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Así es crecer en

Así es crecer en... Salamanca

Hacerse persona en Salamanca fue como vivir en una especie de siglo XIX lleno de guiris y universitarios borrachos.

De las muchas historias que me contó mi abuela, que vivió en Salamanca casi toda su vida, la que más me gustaba era en la que recordaba cómo veía pasar a Miguel de Unamuno ("con los brazos siempre detrás de la espalda y mirando al frente") por delante de la tienda de su padre, en la Calle de la Rúa. Era como viajar en el tiempo a la década de los treinta del siglo pasado e imaginarse como el entonces Rector (todavía Franco no lo había destituido) acudía paciente hasta su aula. Siempre imaginé que los alumnos estarían con el culo pegado al escaño cada vez que Don Miguel abriera la puerta. Pero qué lujo, el de los alumnos y el de mi abuela.

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Ahora, si consigues situarte en el lugar físico del recuerdo te das de bruces con una jamonería especializada en vender viandas a los turistas y una tienda de recuerdos con sudaderas con el escudo de la Universidad a 10 euros y ranitas de todos los tipos y tamaños, que son el mejor souvenir de la ciudad. Porque, y luego hablaremos de ello, la ranita es lo que todo el mundo se lleva de Salamanca. Eso, y unos cuantos kilos de más por la cantidad ingente de grasa que se ha consumido durante el fin de semana entre pinchos y tapas.

Pero viajemos un par de décadas atrás en el tiempo. Salamanca ha sido siempre una ciudad de fin de semana. "Es preciosa, da para pasar un par de noches". Con ese estigma turístico lleva viviendo toda su vida. Y es verdad, como es pequeña, pues en un finde te la recorres. Y eso le ha llevado en la actualidad a convertirse en un parque temático de despedidas de soltero. Es perfecta, son dos pedos asegurados, la Plaza Mayor es un escaparate ideal para lucir el disfraz de conejita o el siempre 'ad hoc' de torero con cuernos en la cabeza. Cuando llega la primera, hay verdaderos atascos de cuadrillas 'en despedida'. Lo que fomenta el intercambio de vivencias (por ahí empiezan) entre los grupos, lo que siempre es sano.

Pero las despedidas, las tiendas de embutidos y las boutiques de souvenirs son relativamente recientes. Antes, en Salamanca lo natural era encontrarte con hordas de tunos. Sobre todo en verano: su época de bonanza. Una actuación callejera, recoger las monedas, guiñar el ojo a una guiri y a fundirse el botín en el bar de moda más cercano. Esperando a que la guiri de turno estuviera por allí. Casi siempre estaba. Los tunos triunfaban bastante o al menos eso decían ellos.

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El otro colectivo callejero más apreciado era el de los universitarios novatos. Ahora todos nos llevamos las manos a la cabeza por el tema de las novatadas, pero en Salamanca eran tan tradicionales como que los jubilados dieran vueltas a la Plaza Mayor en el sentido de las agujas del reloj. Cosa que, por cierto, en tiempos de mi abuela lo hacían los jóvenes cuando querían ligar. Así conoció a mi abuelo.

Los estudiantes novatos recorrían durante una noche plazas, calles y bares de la ciudad, habitualmente en albornoz o pijama, y, en ocasiones, en ropa interior o casi sin ella. El tema básicamente consistía en una gymkana etílica que acababa en épicas cogorzas y con el incauto de turno sumergido en una fuente. Una jarana muy cultural, porque se desarrollaba en el casco histórico a la vista de curiosos, turistas y ciudadanos en general, que ya lo veían como algo cotidiano. Eran otros tiempos.

Y si de colectivos ambulantes hablamos, el que se ha extinguido casi totalmente es el de los yonquis 'pidepelas'. Concretamente, los que pedían 100 pesetas. Especialmente aterradora era la presencia del bajito (a veces llevaba una barra y otras veces te enseñaba la jeringa) que un tiempo fue acompañado de uno alto. El primero era el poli malo (acojonaba) y el segundo el poli bueno (acojonaba, pero menos). Siempre te quitaban, por lo menos, 'veinte duros', algo menos de 1 euro. Pero si no los llevabas preparados y rebuscabas en el bolsillo, al final te desplumaban y tenías encima que dar las gracias porque no te hubieran pinchado con la aguja. Años más tarde, vi al yonqui pequeño con un grupo de jóvenes en un botellón callejero. Ya no imponía respeto, y acabaron manteándolo. Justicia poética, eso es así. La siguiente generación acabó con el coco -Satanás en persona con chupa vaquera, pitillos y botas de básquet blancas- de la mía. Desde aquí, muchas gracias.

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El cuarto y último grupo callejero destacable era el de los guiris. Salamanca es una ciudad universitaria, y sus cursos de verano (de español para extranjeros) siempre han gozado de una gran fama. Fuera, por el prestigio de la Universidad. Y dentro, porque los nativos de la ciudad se frotaban las manos cuando cada quincena se renovaban los extranjeros y extranjeras y había carne fresca (y colorada por el sol) para degustar un bocado internacional. El salmantino joven siempre creía que era fácil 'pillar' con una guiri. No puedo aportar pruebas personales al respecto, pero lo que sí creo es que sacaban un uno en el dado y luego avanzaban seis casillas. Vamos, que tampoco era para tanto, pero como el/la guiri de turno hablaba poco español, tampoco podían corroborar las conquistas.

Guiris, botellones y cambios de matrícula

Los guiris, además, establecieron una curiosa costumbre. Si después de Semana Santa, los salmantinos salen al campo a comer hornazo, para festejar el fin del periodo de abstinencia de la Cuaresma, ellos decidieron que la Plaza Mayor, los adoquines, el suelo, era el mejor comedor que podían encontrar. Da igual que no hubiera una sola sombra donde refugiarse, ellos iban al Burger King, única cadena de comida internacional que había por entonces en la ciudad, pillaban sus combos y montaban un chiringuito entre los medallones de los Reyes y el de Franco, que cada cierto tiempo recibía (y recibe) un cubo de pintura roja con nocturnidad y en toda la cara.

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Estudiar en Salamanca molaba mucho. Era la mejor ciudad, junto con Granada, según decían los especialistas (entonces no había Google), para emanciparse, es decir, para dejar el nido familiar y convertirte en adulto del tirón. Así, sin comas, sin puntos suspensivos. Era perfecta, te podías matricular en una carrera el primer año, no aprobar ninguna o pocas, y el siguiente cambiar de vocación. Esos 8 meses eran como un máster acelerado en vida nocturna y botellones baratos en casa ajena. Era un bien necesario. Esta opción del puente a puente y tiro porque me lleva la corriente funcionaba entre los estudiantes foráneos y, en ocasiones, daba muy buen resultado, incluso ha salido gente que ha triunfado (y triunfará siempre) en la vida, tras estos cambios vitales.

Porque era distinto estudiar en Salamanca siendo de allí (como es mi caso) o ir a compartir un piso con cuatro descerebrados/as con las hormonas alteradas, igual que las tenías tú, y empezar los fines de semana los miércoles. El punto de común unión entre los de fuera y los de dentro eran los botellones caseros. Esas fiestas en salones destartalados, con mobiliario de quinta generación, con un póster de Rage Against the Machine o de una paloma de la Paz, según fuera el caso, con vasos de Duralex, hielos de gasolinera y botellas compradas en el único 24 horas que había en la ciudad.

Los que no teníamos casa, cuando no había ningún compañero que nos invitara, teníamos que optar por la opción 'outdoor' en escenarios tan majestuosos como la Plaza de San Juan, el parque de Físicas o la parte de atrás del cine Bretón. Por lo demás, mismos elementos, salvo los pósters y la decoración. A lo que hay que sumar un frío del copón, la amenaza de la Policía (no multaban, pero quitaban las botellas y te apuntaban el DNI) y, sobre todo, la presencia siempre molesta de los antes citados 'pidepelas'. También había 'quinquis' -identificados por clanes familiares con motes que daban escalofríos- que pululaban ofreciendo su mercancía y que tampoco eran la compañía más deseable para el bebedor callejero. Tenían la mano un poco suelta, en el peor sentido de la palabra. Tras la ingesta de alcohol, tres opciones: la zona fiestera del Potemkin; la zona pija de Morgana, donde acudían los que querían ligar; o el Clavel 8, para los que escuchaban música del siglo XXI y a los que el primer disco de The Chemical Brothers había empujado a la fiebre electrónica.

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¿Dónde está la ranita?

Es hora de hablar de este icono de la ciudad: la rana sobre una calavera en la fachada plateresca (y preciosa) de la Universidad. No falla, visita que venía a la ciudad, preguntaba por la rana. Y, claro, visita a la rana, a esquivar a los vendedores de postales y a mirar 'como las vacas al tren' en busca del batracio. El resto de la fachada daba igual, un caso de injusticia artística que además debe haber ocasionado bastantes dolores de cervicales. Con el tiempo llegó el astronauta de la Catedral y restó algo de protagonismo a la atracción de ese 'Eurodisney' del arte gótico y románico que es el centro de la ciudad.

Porque Salamanca era una ciudad de costumbres. Entonces casi toda la gente vivía en la ciudad, y los mayores cuando se cruzaban por la calle se saludaban. Ahora casi todo el mundo tiene un adosado en las urbanizaciones de la periferia, y hay atascos en los puentes del Tormes, algo inaudito hace solo 10 años. Y todo el mundo se conocía. En Salamanca, salvo los jóvenes, el resto de la población tenía los horarios muy fijos. A diario, las paradas para la caña antes de comer y de cenar. Los sábados el aperitivo, que los domingos era justamente después de la misa de las 12. Y, luego por la tarde, a pasear por Toro y Zamora (las calles, obviamente), epicentros del comercio y lugares ideales para el lucimiento de abrigos de visón y prendas de caza perfectamente engrasadas. De milagro no se vio un día alguna escopeta.

El tema de la gastronomía y los pinchos daría para un ensayo. Un tratado extenso. Un tratado de profundidad 'unamuniana', por su complejidad y su forma de marcar la idiosincrasia del charro (que así se conocen los habitantes entre ellos). Siempre me acuerdo de un amigo que fue a una boda allí. Como buenos anfitriones, intentamos enseñarle a lo largo de un fin de semana (recordemos, medida estándar de permanencia) todos y cada uno de los rincones y templos del buen beber y mejor comer. Ya, en el tren de vuelta a Madrid, no en el Auto-Res, nos miró a los ojos y dijo: "Creo que en dos días me he comido un cerdo a cachitos". Su reflexión sintetiza a la perfección lo que era Salamanca y sus pinchos hace unos años. Ahora ya se han refinado, fijándose en la vecina Valladolid o en Donosti. Pero el resultado es flojo, un quiero y no puedo.

En todos estos recuerdos hay cosas que se echan mucho de menos y que han desaparecido o que ya al hacerlas no van a ser igual. Como las tardes de café en Las Caballerizas o los futbolines en el Alhambra, quedar debajo del reloj o en la trasera de Simago. Pillar garrafas de cinco litros de kalimotxo en el Tinos o ir a los conciertos en los bajos del María. No sé si algún día yo contaré todas estas batallitas a mis nietos (si los tengo), igual que mi abuela me transmitió sus románticos recuerdos de la Salamanca de la posguerra. Lo que sí haré seguro es transmitirles sus recetas de cocina secretas.