrificios que nos piden los que no lo vieron venir porque China está demasiado lejos, los que volvieron a poner la economía y sus intereses políticos en lugar de la vida en el centro. Y nos lo piden desde hace 28 días, un ciclo lunar.
De aquella mañana, de la mañana del entierro de mi abuela recuerdo a mi primo Diego, que tiene once años, echando un puñado de arena cuando bajaron la caja pero no la cara de los enterradores. Ni siquiera recuerdo que hubiera enterradores, aunque evidentemente los hubo. Nadie piensa en ellos, nadie repara en ellos porque nadie quiere reparar en la muerte. Ahora menos que nunca.
Y así llevamos casi un mes, pensando en que podríamos ponernos a hacer pan y dejando desabastecidos los supermercados en esta ocasión de levadura, haciendo nuestros directos de Instagram, nuestros cibervermús con los colegas los sábados y nuestros intercambios de nudes cuando el viernes por la noche nos sentimos guapos porque para eso están los viernes por la noche, para sentirse guapo, esté uno encerrado en casa o no.
Así llevamos casi un mes, conjeturando sobre qué será lo primero que hagamos cuando todo esto acabe, hablando de lo mucho que está sufriendo nuestro sector, jodidos porque ya todos tenemos un amigo o un padre que ha sido despedido, un compañero de trabajo o un vecino que ha perdido a algún familiar, y estamos jodidos con toda la razón del mundo porque están pasando muchas cosas además de entierros a los que pueden asistir un máximo de tres personas a un mínimo de un metro de distancia. Y ya me he vuelto a olvidar del enterrador, de los enterradores. Serán cinco los asistentes, contando con que haya dos de ellos más los tres familiares.
Hace casi un mes que no toco a nadie, eso es lo que me ha dado por pensar a mí esta semana. Un par de veces me acerqué por detrás a Carlos, uno de mis compañeros de piso, y apoyé la cabeza sobre su espalda, mientras trabajaba o mientras cenaba. Pero me regañaba y me decía que me apartara, un poco en broma pero un poco en serio, así que dejé de hacerlo. Distanciamiento social, ese es otro de los sacrificios que nos piden.
El otro día tuve que explicárselo por la ventana a Nico y a Samuel, que estaban en la corrala jugando a las peonzas y me dijeron que me bajara con ellos. Les tuve que responder que no podía adaptando lo del distanciamiento social a sus cinco y seis años, a lo que me replicaron, cargados de razón, que solo me separaban unas escaleras de la corrala y que no pasaba nada, que si no veía que ellos estaban juntos. “Pero es que Laura, mi amiga, la que vive conmigo, va al supermercado todos los días porque trabaja allí y vosotros lleváis ya un mes sin salir”, les dije. Y también les dije que el domingo íbamos a hacer un concurso de adivinanzas y lo hicimos.
A un mes ya de la declaración del estado de alarma, mi corrala opera ya con una lógica propia que aprovecha un vacío legal aun sin ser consciente de él: el del espacio comunitario, ese que ni es público ni es privado. Mi corrala es, desde que empezó la cuarentena, una especie de limbo vecinal en el que a las ocho se sale a aplaudir y se queda uno de tertulia en bata aunque sea guardando las distancias y en el que los sábados si hace sol la vecindad se saca unas sillas para echarse unas cervezas y unas patatas con anchoas, cada uno en la puerta de su casa y Samuel y Nico en las de todos, jugando a la pelota o a los duelos de caballeros empuñando espadas de cartón, cada día lo que proceda. Y es que joder, ¿no es la costumbre una de las fuentes del derecho?
Pensaba en esto, en la costumbre como fuente del derecho y en los espacios comuntarios, a caballo entre lo privado y lo público, en el Zoom de la familia que hacemos los domingos, en el que mi abuelo nos va saludando uno por uno y le reprendemos, también casi uno por uno, por haber ido al banco esa semana, a lo que nos responde que es que no tenía perras y tenía que ir a sacar y le decimos casi a coro que para qué hostias necesita perras si no las puede gastar.
El caso es que lo pensaba porque igual que en mi corrala, en mi pueblo han descubierto una brecha en el sistema: además de a la compra y a asistir a enfermos y dependientes y a citas medicas, también se puede salir a barrer y a fregar la calle. Nos lo contaba una de mis tías, la Juli, y nos decía que ya que estaba aprovechaba también algunas mañanas para echar una cascaílla con la vecina mientras le daba con lejía al pollete y a la acera.
Seguramente a muchos os parece absurdo lo de barrer y fregar la calle, yo misma jamás me bajaría ni a barrer ni fregar la mía porque encima huele siempre a meado. Siempre que no hay estado de alarma sino botellones en la Plaza el Dos de Mayo. Pero en La Mancha se barren y se friegan las calles. Cada cual hace en su trozo, la parte de vía pública que le corresponde a su casa, pasen los de la limpieza o no, eso da igual. La calle se barre y se friega, esa es la costumbre. Y eso es la comunidad.
El domingo mi tío Pablo, que se pone al Zoom de los domingos pero nunca habla, me mandó una foto por WhatsApp de una planta de Iris que ya le ha echado flores. Me dijo que no sabía si iba a llegar a verlas o no porque solo echa flores hasta mayo, pero que se acordarían de mí igualmente, y yo eché unas lagrimillas. Esta mañana volví a verla, porque abro la foto de vez en cuando para acordarme también yo de ellos, y pensé en el Palacio de Hielo de nuevo y en si las floristerías serán o no uno de los negocios que pueden seguir abiertos durante el estado de alarma. Durante estos días en los que nos piden que dejemos en pausa, en barbecho, no solo la vida y sus ceremonias sino también la muerte y sus rituales.
Sigue a Ana Iris Simón en @anairissimon.
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