Son las 6 de la mañana en la tierra del café y con mi mano tapo la luz matutina mientras me subo al auto para ir al Mercado de Basurto, en Cartagena, la ciudad costera de Colombia.
Solo a unos pasos los pescadores hablan entre ellos mientras enrollan la pesca del día con unas lonas de plástico. Atunes grandes, pagos, y peces loro están en exhibición para ser vendidos, mientras un grupo de pelícanos espera junto a los improvisados locales.
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Del otro lado de la calle, los vendedores de fruta arman sus tiendas, sentados junto a enormes cestos de naranjas y montones de piñas; algunos empaquetan porciones generosas de fresas. Los carniceros con sus cuchillas están parados junto a los recién sacrificados cerdos, y unos granjeros con machetes cortan cocos. El mercado parece extenderse hasta el infinito en todas direcciones y ofrece de todo, desde guayabas hasta electrónicos. Tiene la vibra de una fiesta incesante, pero también de protesta, como si equivocarse de dirección una vez en el laberinto de Basurto fuera determinante.
Este mercado vive congruente a su reputación: un lugar bullicioso, caótico, con callejones y puestos libres de turistas con cámaras.
Ubicado a 15 minutos del centro de Cartagena, el Mercado de Basurto es descrito como algo “solo para almas aventureras”, porque está muy lejos de las calles empedradas y coloridas de la Ciudad Vieja, de los altos edificios y las playas de Bocagrande. Será difícil que te encuentres a un gringo en camisa hawaiana con calcetines y sandalias caminando por los pasillos de Basurto, pues es un barrio con mala reputación por estar lleno de rateros.
El lugar donde estoy es para los temerarios culinarios y los chefs dedicados que saben dónde buscar los ingredientes locales de mejor calidad —y cómo enfrentar el caos del mercado para obtenerlos—.
Uno de estos chefs es Juan Felipe Camacho, quien me está guiando a través del Mercado de Basurto. Camacho es el chef propietario del popular restaurante Don Juan, en la Ciudad Vieja de Cartagena. Es un talento culinario ampliamente respetado en el país por su técnica impecable y su amor por los alimentos colombianos. Estudió en la meca del talento culinario, en San Sebastián, España. Fue uno de los 20 aspirantes a chef que son seleccionados cada año, entre miles, para entrenarse en los restaurantes de estrellas Michelin; como Arzak.
Camacho está feliz. Con entusiasmo me señala las frutas exóticas y sus puestos favoritos. Es como si estuviera saludando a viejos amigos. Me ofrece una granadilla, una fruta que luce como una naranja pero con piel fina como el papel y pulpa lechosa parecida a la del lichi. Está tan rica que solo puedo pensar: ¿Qué diablos he estado comiendo todos estos años?
La labor del Mercado de Basurto es celebrar la comida colombiana. Reúne productos de todo el país para que restauranteros, como Camacho, puedan usarlos en su cocina. Así que uno puede encontrar vegetales de las ciudades más frías como Bogotá y frutas tropicales de Cartagena y San Marta (en la costa caribeña).
Algunos chefs van directo a comprarle a sus proveedores de siempre; pero Camacho tiene un plan distinto: camina por los puestos y decide al momento dónde comprar. Estamos en un país que, según muchos, carece de una identidad culinaria —los restaurantes se dedican, en su mayoría, a recrear pobremente clásicos italianos—; pero Camacho está haciendo algo distinto y se está enfocando en la comida colombiana únicamente.
Camacho me guía devuelta al carro con la calma de alguien que ha encontrado la felicidad. Los vendedores, cuyos puestos estaban repletos de verduras hace tan solo una hora, están ahora sentados junto a cajones de madera y mesas vacías. «Esta es la Cartagena real», me dice Camacho. Y con una última mirada alrededor del mercado, sé que tiene razón.