Artículo publicado originalmente por VICE Reino Unido.
Había dos tablas de madera y una pila de piedras sobre el tanque que contenía la boa constrictor que miraba fijamente a Peter Freestone y a su jefe, Freddie Mercury, desde atrás de un colchón situado sobre el piso de la habitación de Michael Jackson.
Videos by VICE
La tarde había sido memorable. Jackson había llevado a sus invitados a un recorrido por los terrenos de Neverland, y les había presentado su colección de patos, gansos, ovejas y llamas. “Pronto, estábamos en la habitación, y Michael nos contaba cómo le gustaba dormir en el piso pues se sentía más cómodo estando cerca de la tierra”, recuerda Freestone. “Freddie no pudo contenerse, y respondió que, si ese era el caso, Michael debía mover su habitación al piso de abajo”.
Han pasado treinta y seis años desde entonces, pero Freestone recuerda bien ese día. Tan bien como recuerda la primera vez que puso sus ojos en el vocalista de Queen. Estaba sentado tomando el té en el restaurante Rainbow Room en Biba, una icónica tienda departamental de Londres de los años sesenta. “Por alguna razón, todas las miradas se dirigieron a un punto específico”, dice Freestone. “Miré hacia arriba y ahí estaba Freddie: cabello largo, chaqueta de piel de zorro y uñas pintadas de negro. Era imposible no mirarlo”.
Fue un encuentro breve, y Freestone realmente no quedó deslumbrado: ya se había acostumbrado a encontrarse con grandes estrellas en la Royal Opera House, donde trabajaba en ese momento, y de cualquier forma, le gustaba más la música clásica.
Seis años después, los caminos de ambos se cruzaron nuevamente. Mercury acababa de dar un concierto con el Royal Ballet y, en la fiesta que hubo después, le presentaron a Freestone. Los dos se pusieron a conversar y Mercury preguntó cuál era exactamente el trabajo de Freestone. “Le expliqué que me encargaba de disfraces”, dice Freestone, “y eso fue todo”. Una semana después, así de la nada, alguien de Queen lo llamó. “Me preguntaron si estaría disponible para encargarme del vestuario de la banda durante una gira de seis semanas”.
Después de la primera gira, Freestone salió del departamento de vestuario para convertirse en el asistente personal de Freddie y rápidamente se convirtió en uno de sus amigos más cercanos. Así fue como pasó los siguientes doce años a su lado.
“Nos entendíamos bien sin saberlo al principio”, explica Freestone. “Tuvimos una crianza similar, a ambos nos enviaron a internados en la India cuando éramos jóvenes”. Los dos estaban tan en sintonía que, según dice, Freddie ni siquiera tenía que hablar cuando quería algo; todo se volvió intuitivo. Si Freddie necesitaba un vaso de agua, un cigarrillo o un oído para quejarse de un periodista después de una conferencia de prensa, Freestone siempre estaba ahí.
Freddie era conocido por sus ocurrencias hedonistas, y en cualquier parte del mundo que la banda estuviera, Freestone era el encargado de asegurarse de que los ingredientes para la fiesta estuvieran disponibles. “Se trata de una leyenda del rock and roll, pero en las fiestas nunca hubo enanos con tazones llenos de cocaína en la cabeza”, se ríe Freestone. Aún así, no era ningún secreto que su jefe era fanático de la droga. “La policía en Kensington sabía que Freddie consumía cocaína, pero no tenían ningún problema con ello”, me dice Freestone. “Nunca lo hizo con descaro, nunca lo hizo en público, ni llamó la atención”.
Encontrar cocaína no era un desafío en Londres, pero hacerlo estando de gira tenía sus complicaciones: “En Nueva York tenías que ir a un negocio. Ibas a un lugar, había una fila. Te formabas y se abría una puerta, era la única entrada y salida. Cuando entrabas, había una mesa y un mueble de metal con cajones que se abrían. Cada uno estaba lleno de drogas. Conseguía lo que Freddie quería y pagaba”.
Freestone se apresura a dejar claro que el consumo de drogas de Freddie no era una adicción, sugiriendo que el cantante siempre tenía control. “No era todos los días. Tal vez cuatro días a la semana”, dice, “y Freddie era una de esas personas que siempre guardan un poco para el día siguiente. No se acababa todo y luego iba en busca de más”.
La relación era tanto personal como profesional, lo que significaba ver otra faceta de su jefe: el hombre plagado de vulnerabilidades e inseguridades. Freestone habla de dos Freddie Mercurys: el que todos conocemos en el escenario de los conciertos de Live Aid con el mundo en la palma de su mano, y el otro, un hombre que no podía entrar solo en una habitación llena de extraños, pues carecía de la confianza suficiente para presentarse a sí mismo.
La residencia Garden Lodge en Kensington estaba casi vacía en una tranquila mañana de mayo de 1987. Freddie se había asegurado de eso. Él y Freestone estaban parados en la cocina, solos, cuando el cantante, que entonces tenía solo 40 años, le dijo a su amigo que le habían diagnosticado SIDA. “Sentí que el corazón se me salía del pecho”, dice Freestone. “Ambos sabíamos que era una sentencia de muerte, y desde ese momento supe que cualquier cosa que hiciera por él no lo ayudaría a sobrevivir. Dijo que a partir de ese momento no volveríamos hablar de eso. Desde la perspectiva de Freddie, tenía el resto su vida por vivir”.
Al final, Freddie decidió cuándo era el momento de morir. El 10 de noviembre de 1991 dejó de tomar el medicamento que lo mantenía con vida. Al igual que a varios hombres que se acostaban con hombres en el punto más álgido de la epidemia, el SIDA había despojado a Mercury de toda su autonomía. Al elegir dejar de tomar sus píldoras, estaba retomando el control. Durante la última semana de su vida, siempre hubo alguien junto a su cama. Tres amigos suyos tomaron turnos de doce horas cada uno para asegurarse de que nunca estuviera solo.
“Él estaba tenso al inicio de la semana”, recuerda Freestone, pero eso cambió cuando, a las ocho de la noche del viernes 22 de noviembre de 1991, Freddie confirmó en un comunicado de prensa que tenía SIDA.
“Ahí fue exactamente cuando comencé mis doce horas con él”, me dice Freestone, describiendo vívidamente a Mercury en su habitación: alfombras y papel tapiz de satén en color crema; hermosos muebles hechos a la medida. “No había visto a Freddie tan relajado en varios años. No había más secretos; ya no se escondía. Sabía que tenía que publicar la declaración, de lo contrario, parecería que pensaba que el SIDA era algo sucio que debía ocultar bajo la alfombra”.
El par se rio y habló de los buenos momentos. En algunos periodos, Freestone simplemente se sentó en la cama en silencio, sosteniendo la mano de su amigo.
“Y luego dieron las ocho de la mañana del sábado”, dice Freestone, con su voz ligeramente temblorosa. “Y me levanté para irme. Freddie tomó mi mano y nos miramos a los ojos. Dijo: ‘Gracias’. No sé si ya había decidido que era hora de irse y sabía que nunca volvería a verme, y por ello me agradecía por los doce años juntos, o si solo me estaba agradeciendo por esas doce horas. Nunca lo sabré. Esa fue la última vez que hablamos”.
Después de una hora de conversación, le hice a Freestone mi última pregunta: ¿Es difícil aceptar que toda tu vida se define por tu relación con otra persona? ¿Vivir a la sombra de Mercury es algo de lo que te gustaría deshacerte algún día?
“Me tomó mucho tiempo aceptarlo”, responde, sonriendo. “Trabajé para él durante doce años, pero he trabajado con él a mi lado durante otros veintiocho años”. Al principio, dice Freestone, no entendía por qué la gente quería darle la mano o tomarle fotos. Pero poco a poco, a medida que empezó a aceptarlo, todo comenzó a tener sentido. “Para los fanáticos, soy una de las últimas presencias físicas que estuvo ahí con él. Me dan la mano, aunque les digo que me las he lavado varias veces desde entonces. Y sé mejor que nadie la gran estrella que era él”.