El ejército de fantasmas de Rusia

Natasha Andrianova, madre de Sergei Andrianov, un soldado ruso que podría haber muerto en Ucrania. Hasta la fecha, nadie del ejército ni del gobierno le ha ofrecido una explicación oficial acerca de dónde ni cómo murió su hijo. Todas las fotos son de la autora.

A las seis y media de una mañana de principios de septiembre, un capitán de la 106ª División Aerotransportada llegaba a las afueras de un pueblecito de la remota región de Samara, un triángulo de territorio de la Rusia meridional, entre Kazajstán y el río Volga. Un oficial del ejército destinado en aquella región había ido a recogerlo al aeropuerto de Samara. Juntos condujeron a través de la campiña durante horas, entre campos de abedules que se alternaban con amplias llanuras de cultivo, hasta que dieron con una señal al lado de un pequeño cementerio que anunciaba Podsolnechnoye. Avanzaron dando botes sobre una carretera llena de baches, junto a una serie de casas de una planta medio en ruinas hasta que se detuvieron delante de una modesta vivienda de ladrillo blanco.

El capitán había viajado casi 1.400 kilómetros desde Rostov, en la frontera con Ucrania, acompañado de un ataúd sellado de zinc que contenía el cuerpo de un paracaidista de 20 años llamado Sergei Andrianov. Su madre, Natasha, no quiso salir de la casa. “Tenía la esperanza de que fuera un error”, dijo. Fuera, los hombres consiguieron abrir el ataúd. Natasha oyó gritar a su hija.

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La familia de Andrianov a duras penas era capaz de reconocer el cuerpo; la expresión de la cara de Sergei había quedado congelada en una mueca, con los ojos y la boca abiertos de par en par. El lado izquierdo del rostro estaba de color azul, y la nariz estaba torcida como si alguien la hubiera chafado adrede. Tenía todo el cuerpo cubierto de tierra, que también se le acumulaba bajo las uñas de las manos. Habían tratado de cubrir la mortal herida producida por una explosión con un flamante uniforme que parecía hecho para un hombre el doble de grande que él. Calzaba un par de chancletas de goma.

La familia llevaba cinco días esperando que llegara el cuerpo de Adrianov. Durante ese tiempo, su hermano había estado llamando sin descanso a todo el mundo con el que pudo contactar de la 106ª División Aerotransportada en un intento desesperado por saber cómo había muerto Sergei. Hasta que un oficial, exasperado, le aconsejó que desistiera. “No llames más”, le dijo. “Os darán cien mil rublos [algo más de 1.300 euros]; dinero más que suficiente para que compréis alcohol y bebáis a su salud. ¿Qué más quieres?”. El papeleo que les dieron junto al cadáver de Adrianov no proporcionaba ninguna pista sobre cómo ni cuándo había muerto. Según los informes forenses militares, a las nueve de la noche del 28 de agosto, Adrianov participaba en una “misión especial” en “un destino de asignación temporal” cuando se produjo “una explosión, a causa de la cual el cabo Adrianov sufrió una herida incompatible con la vida con resultado de muerte instantánea”.

“Suena como si fuera un secreto de Estado pero, francamente, para mí se trata de un crimen de Estado”, dijo Natasha. “¿Cómo murió? ¿Dónde murió? Mi hijo está muerto y nadie es capaz de explicarme qué ha pasado”.

Natasha Adrianova ha levantado un pequeño altar en memoria de su hijo que incluye su boina de mparacaidista, una fotografía suya de uniforme y algunos iconos ortodoxos.

Aunque oficialmente Rusia no está en guerra, sus soldados sí están muriendo. Adrianov es uno más de las decenas –puede que centenares– de soldados rusos en servicio activo que, según algunas informaciones, han muerto hasta la fecha en Ucrania. El Kremlin niega que haya enviado tropas a combatir a la zona, y afirma que el ejército ruso no está directamente involucrado en el conflicto que está arrasando la frontera entre los dos países. Pero la historia de Antonov es idéntica a la que explican muchas otras familias de soldados, así como defensores de los derechos humanos y funcionarios del gobierno, que están sembrando dudas entorno al relato oficial.

En febrero del año pasado, un grupo de hombres fuertemente armados y ataviados con uniformes verdes pero sin insignias se distribuyeron por diversas zonas de Crimea en una operación que daría como resultado la anexión de esta península a la Federación Rusa. Cuando le preguntaron si los denominados hombrecillos verdes eran soldados rusos, el presidente Vladimir Putin insistió en que se trataba de “grupos locales de autodefensa” que probablemente habían comprado uniformes similares a los del ejército ruso en tiendas de Crimea.

Sin embargo, en abril, durante una comparecencia televisada a todo el país, Putin anunciaba con frialdad que, efectivamente, tropas rusas se habían desplegado en la zona con la finalidad de ocupar y anexionar Crimea. De un plumazo, Rusia había redibujado las fronteras mundiales, apropiándose de un territorio que había pertenecido a Ucrania durante 23 años. La operación provocó un enérgico rechazo en la escena política internacional, acompañado de amenazas de sanciones y demás medidas de aislamiento diplomático. Pero en el ámbito doméstico, aquel acontecimiento supuso un auténtico revulsivo para Putin y desató una oleada de fervor patriótico por todo el país. La popularidad de Putin se disparó del 65 por ciento que registraba en enero de 2014 hasta un 80 por ciento tras el referéndum en Crimea. Un índice que seguiría subiendo a pesar de que la economía no dejaba de desplomarse.

Al mismo tiempo que Putin pronunciaba su discurso, pistoleros pro rusos tomaban el control de edificios gubernamentales al este de Ucrania; una región que el presidente ruso pasó a denominar Novorossiya, esto es, “Nueva Rusia”, nombre con el que se conocía durante el régimen zarista. ¿También había tropas rusas en aquella zona? “Bobadas”, respondió Putin con desdén. “Allí no hay unidades especiales, ni fuerzas especiales ni instructores”.

En agosto, el ejército ucraniano había ganando posiciones frente a los rebeldes pro rusos, obligándolos a retroceder hasta sus reductos de Donetsk y Luhansk. Ante la amenaza de verse rodeados, los separatistas renovaron su llamamiento a Moscú para que enviara tropas en su ayuda.

El ejército ruso comenzó a acumular efectivos junto a la frontera hasta doblar el número de soldados preparados para entrar en combate que, según apuntaban algunas informaciones, se elevaba a 20.000. Los reportajes de la televisión describían al gobierno de Kiev como una “junta fascista” decidida a exterminar a la comunidad de habla rusa de Ucrania. Los canales de televisión rusos rebosaban de teorías conspirativas acerca de una “quinta columna” que estaría amenazando Rusia desde dentro. Mientras la OTAN y el gobierno norteamericano advertían que no tolerarían una invasión en toda regla, Moscú continuaba desplegando soldados como Adrianov en lo que aseguraba eran tan solo maniobras de instrucción. También como Adrianov, decenas de ellos regresarían a casa en bolsas de plástico sin mayor explicación sobre dónde ni cómo habían muerto.

La tumba de Sergei Andrianov. Lo enterraron junto a su padre en un pequeño cementerio de la localidad. En la lápida, no hay nada que indique que murió estando de servicio en la guerra de Ucrania.

Cerca de la frontera con Estonia, a unas cinco horas en coche de San Petersburgo, se encuentra Pskov. Se trata de una de las ciudades más antiguas y bonitas de toda Rusia, con las típicas iglesias de cúpulas bulbosas, algunas de ellas construidas en el siglo XII. Aquí fue donde el zar Nicolás II abdicó al trono en 1917, firmando así la sentencia de muerte del imperio ruso y allanando el camino a la instauración de la Unión Soviética. Hoy en día, esta ciudad es conocida principalmente por su base militar, el cuartel general de la 76ª División Aérea de Asalto.

Los paracaidistas de Pskov se desplegaron en Rostov a principios de agosto. Poco después, sus familias comenzaron a angustiarse cuando los soldados dejaron de llamar y escribir. El 21 de agosto, fuentes oficiales ucranianas anunciaron la captura de dos vehículos blindados rusos tras un enfrentamiento cerca de Luhansk. En el interior encontraron documentos que presuntamente pertenecían a una unidad de Pskov. Aunque no era necesariamente una gran revelación –Internet está plagada de noticias falsas–, aquella información provocó el pánico entre las familias de los soldados, lo cual a su vez atrajo la atención de la prensa. Por su parte, los portavoces oficiales rusos insistían en que no habían echado a faltar ningún efectivo. “Es una simple provocación”, dijo el comandante de las tropas aerotransportadas rusas, que había viajado hasta Pskov el día después del supuesto incidente. “Todos los soldados de nuestra brigada de asalto aerotransportada se encuentran sanos y salvos”.

Aquel fin de semana, comenzaron a circular rumores por toda la ciudad y por la red sobre supuestas bajas en la división. “Leonid ha muerto”, escribió la mujer del sargento Leonid Kichatkin junto a una invitación a su funeral dirigida a sus amigos. Rápidamente, el post fue retirado, pero ya se había hecho viral. Una periodista freelance de San Petersburgo, Irina Tumakova, trató de cubrir el funeral, pero cuando llamó a la esposa de Kichatkin, la mujer que le contestó el teléfono le dijo que su marido estaba vivo.

El lunes por la mañana, la iglesia adyacente al pequeño cementerio de las afueras de Pskov comenzó a llenarse de gente. Un grupo de oficiales con uniformes de gala se arremolinaban en el exterior. Según Lev Schlossberg, político local y editor de un periódico independiente, aquello “no era el funeral de Kichatkin, sino seguramente un ceremonia de despedida para soldados que posteriormente serían enterrados tanto en aquella zona como en otras”.

Tumakova se perdió por el camino, así que llegó varias horas tarde al cementerio. Por entonces, allí ya no había nadie excepto cuatro soldados afanándose a aplanar la tierra depositada sobre dos tumbas recién cubiertas. La primera era de Kichatkin, muerto el 19 de agosto, y la segunda del sargento Alexander Osipov, fallecido el 20 de agosto. Un hombre, que se pensó que Tumakova era una invitada más al funeral, le ofreció un trago de vodka. “Ahí está mi hijo”, le dijo señalando la tumba de Osipov. “Él quería ser un héroe”. Tumakova hizo un gesto con la cabeza en dirección a la tumba de Kichatkin y le preguntó si también había muerto en Ucrania. “¿Dónde si no?”, fue la respuesta.

El 26 de agosto, el periódico de Schlossberg publicaba en primicia la noticia de las muertes, al mismo tiempo que fuentes ucranianas anunciaban que habían capturado diez paracaidistas rusos dentro de sus fronteras. Aquella misma tarde, Putin viajó a Minsk para reunirse con su homólogo ucraniano, Petro Poroshenko. Cuando los dos mandatarios se estrecharon la mano con gesto incómodo en la capital bielorrusa, Kiev ya había hecho públicos unos videos de los interrogatorios de los soldados capturados. En las confesiones, que daban la impresión de haber sido forzadas, los soldados aseguraban que habían sido engañados por sus superiores, que les dijeron que iban a realizar un ejercicio de entrenamiento y que en su lugar los enviaron al otro lado de la frontera.

El Kremlin reconoció que la incursión se había producido, pero aseguró que se había tratado de un error. “Lo que he oído es que estaban patrullando la frontera y podían haber acabado en territorio ucraniano”, explicó Putin a los periodistas. Un grupo de madres celebraron una rueda de prensa para implorarle a Putin, entre lágrimas, que devolviera a sus hijos a casa hasta que, finalmente, el Kremlin intercambió 63 soldados ucranianos por los diez paracaidistas, que regresaron vivos.

La noche del 5 de septiembre, los tres canales de televisión de titularidad estatal emitieron un reportaje sobre el soldado ruso muerto en Ucrania. Era la primera vez que los medios de comunicación públicos cubrían la muerte de un soldado en acción de servicio. La audiencia pudo ver imágenes del funeral del paracaidista de 28 años, enterrado con honores, incluida una salva de disparos. El soldado fallecido fue ensalzado como un patriota “que no podía quedarse de brazos cruzados ante lo que estaba ocurriendo en Ucrania”. Las tres cadenas de televisión lo describieron como un “voluntario” que ni siquiera le dijo a su mujer ni a sus superiores que se dirigía a Ucrania a luchar del lado de los rebeldes pro rusos.

Este punto resulta difícil de creer. Si un soldado ruso quiere tomarse unas vacaciones, debe realizar una solicitud por escrito a su superior detallando dónde estará durante ese tiempo. El proceso es aún más complicado si tiene intención de salir del país. Además, el código penal ruso no hace distinciones entre una persona que haya salido del país a combatir por motivos o creencias personales y alguien que lo hace por dinero. En ambos casos se le considera un mercenario, un delito que le puede acarrear hasta siete años de cárcel.

Mientras tanto, el cruel conflicto en el este de Ucrania ya se ha cobrado más de 5.000 vidas. Resulta difícil de imaginar que, en el año 2014, pueda librarse una guerra en el centro de Europa prácticamente en secreto. Samantha Power, la embajadora de Estados Unidos ante las Naciones Unidas, publicó un tuit donde decía que Rusia “podría haberse salido con la suya antes de que se inventaran las cámaras”. Aun así, según una encuesta del pasado diciembre, tan solo una cuarta parte de los rusos creen que su ejército esté combatiendo en Ucrania.

Así que las familias de los soldados muertos, mutilados o desaparecidos siguen esperando una respuesta. Como ocurre en el caso de Sergei Andrianov, apenas les han dicho nada acerca de cómo y dónde murieron sus seres queridos. En todos los documentos oficiales el lugar de fallecimiento consta como “destino de asignación temporal”.

En Podsolnechnoye, el funeral de Andrianov discurrió con tranquilidad. El único oficial que asistió fue el capitán que trajo el cadáver. La madre de Andrianov explicó que la familia de otro soldado acudió desde un pueblo vecino a darle el pésame. Al ver a Natasha tan afligida, el padre del chico fallecido habló con ella a solas. “No le hagas caso a nadie, Natasha. Nuestros hijos son héroes; hombres de verdad”, le dijo. “Quédate con este pensamiento. Y, de momento, estate calladita”.

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