Publicado por VICE Argentina.
El olor a carbón y grasa de los cincuenta chorizos que se desgranan sobre la parrilla al fondo del salón inunda la ociosidad del medio día rosarino. “El cuerpo de D10S”, pienso, mientras el oleaje subrepticio de los embutidos obra su milagro. Frente a mí, una veintena de hombres vestidos con túnicas y camisetas de la selección argentina de fútbol entonan con voz afernetada un salmo que parece salido de la cabecera popular de una cancha de barrio. Tienen entre quince y setenta años, y salvo su fe y uno que otro tatuaje con escenas de la pasión maradoniana, poco en común. Apenas hay un puñado de mujeres sentadas alrededor de una mesa, en el extremo opuesto del local. Juegan al truco y de vez en cuando miran con desidia hacia donde estamos, como si conocieran de memoria los misterios de esta fe particular y todo lo que ocurre, ídolo y piadosos, les provocara una pereza infinita.
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De pronto se escucha un pitazo corto y agudo, idéntico al que hace sonar el árbitro cuando algún jugador mete la gamba de más en una jugada inocua, de media cancha, casi siempre para frenar una contra que en realidad nunca va a llegar. Hernán y Alejandro, los maradonianos de mayor jerarquía y fundadores del movimiento, han preparado meticulosamente los artefactos y reliquias necesarios para celebrar la liturgia: afiches del Diego en varias etapas de su carrera, una réplica de la Copa del Mundo, un altar, una reconstrucción del Bidón de Branco y algunos libros considerados como sagrados para la doctrina. Dos nenas gemelas de 5 años, Mara y Dona, entran por la puerta del salón acompañadas de sus padres. Es un día especial para ellas: hoy van a ser bautizadas en la fe de la Iglesia Maradoniana. Como el resto de los acólitos llevo puesta una túnica albiceleste con el número diez a la espalda. “Deberían de retirar este número para siempre”, me dice el hombre que tengo al lado, formado como yo para leer a la congregación los mandamientos de D10S en voz alta. “¿De la selección argentina?, pregunto. “No, retirar el número en general. Dejar de usarlo”.
La primera vez que escuché el llamado de la fe maradoniana fue hace más de dos mundiales. No hubo revelación alguna. Tampoco vino ningún ministro de Villa Fiorito a tocar a mi puerta con un ejemplar de Yo soy El Diego bajo el brazo, ni me abordaron por la calle unos hinchas con albas, cíngulos y pumakings. Es más, ni siquiera vivía aún en Argentina. La palabra del Diegote llegó a mí como una lengua de fuego virtual, a través de la pantalla de la computadora y gracias a una recomendación de Facebook que me invitaba a formar parte de la Iglesia Maradoniana. “Este es un templo que reúne a los cientos de miles de fanáticos de Maradona que hay en todas partes del mundo. Nuestra religión es el fútbol y como toda religión ha de tener un Dios”, reza la particular descripción del sitio, una suerte de “dejad que los hinchas vengan a mí” que da la bienvenida a los nuevos adeptos. Para afiliarse no hace falta ser argentino ni napolitano, aunque según las escrituras canónicas provengo de la tercera Meca del Diego: la tierra donde se levanta el colosal Estadio Azteca.
Diego Armando Maradona, a quien sin dudas tengo en consideración como la persona que mejor ha tratado una pelota en la historia de la humanidad es, para un grupo numeroso de personas en este mundo, Dios. No un profeta ni la representación carnal de una antigua deidad de la pelota sino D10S. La humanidad siempre ha estado necesitada de dioses. Y cuando más los necesita, ahí están los humanos indicados para hacerse pasar por ellos o, al menos, para privatizar los canales de comunicación con lo divino. Lo curioso es que Maradona, por más que hable de sí mismo en tercera persona y tenga más zurda que el Espíritu Santo, nunca pidió ser divinizado. El Diego es un hombre de su tiempo, el nuestro, un tiempo confuso e hipervinculado al que parece que los dioses, si los hubo alguna vez, le han dado la espalda. Las religiones se multiplican y facilitan sus métodos de ingreso. El fútbol es quizá la religión con más adeptos en el mundo y la que ofrece mayor flexibilidad a sus fieles, aunque el día de guardar no sea sólo el domingo porque la trinidad de la pelota exige copa los lunes y Champions a media semana. Pero formar parte es sencillo: a veces basta con darle like a una página: la épica del clic. Entre las épicas modernas, se sabe, la maradoniana es cumbre. Maradona es un cisma en sí mismo, tanto en el juego como en nuestra manera de percibir el juego. Es una religión dentro de otra religión tan extendida como el cristianismo en todas sus variantes.
Pero la gracia del Diego, la que ningún otro futbolista en la faz de la tierra ha tenido y tendrá, está en sus acólitos. No es de extrañar que la pasión que despierta Maradona en los hinchas sea tan divina como chiflada. Son locos, pero locos lindos casi todos. Alguna vez conocí a uno que celebraba su particular navidad el 30 de octubre de cada año, día del nacimiento de Maradona. Desconozco si Lean —así se llamaba el loco— tenía conocimiento de la Iglesia Maradoniana y su credo, pero indefectiblemente cada 30 de octubre se ponía la albiceleste Le Coq del 86 como si se tratase del traje de Santa Claus y, luego de meterse unos tiros y unos güisquis, salía a repartir regalos y carcajadas entre sus amigos.
La fe maradoniana obra, sobre todo, vía Internet. El oficio regular se lleva a cabo en la página de la Iglesia o en el grupo de Facebook dedicado a ella, donde los miembros comparten una y otra vez las grandes frases del Diego, fotografías, recuerdos y videos de sus goles y mejores jugadas. A diferencia del morbo popular que espera cualquier desbarre humano del Diego para hincarle el diente y vender diarios o publicidades con su imagen, los maradonianos están poco interesados en meter las narices en la vida privada de su D10S. Ellos profesan un amor incondicional por Maradona, haga lo que haga fuera de la cancha, porque creen que el milagro lo realizó dentro de ella y por muy dios que sea —o quizá por eso mismo— ningún mortal tiene el derecho a juzgarlo. Diego, cabe aclarar, es un dios mortal que vivirá por siempre. Maradona ha muerto todas las muertes y por eso no va a morirse. Su divinidad no lo aparta del mundo sino que lo lanza contra él porque la suya es epifanía del barro, de potrero, de inundación. Eso es lo que no pueden perdonarle sus detractores. Que no pida perdón ni haga de buen salvaje, de pobre agradecido con el poder. Que muera todas las veces y no se quede bien muerto. Sus fieles no le piden nada porque, según ellos, “ya les dio todo”. Se reúnen muy de vez en cuando, si Alejandro o Hernán organizan alguna misa y la promocionan por las redes, aunque cada vez los encuentros son más esporádicos. Los lugares para compartir el sacramento del Diego se sortean por medio de la página y se terminan pronto. Todo mundo quiere un poco del Diego. De su cuerpo, de su sangre. Morfarse un chori con los hermanos maradonianos, compartir anécdotas, hacer un picadito en su honor. La Iglesia cuenta con demasiados miembros y las juntadas tendían a ser multitudinarias y, por ende, problemáticas. “Se nos estaba saliendo de las manos”, me confesó Alejandro la noche anterior al bautizo de las nenas. No quise preguntarle a qué se refería exactamente. Nunca se sabe si los maradonianos están hablando en serio o todo forma parte de una gran broma con la cual el mismo Diego se está carcajeando ahora mismo en Moscú, Caracas o Dubai.
Me confieso maradonista, aunque luego de la experiencia en la Iglesia quizá no me alcance para el misticismo del ser maradoniano. Hay una diferencia sustancial. Por el Diego profeso una devoción laica, secularizada por la geografía y el escepticismo de quien venera los preceptos del cebollita vuelto mito pero también espera, por ejemplo, el advenimiento de Cruyff. Sin embargo, cumplo cabalmente con el mandamiento primero de la fe maradoniana a diario: la pelota nunca debe mancharse.
La misa maradoniana no tiene tiempos extras y nadie piensa en los penales. La teatralidad de la ceremonia se acaba pronto para dar paso a otro rito más relajado pero de idéntica importancia: el asado. Algunos maradonianos se sacan fotos con Mara y Dona, recién ungidas. Llevan puestas unas camisetitas con sus nombres que el propio Diego les envió desde Emiratos Árabes Unidos. Aunque Maradona no participa de la Iglesia, entiende el fervor que puede despertar entre los aficionados a su imagen y simpatiza con ellos. Las nenas parecen contentas. Entienden el futbol, la misa y la imagen de Maradona mejor que los adultos. Como un juego. Un juego como cualquier otro. El padre, en cambio, se lo toma más en serio y justo al término del bautizo le propone matrimonio —por la fe maradoniana— a la madre de sus hijas. Una piña de camisetas albicelestes celebra a los recién comprometidos con un abrazo colectivo digno de un gol marcado en tiempo de compensación. Otros más engullen sin pausa y en cuanto vacían el plato comienzan a despedirse. Casi ninguno vive en Rosario. Los maradonianos recorren kilómetros y kilómetros de llanura y cabezas de ganado para celebrar su culto a D10S. Al final, ya sin túnicas, quedamos apenas unos cuantos devotos exhaustos alrededor de una mesa, rodeados por latas de cerveza vacías y vasos de vino a medio beber, en medio de un salón cuyas dimensiones, ya sin iconografía, nos hace ver minúsculos. Las brasas se apagaron hace horas y el atardecer comienza su derrumbe. Charlamos. ¿De qué? De qué va a ser. De goles, de futbolistas, de hazañas. De religión.