Están definidas las semifinales de la Euro. Sólo faltaba saber si Francia sucumbiría a la presión de ser local y el equipo más poderoso tanto en teoría como en la práctica. O si Islandia, la selección del minúsculo país —quizá no haya, a estas alturas, persona alguna que no se sepa la población exacta del país—, lograba la hazaña más asombrosa desde las crónicas de Snorri Sturluson.
Qué cruel es la realidad cuando decide hacerse presente. Cuarenta y cinco minutos de juego y los franceses tenían cuatro goles de ventaja. Cuarenta y cinco minutos más, y el partido acabó cinco a dos, sin ninguna posibilidad real de los islandeses.
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El partido pudo haber sido mejor; es decir, la irrealidad tan atractiva —el embrujo islandés— pudo continuar. Que Francia no tuviera a Payet y a Griezmann y a Pogba, y en cambio fuera un poco más como Inglaterra, y que ante la presión, como una lata bajo el agua, colapsara. Pero no. Qué severa es la realidad, pero a veces sabe compensar por sus crueldades: por un lado, Portugal y Gales jugarán por un boleto y por el otro, Alemania y Francia jugarán por el otro en una final prematura. Qué magnánima puede ser la realidad.