Antes de la pandemia, solía ir de fiesta prácticamente cada fin de semana. Pero no solo para beber un par de cervezas, ver a mis amigos y reírnos juntos. Principalmente, me gustaba salir a bailar. En mi opinión, es la parte más importante cuando vas de fiesta. En la pista de baile puedes estar rodeada de cientos de extraños y aun así expresarte sin vergüenza o miedo. Hay una regla no escrita: puedes volverte loca en la pista de baile sin que a nadie le importe. No tienes que centrarte en nada, contar chistes o mantener conversaciones significativas, solo bailar como el cuerpo te pida.
Por desgracia, ir de fiesta a bailar es prácticamente un pecado hoy en día. Vivimos en un mundo quieto en el que la gente baila menos. No se puede en las bodas ni tampoco en los bares (si están abiertos) y en muchos países solo se puede hacer en casa. Irónicamente, son tiempos en los que nos vendría muy bien hacerlo. “Al bailar se forma una conexión con los centros emocionales del cerebro”, dijo en el Telegraph Peter Lovatt, psicólogo especializado en el baile. “Mucha gente considera el baile como una válvula de escape emocional. Bailar a menudo libera pura felicidad, pero también tristeza. Es catártico. Es sacar lo que está embotellado”.
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Pedro Gutiérrez, terapeuta del movimiento, coincide: “Por esa razón, la gente va a las discotecas los fines de semana”. Enseña terapia del movimiento en Barcelona. “Pensemos en los niños, por ejemplo. Les damos la habilidad de jugar, cantar y bailar. Al tiempo que crecemos, esa espontaneidad va desapareciendo y nos volvemos más rígidos. La gente busca esa diversión de nuevo cuando baila. Libera al cuerpo, más allá de la firme camisa de fuerza de las normas y las estructuras”.
¿Qué problemas están viendo en sus clases desde que empezó la pandemia? “La ansiedad es uno de los problemas más recurrentes en estos tiempos”, dijo Gutiérrez. “No tenemos nada claro. Nadie sabe lo que va a pasar. En la terapia del baile, aprendemos a respirar tranquilamente de nuevo, conectamos con otros y nos sumimos en el cuerpo. La música crea un espacio sagrado en el que permitimos al cuerpo moverse, jugar y dejar ir”.
El baile también crea conexiones neuronales en el cerebro, que nos ayudan a reducir el riesgo de padecer enfermedades. Un estudio del Albert Einstein College of Medicine de Nueva York comparaba la influencia que tienen en la demencia varias actividades físicas como caminar, nadar, hacer ciclismo y bailar. Descubrieron que el baile era la más benéfica de todas y reducía el riesgo de demencia en un 76%.
Pero aún hay más. “Está científicamente probado que bailar nos ayuda con las relaciones sociales”, dijo Lovatt. “La sincronía que se da cuando la gente baila al mismo ritmo es una forma poderosa de conectar. Además, el contacto físico produce endorfinas y reduce el cortisol, la hormona del estrés, volviéndonos más felices”.
¿Te acuerdas del contacto físico? “En circunstancias normales, la gente tiene contacto físico durante las sesiones”, dijo Gutiérrez, que todavía ofrece algunas clases de terapia del baile, “pero como ahora todo el mundo lleva mascarilla, hacemos contacto visual en su lugar. Bailan los unos con los otros desde la distancia. Pero puesto que coordinan los movimientos, pasan igualmente la energía”.
En los lugares donde se permite, algunos clubes nocturnos siguen fieles a su misión de hacer que la gente baile. En Gante, Bélgica, el Kompass Klub estuvo organizando unos “raves burbujas” en los que burbujas de hasta cuatro personas podían reservar una mesa, aunque por desgracia tenían que quedarse sentados.
“En occidente, nos hemos apegado a las sillas de una forma extraña”, dijo Shelbatra Jashari, conocida como Shelly, bailarina y profesora radicada en Bruselas. “Desde el comienzo de la crisis de covid-19, nos hemos visto obligados a sentarnos aún más”. En su curso de baile con silla, intenta reinventar la relación que tenemos con este objeto. Todos los martes por la noche, transforma una sala del club C12 de Bruselas en un estudio de baile. “Las sillas son como tu pareja de baile y, aunque ayudan a mantener la distancia con el resto de participantes, se comparte la misma energía”.
Decidí ir al C12 para probar las experiencias de las que hablaban Lovatt, Gutiérrez y Jashari de primera mano. Cuando llegué, había doce sillas esparcidas en una habitación con luces rojas. Una participante, Zoë-Louise, me dice que la mayoría de la gente que acude a la clase solía ir a los clubes antes de la pandemia. “Nos apasiona este espacio y gracias a esta clase podemos seguir bailando aquí”, dijo.
Elegimos silla uno a uno. Jashari nos muestra los movimientos, lentos y sensuales, al sonido de “Wildest Moments”, de Jessie Ware. Balanceamos las piernas de un lado al otro como si fuesen patadas giratorias, mirando a la instructora mientras la sangre nos sube a la cabeza. Las sillas son rígidas, pero nosotros tenemos que movernos alrededor de ellas con elegancia.
La clase avanza y nuestra confianza crece. Nos reímos, de verdad, y siento una extraña conexión con todo el mundo, incluida la silla. Hay una sensación extraña y desconocida que me sube desde el estómago hasta el pecho y de ahí al cerebro. Siento un cosquilleo en la columna. Ah, sí. Ahora lo recuerdo: es la sensación de las endorfinas recorriendo el cuerpo.