Bienvenidos de nuevo a la columna Sazón de Barrio, donde perfilamos a cocineros de calle, cocineros de casa y cocineras tradicionales, mientras comemos los manjares que preparan, para descubrir por qué la sazón es lo más importante de ser cocinero.
De niño, en mi casa se comía hasta el cansancio el amarillo, el coloradito, los chapulines, las tlayudas, los nenguanitos, el pinole, el chocolate de agua, el pan de yema y demás platillos de la gastronomía oaxaqueña. Para mis hermanos y para mí era parte de nuestra alimentación diaria y por mucho tiempo pensamos que todos en la Ciudad de México comían igual que nosotros. Mi abuelita, quien había dejado Oaxaca en los años 50 para trabajar en la capital mexicana, era una gran cocinera. Permitía que uno le ayudara pero ella llevaba la batuta en la cocina. Así fue hasta que la vejez hizo de las suyas y la descalcificación la dejó con un brazo casi inmóvil. A mí me tocaba acompañarla al mercado de la colonia Portales y a la calle de Santísima, en la Merced, a comprar las materias primas oaxaqueñas para hacer sus guisos. Sólo en esos lugares compraba. Decía que eran los únicos donde le vendían verdaderos productos de su tierra. Y de todo lo que preparaba lo que más me gustaba eran las tlayudas.
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Tomasita compraba dos docenas de esas tortillas de maíz, tan grandes como el diámetro del volante de un auto, que tienen cierto grado de dureza sin llegar a ser tostadas. Unas las apartaba para hacer chilaquiles y las otras para prepararlas a su estilo. En su mandado no podía faltar asiento —los restos de la manteca de cerdo luego de preparar chicharrón o la carne frita del animal— y queso fresco de ese que se desmorona apenas uno lo presiona de más con los dedos. Ya en casa molía sus frijoles previamente hervidos con hoja de aguacate en una olla de barro y preparaba salsa roja picosa.
Luego ponía la tlayuda en un comal, esperaba a que se calentara, cubría la superficie con una buena capa de asiento, untaba los frijoles, tomaba un trozo de queso y lo desmoronaba en la tortilla, le agregaba la salsa y la servía. A veces les añadía tasajo. Eran una delicia. Había que comerse dos, si no se enojaba. Para ella no había mayor ofensa que no repetir plato.
Mi abuelita murió hace unos 12 años y jamás he vuelto a comer unas tlayudas como las que ella hacía, ni siquiera en Oaxaca. La primera vez que comí una allá parecía que escaseaba el asiento porque la señora que las hacía apenas le propinaba una mísera embarrada, lo mismo pasaba con los frijoles; en vez de queso fresco le puso quesillo —que erróneamente muchos conocen como queso Oaxaca— y para rematar un poco de col. Hasta la fecha no entiendo por qué le ponen esta planta, ni tampoco por qué muchos las doblan como si fueran quesadillas.
Pero hace un par de años que me mudé al Centro Histórico de la Ciudad de México, redescubrí la calle de Santísima, en La Merced, y su ambiente oaxaqueño. Ahí encontré a Gildardo Soto, Gil para los cuates, un cocinero experto en tlayudas que, si bien no tiene el sazón de la abuela, si se le acerca mucho.
En un pequeño espació de “Aquí es Oaxaca”, uno de los locales en esa pequeña calle que es una especie de diminuto barrio oaxaqueño, detrás del bote de la nieve quemada, la tinaja con tejate —esa bebida blanquisca hecha con maíz, cacao y hueso de mamey—, la cacerola de barro con chapulines, la pequeña vitrina con los bizcochitos de manteca y piloncillo llamados nenguanitos, las rebanadas de pan dulce conocido como mamón, las cocadas y demás dulces de su tierra, Gil es el amo de la plancha y el antojo de los que buscan tlayudas.
“No cuesta trabajo preparar una”, me dice Gil sin dejar de cocinar. “Más difícil es darle el sazón que se merece la tlayuda. Porque no en todos lados está igual. La tlayuda no debe llevar rábano, bueno, ninguna verdura. Unas están así, correosas, tullidas, chuecas y te las tienes que comer”. El hombre dirige sus manos hacia abajo, junta los dorsos y las separa para simular un hueco, al mismo tiempo remuele con un gesto de desagrado un pedazo de la tortilla imaginaria. “La Tlayuda buena tiene que ser auténtica, de puro maíz. La que se dobla estando seca no es de maíz, maíz; lleva maseca (la harina empaquetada que venden en los supermercads), por eso se hace dura y “cucharuda”. Y esta no”. El cocinero toma una pieza de una torre de tlayudas que tiene en un anaquel donde están listos sus insumos. “Mira, está doradita, no dura. Hasta para eso, para ir a Oaxaca hay que conocer el maíz. A veces hasta te venden unas tlayudas blandas. Esas no sirven ni para que lleguen aquí. En el camino se te hecha a perder. La tortilla buena tiene que venir bien, pero bien cocida”.
Pocas veces el hombre se aparta de la plancha; aunque quisiera no puede. La gente llega a buscarlo: los que entran a la tienda a comprar algún producto oaxaqueño, las señoras que regresan del mercado de La Merced con el mandado, los empleados de la lotería clandestina del barrio que pasan a ofrecerle un boleto, los turistas, los antojados y los que se acercan a ver que hacen ahí donde está la bola de gente. Hasta la virgen de Juquila que tienen en el fondo del local parece que mira con antojo las tlayudas del Gil.
“Yo me voy a surtir temprano al mercado, mis verduras, vasos, lo que falte. A las ocho me voy. Yo aquí llego a las diez, diez y cuarto. Para esa hora ya está mi plancha prendida, mis tortillas y todo preparado. Y a la hora que llego, gracias a Dios, empieza la gente que a pedirme una, que dos, que tres. Después ya no me dejan”.
Gil llegó a la Ciudad de México, cuando esto todavía era el Distrito Federal, a principio de los años 90. Trabajó primero como ayudante de mecánico, después comenzó a preparar café en la calle pero no le convino, le perdía. Vendió también peluches y regalos, pero la señora que lo contrató no le pagaba y cuando lo hacía le daba 50 o 100 pesos. Después vendió cosméticos en la calle. Ahí le fue mejor y permaneció en el negocio varios años. Sin embargo, en el año 2000, su hijo tenía dos mese de nacido y se enfermó de gravedad. Gil tuvo que sacar sus ahorros y vender toda su mercancía. Se acabó el dinero y su familia le sugirió ir al local de productos oaxaqueños a trabajar con ellos. Pero el hombre se resistió. Orgulloso como buen oaxaco prefirió vender en la esquina de la calle de Santísima. Sólo que tenía que torear a la policía para que no se lo llevaran a él o a su mercancía y utilizaba el local como escondite. Hasta que lo convencieron hace nueve años y se quedó a trabajar en el negocio familiar.
“Aquí estaba la otra tía, Areli Soto López. Ella tenía un comal. Hicimos la prueba para vender las Tlayudas diario. En el comal, obviamente, no llamaba mucho la atención. Se mandó a hacer esta planchita y vi como las preparaba ella y dije: yo también las se hacer. Hicimos la prueba y me quedé ya aquí”.
“¿Qué vende?”, pregunta una señora que es atraída por el olor del tasajo que se está asando antes de ir a parar a la tlayuda que le pidió otro cliente. “Tlayudas preparadas”, grita el cocinero que en su rostro moreno no dibuja arrugas y es difícil detectarle e primera vista sus 46 años de edad. “¿Qué le pone?”, dice la señora mientras trata de ver de dónde saca los insumos el oaxaqueño. “Cecina de res, cecina enchilada o chorizo. Una carne 50; combinada, con dos 60”.
Gil coloca la tortilla grande en la plancha espera un momento para que se caliente. Mientras, extiende a un lado un bistec de cecina de res —tasajo se le llama en Oaxaca— para que se vaya asando.
“Yo aprendí a tasajear y a deshuesar al animal también”, me cuenta Gil. En su tierra trabajó en la Central de Abastos, primero como repartidor de refresco y luego fue chofer de un camión. Su patrona un día le dijo que lo necesitaba en la granja de la cual era propietaria. Un día la señora iba a dar una fiesta así que le mandaron llamar a un sujeto que sacrificó algunos conejos, chivos y una res. Gil observó la variedad de cuchillos que utilizaba para hacer su trabajo. Se acercó y comenzó a ayudarle.
En la plancha de las tlayudas el sonido chispiante de la grasa del tasajo apaga por un momento la música banda que Gil escucha en un pequeño radio. El cocinero pone el asiento a la tortilla y lo distribuye en toda la superficie de maíz con una escobita de fibras naturales. Luego agrega una porción generosa de frijol molido. “A mí no me gusta que el frijol esté muy aguado. Hay quienes si lo echan así. A mí me gusta espesito”, dice el cocinero mientras la señora que pidió el platillo estira el cuello lo más que puede para mirar la preparación, pero no logra rebasar la vitrina de postres y el contenedor de los chapulines.
Luego, Gil toma con las manos un trozo del queso fresco, que está en el anaquel a su lado derecho, y lo esparce en la tlayuda. “Hay muchos que le echan el queso demasiado salado. Yo este queso lo pido sin sal, porque el asiento de la manteca ya trae sal”. Agrega la col. Lechuga no porque con el calor suelta el agua y moja la tortilla.
“Normalmente la tlayuda no debe de llevar ni col, ni jitomate, ni aguacate, ni rábanos, nada, nada de eso. La col no sé porque la piden. No debe de llevar col la tlayuda original oaxaqueña. Nada más debe de llevar el asiento, el frijol, el queso fresco y las carnes”.
Ahora mete una cuchara de plástico al contenedor de la salsa roja que prepara con chiles de agua rojos. La señora pide mucha salsa, así que Gil la sirve de afuera hacia adentro. Su muñeca se mueve en círculos y la mezcla espesa forma un camino en espiral sobre el plato de maíz.
Para entonces el tasajo suelta ese olor a sal y grasa que lo caracteriza. Gil lo toma con la mano izquierda y con la derecha maniobra con unas tijeras que cortan pequeños trozos que caen en la tlayuda. Cuando le piden que prepare una tlayuda con tres carnes, el hombre pone en medio el corte res —tasajo— y al rededor los dos de cerdo —carne enchilada y chorizo—.
Ya está lista. Gil saca un plato de unicel, que más bien parece una charola, y sirve su creación culinaria.
“A mí me gusta prepararla”, me dice Gil mientras me estira la mano para que tome la tlayuda. “Me gusta hacerlo porque sí le sé. Y entonces a la gente como que sí le gustó también que yo las preparara. Hay gente que lo critica, que el hombre cocine, pero si supieran que a veces el mejor sazón está en manos de los hombres que de las mujeres. Y no es porque digas que se te va a quitar lo hombre. No. Aquí simplemente es mostrar el orgullo de ser de donde eres”.
La tortilla es firme, crocante. Tiene el sabor dulce del campo. Los frijoles son aromáticos por la hoja seca de aguacate y tienen un ligero gusto picosito ya que Gil los muele con chiles de árbol tostados en comal. La cecina es suave, con la cantidad de sal suficiente para no escaldar la lengua. Doy una mordida a toda la tlayuda preparada. El sazón de mi abuelita no se hizo presente, pero este antojo oaxaqueño está lo bastante bueno como para hacerme regresar por lo menos dos veces al mes a comer una tlayuda y bajármela con un vaso de tejate, que también prepara Gil.
“Este tejate es maíz cocido con ceniza, lavado en una pichancha (una especie de olla de barro que filtra el agua) y cacao; luego se tuesta la florecita o la rosita de cacao; se prepara el hueso de mamey, se tuesta en el sol y después en la lumbre, en el comal. Y luego van los ingredientes al metate hasta que se hace una pasta cafecita. Después se bate con el agua. Si no sale la flor del cacao, o sea la grasita de arriba, en Oaxaca dicen que no sabe batir y en otros pueblos dicen que no sirves para casarte todavía, porque son las mujeres las que lo baten”.
Unos años antes de llegar a la Ciudad de México, en 1986, cuando tenía 16 años. Gil intentó cruzar la frontera hacia Estados Unidos. Animado por uno de sus primos quiso ir por el sueño americano. Pero al llegar al Río Bravo vio la bandera gringa y la bandera mexicana. Tal vez le dio miedo, no porque el río estuviera hondo —de hecho el agua le llegaba a las pantorrillas— sino porque existía la posibilidad de no regresar a Oaxaca donde estaba todo lo que quería.
La mente de Gil está 30 años atrás. Sus ojos miran al vacío mientras relata su travesía migrante. De pronto su voz se torna solemne y un tanto nostálgica. Está ahí a la orilla del río. “Estaré bien estaré mal, pero cuando vi las dos banderas, ¿sabes lo que dije?: nunca voy a traicionar a mi país”.
Gil regresa al presente. Una voz le pide una tlayuda combinada. El hombre dibuja una sonrisa mientras mira hacia la plancha. No hay huella de arrepentimiento en su rostro por haber retrocedido.
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