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El hundimiento de un ferry de lujo y un par de lecciones de supervivencia

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Paul Barney estaba quedándose dormido cuando escuchó un golpe metálico en la parte baja del navío. No fue un ruido fuerte, pero hubo algo en la forma en la que el choque resonó por toda la estructura del barco que le hizo abrir los ojos. Estaba tumbado en un colchón enrollable junto al resto de personas que habían llegado a la zona del restaurante, que estaba cerrada y a oscuras. No hubo ningún otro ruido. El MS Estonia era un barco grande y moderno. Seguramente no era nada grave.

Pero entonces, mientras trataba de encontrar una explicación racional, se dio cuenta de que el suelo se había comenzado a inclinar, lo justo para que la gente que estaba en el comedor empezara a preocuparse.

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“Es entonces cuando sonó la alarma”, recuerda Paul.

Fue la noche del 28 de septiembre de 1994. El Estonia realizaba su habitual trayecto entre Estonia y Suecia a través del mar Báltico. El barco era un ferry nocturno de nueve cubiertas con restaurantes, bares y hospedaje, además de entretenimientos modernos como una piscina, un casino y un cine. Había 989 personas a bordo aquella noche y la mayoría no salieron vivas. Paul fue una de las excepciones.

En aquel momento, él no lo sabía, pero una compuerta de la proa del barco (una puerta hidráulica enorme que permitía a la gente subir y bajar del navío con los coches) se había abierto con el oleaje. Paul se había despertado por el ruido que hizo la compuerta al ser arrancada de golpe. En aquel momento, el agua del mar comenzó a colarse en la zona de carga de vehículos y a sumergir uno de los extremos del barco en el agua. Cuando Paul Barney vio que el suelo empezaba a inclinarse y los muebles se movían por el comedor, se dio cuenta de que algo no iba bien y se preparó para pasar a la acción, aunque no estaba muy seguro de cómo.

“Me empecé a poner las botas y me di cuenta de que no me servirían de nada por el agua, así que no quería llevarlas si iba a acabar sumergido”.

Al final, Paul se abrazó a la puerta que había entre el restaurante y la cubierta exterior para no quedarse atrapado en el área inundada del comedor como muchos otros. Entonces, cuando el barco se dio la vuelta y se quedó acostado sobre las olas, Paul se movió con la puerta como si fuese una tabla de surf hasta que llegó a la parte superior del casco. Una vez ahí, consiguió subirse a uno de los botes salvavidas, donde un equipo de rescate lo encontró a la mañana siguiente: agotado e hipodérmico pero con vida.

Paul era un diseñador de exteriores de 35 años de Reading, Reino Unido. Nunca había estado en una situación de crisis, pero consiguió escapar con vida gracias a que tomó las decisiones acertadas en cada momento. Un total de 137 personas sobrevivieron aquella noche y Paul salió mejor varado que muchos otros.

“Tuve que elegir el camino duro, permanecer con vida, congelado de frío y consciente, y seguir porque no me había llegado el momento”, explica. “De verdad, no me había llegado el momento”.

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A primera vista, puede parecer que la gente que consiguió escapar del MS Estonia era parecida a Paul: relativamente joven, atlética y con una capacidad inusual de mantenerse en calma bajo presión. Pero aparte de eso, el perfil del superviviente no está tan claro. Y el caso del Estonia no es el único: ocurre lo mismo en muchas situaciones de crisis en todo el mundo. La gente que parece fuerte, calmada y segura de sí misma en situaciones diarias se desmorona durante una crisis, mientras que la más sumisa pasa a la acción.

Pero ¿qué dice la ciencia sobre la supervivencia? ¿Por qué alguna gente sobrevive en desastres mientras que otra entra en pánico o acaba paralizada? Sin tener en cuenta la suerte, ¿hay alguna guía de buenas prácticas para la supervivencia?

“Creo que pasé dos años y medio trabajando en eso y descubrí que no hay ninguna característica de la personalidad que defina específicamente a una persona como superviviente”, dice el Dr. John Leach, investigador de psicología de la supervivencia en la Universidad de Portsmouth. “Una gran parte es simplemente la preparación”.

John estuvo décadas investigando la psicología de la supervivencia mientras ejercía como psicólogo militar. Cree que la supervivencia no tiene que ver con la genética, la fuerza, la agilidad, la personalidad o incluso el género. Saber dónde puede haber un chaleco salvavidas reduce considerablemente el riesgo de ahogarse. Pero otro tipo de ensayos también ayudan enormemente en el caso de que haya algún imprevisto.

Según explica, tiene sentido neurológicamente. Normalmente, cuando estás en peligro, el cerebro apaga algunas áreas del córtex prefrontal relacionadas con la planificación futura. Esto permite canalizar la energía a zonas asociadas a las respuestas inmediatas, como los ganglios basales. “Y es ahí cuando se empieza a hablar de las reacciones de lucha o huida, aunque solemos olvidar la respuesta inicial de parálisis. Así que, a menudo, la primera reacción ante un peligro inmediato es quedarnos paralizados”, añade.

Obviamente, la parálisis suele ser fatal en una situación de crisis, mientras que la gente con una experiencia previa puede empezar a moverse de inmediato. La experiencia puede crear un camino neuronal a través del cerebro que entra en acción cuando otras áreas se apagan. Si estás, por ejemplo, en un barco que se hunde, la primera reacción no será quedarte paralizado, sino actuar según la experiencia.

Según John, los supervivientes de las crisis a menudo ya han experimentado situaciones en el pasado que requerían una respuesta similar. Por ejemplo, menciona a los prisioneros de guerra británicos que eran capaces de aguantar porque habían estudiado en internados, lo que les había dado unas herramientas de supervivencia en grandes grupos.

También, explica que las experiencias previas permiten a las áreas de la corteza prefrontal comenzar a funcionar en cuestión de minutos, en vez de horas, lo cual es vital en los momentos inmediatos después de una catástrofe. Pero la experiencia no garantiza necesariamente la supervivencia. Algo igualmente esencial para sobrevivir, y que John ha documentado durante décadas, es la resiliencia emocional y la adaptabilidad.

En 1991, John entrevistó a un grupo de supervivientes que habían pasado 13 días aislados tras un accidente de avión en el norte de Canadá. Cinco murieron, pero solo dos de ellos estaban heridos: el resto se había dado por vencido.

John llama a este fenómeno “rendiditis” y lo definió en 2018 como una estrategia pasiva de afrontamiento que lleva a un desequilibrio de los niveles de dopamina y que afecta a las áreas del cerebro asociadas con la planificación, las emociones y la toma de decisiones. Esto quiere decir que la gente se rinde cuando pierde la esperanza. Y eso, a su vez, explica por qué algunas personas son capaces de resistir porque tienen algo por lo que vivir.

Paul Barney decía que no le había llegado su momento, así que sobrevivir se volvió su principal objetivo. En ese sentido, la pregunta no es por qué algunas personas sobreviven, sino “por qué algunas personas mueren sin necesidad”, dice John.

En los casi 30 años desde el accidente del MS Estonia, Paul ha pasado a entender aquel momento como una experiencia “revitalizadora y enraizante”. Pero también le otorgó un sentido de empatía hacia las personas que se encuentran en situaciones de vida o muerte, algo que, según él, poca gente posee.

“Me dejó con ese grado de empatía: nunca pierdas la esperanza”, dice. “Y eso, con suerte, te hará salir adelante”.