Siempre me ha llamado la atención la predisposición, por no decir desesperante necedad, con la que los humanos insistimos en juzgar las cosas y al resto de nuestra estirpe desde un punto de vista que sabemos está acotado por defecto. Pareciera que estamos precondicionados a emitir juicios de valor sobre los andares del prójimo a sabiendas de que lo hacemos con la cabeza hundida en el suelo como las avestruces.
Pretendiendo ignorar el hecho consumado de que la perspectiva propia de un sujeto o particular de un grupo social específico irremediablemente estará limitada, ansiamos reprimir por medio de nuestra desaprobación colectiva aquellos procederes que consideramos transitoriamente como indignantes, inusuales o poco onerosos para el comportamiento “normal” de la especie. Y esto con el agravante considerable de tener plena conciencia de que las pautas morales de un contexto dado son pasajeras (digo, si algo deberíamos tener ya claro para estas alturas del partido, es que lo que unifica a los diferentes sistemas de valores y códigos sociales de las distintas épocas es su condición inevitable a variar con el tiempo).
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No obstante nos aferramos con uñas y dientes a esa falsa certeza que sugiere que nuestra interpretación del mundo es acertada y por consiguiente debe ser impuesta a los demás individuos. Y posiblemente en ningún otro campo de la vida cotidiana sea este asunto más evidente —y dicho sea de paso totalmente retrogrado— que en lo que confiere a condenar nuestros comportamientos reproductivos. Da la impresión que, al momento de pretender inferir en las preferencias sexuales ajenas, nuestro potentísimo y por todo lo demás empático cerebro elige comportarse con la saña propia de las aves carroñeras y la astucia característica de las gusanas ciegas.
Se esperaría que para estos albores del trepidante desarrollo histórico el debate acerca del género, inclinaciones eróticas, identidades y orientaciones sexuales, debería haber sido superado hace ya tiempo. Todo mundo en paz y procediendo como le venga en gana. Eligiendo cogerse a quien quiera y como quiera (mientras que no abuse de nadie). Asumiendo la percepción subjetiva respecto a su género que mejor le parezca y pudiendo cambiarla abruptamente cuando así le apetezca.
Sin embargo no es el caso. Al contrario, en dichos menesteres a veces parece que damos dos saltos hacia atrás por cada uno que emprendemos hacia adelante. Resulta desquiciante, por decir lo menos. Un absoluto desperdicio. Tan deprimente como constatar que el racismo siga siendo parte integral de la psique de una gran porción de los 7 billones de Homo sapiens que actualmente sobrepoblamos el planeta.
¿Porqué será que insistimos en tragarnos esa idea idiota de “la familia natural ” planteada como una pareja heterosexual y monógama que dura hasta que la muerte los separe? Cuando tal esquema que se promulga como canon constituye precisamente algo que se observa con muy poca frecuencia en la naturaleza (sin ir más lejos algunas estimaciones científicas postulan que menos del 5 por ciento de todos los animales son monógamos y de esos pocos por supuesto que no todos siguen una pauta afín al heteropatriarcado). Cualquiera que haya visto Discovery Channel u ojeado alguna vez un ejemplar de National Geographic tendrá más que claro que en lo que respecta a conductas reproductivas en el mundo silvestre si algo es la norma es que todo se vale.
La verdad es que la filosofía natural del amor no conoce barreras. Existen serpientes orgiásticas, lagartijas partenogenéticas que dan alumbramientos virginales, especies que favorecen el parasitismo sexual, otras que se devoran a sus cónyuges consumado el acto e incluso algunas fieras que cuentan con la formidable posibilidad de cruzarse consigo mismas. Pero por si aún hiciera falta defender el punto y seguir adosando más organismos a la nutrida lista de taxonomías cuyas estrategias reproductivas ponen en jaque las preconcepciones a las que se suelen asir los que optan por el conservadurismo, ¿qué tal la virtuosa pericia de cambiar de sexo y seguir concibiendo de acuerdo a la nueva identidad adoptada?
Podríamos decir que estamos ante la transexualidad llevada a su máxima expresión. Pues una cosa es cambiar de sexo por una cuestión de preferencias carnales o afinidades internas del género y otra muy distinta es que tras realizar la transformación sea asequible seguir engendrando descendencia pero bajo los parámetros del otro lado de la moneda. En ningún otro conjunto del reino animal parece ser esta estrategia más utilizada que en los peces marinos.
La azorante transformación del Kobudai gigante, narrada por el gran David Attenborough para Planet Earth II de la BBC.
Los lábridos de cabeza azul, Thalassoma bifasciatum, son unos peces vistosos y bastante abundantes en los arrecifes coralinos del gran Caribe. Poseen coloraciones vibrantes: los machos lucen una cabeza azul cobalto profundo separada por dos bandas negras y una blanca del resto del cuerpo que suele ser verde-amarillo tornasol. Las hembras, por su parte, presumen un cuerpo amarillo eléctrico con el vientre blanco y con algunas franjas rosáceas a la altura de los ojos.
Estos peces, como muchos otros de su tipo, son lo que se denomina como hermafroditas secuenciales protóginos (es decir que los ejemplares que comienzan sus días como hembras tienen la facultad de transformarse en machos cuando su jerarquía social así lo permite). Lo que sucede es que conforman cardúmenes-harems con un solo macho por un grupo de hembras y cuando este muere —imaginemos que es atrapado por un depredador— alguna de las hembras del grupo, usualmente la más corpulenta, inicia prácticamente de inmediato la secuencia de cambios morfológicos que la llevarán a transformase en el nuevo macho del harem (entre otras cosas, sus ovarios se desintegran y posteriormente se reconfiguran para formar los testículos que producirán los espermatozoides necesarios para la fecundación) y de esta manera la especie se sigue propagando y la vida perpetuando.
Si lo anterior sugiriera que en estos linderos acuáticos del planeta impera el patriarcado, cambiemos la vista y centrémonos en otro habitante del arrecife: el emblemático pez payaso, Amphiprion bicinctus, que establece parejas monógamas temporales o grupos de peces asexuales (alevines) con una sola pareja dominante y reproductiva.
Estos peces, que la película Nemo hiciera famosos a lo largo y ancho del globo terráqueo, habitan en simbiosis con las anémonas y se rigen por matriarcado. Es decir que existe una hembra dominante por grupo y cuando esta perece es el macho el que atravisea por el proseso de transformación transexual para convertirse en hembra. Variedad del comportamiento que se denomina como hermafroditismo secuencial protándrico.
Y para aquellos lectores quisquillosos que pudieran consideran ambos casos mencionados como actos todavía demasiado deterministas o convencionales, la naturaleza tiene deparada una sorpresa. La fantástica estrategia reproductiva del serrano pálido de las costas de Panamá, Serranus tortugarum, que durante la temporada reproductiva cambia de sexo por lo menos unas 20 veces al día.
Estos pequeños peces que no rebasan los 8 cm de longitud conforman parejas de hermafroditas monógamos que intercambian sus géneros continuamente durante el ritual de apareamiento: por un momento uno de los integrantes de la pareja desempeña el papel de la hembra, produciendo los huevos, y el otro el del mancho, aportando el esperma; y momentos después intercambian papeles y sucede al revés.
Estableciendo así uno de los sistemas reproductivos más eficientes (y quizás podríamos decir que inclusivos) de la zoología. “Lo que ocurre es que cada ejemplar presta atención a si su pareja contribuye de igual forma a la relación. De hecho, el dúo se motiva entre sí para contribuir con más huevos. Y la única manera de convencer a la pareja para que produzca más es tomar el relevo y generar más uno mismo”, como se reporta en el portal de ABC ciencia.
Ahora que lo más sorprendente del asunto no es el mero hecho de que existan peces trans, sino lo numeroso que es este clan. El cambio de sexo como condición existencial se ha registrado en pargos, gobios, peces loro, peces perico y cientos de especies más; son tantos tipos de peces los que cambian rutinariamente su sexo que superan con creces la cantidad de variedades clasificadas de primates.
Y si tales cifras ya podrían parecer desconcertantes, la verdad es que dicho comportamiento no se limita solo a los peces. El proceder transexual hacia la reproducción se ha reportado en camarones, gusanos, lombrices, mejillones, langostas, cangrejos, caracoles, anguilas, ranas, tortugas, lagartijas y cocodrilos, por mencionar solo algunos cuantos. Si usted quiere saber más al respecto de esta grandiosa posibilidad de la zoología —cómo es que se regula a nivel genético, por ejemplo— no deje de escuchar el episodio X & Y de la serie Gonads, una producción del indiscutiblemente mejor podcast de ciencia a nivel mundial: Radiolab.
No queda más que cerrar recordando que no hay nada más normal en el mundo viviente que la diversidad sexual. A ver si los humanos vamos ya dejándonos de sandeces y nos abstenemos de una buena vez de andarnos preocupando y opinando sobre lo que hace o no hace el de junto. Celebremos pues la “familia natural” como la que cada uno de nosotros quiera establecer; después de todo, el genero, orientación, preferencia e identidad sexual son cosas de cada quien. A fin de cuentas la estandarización es lo más artificial a lo que se pueda aspirar y cuando nos de por dudar de ello no hace falta más que levantar la vista y otear el entorno para ampliar la perspectiva.
Andrés Cota es biólogo y escritor, “Beneficiario del Programa (Sistema Nacional de Creadores de Arte 2018-2021) del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes.