Dos mujeres están sentadas sobre un petate. Ambas tienen atado un pañuelo con flores de colores intensos en la cabeza. Una de ellas se quita los zapatos y los pone junto a ella; la otra, acomoda unas cuantas flores en el plástico extendido en el piso, donde muestra el resto de la mercancía que vende: jitomates riñón, aguacates, naranjas, zanahorias, rábanos, cedrón y otras tantas hierbas difíciles de identificar por alguien como yo, que soy “de fuera”. Ellas no hacen labor de venta: si quiero algo, lo compro y entonces me explican qué es. Mientras observo, ellas platican en su lengua, imagino que es zapoteco.
Este es un momento cotidiano que sucede en el tianguis de los domingos en el Mercado de Tlacolula, municipio a 30 kilómetros de la ciudad de Oaxaca. Es el día en el que se reúnen productores indígenas a vender lo que ellos mismos cultivan, o producen. Encuentro metates, mandiles, verduras, frutas, quesos, carnes, embutidos y un puesto que ofrece barbacoa blanca o roja para desayunar —muy distinta a la del centro del país, eso sí—.
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Unos banderines coloridos adornan el techo del mercado. Son presagio de que no sabré hacia dónde voltear con tantos estímulos visuales que tengo enfrente.
Me sorprende darme cuenta de que aquí todavía se practica el trueque, y de que algunas carnes en venta aún tiene pelo y cola. Pero lo que más llama mi atención es el pasillo enteramente dedicado al tejate, una fina bebida ancestral hecha con rosita de cacao, cacao, hueso de mamey, maíz y hielo.
“Todos son diferentes”, me advierten las cocineras. Pruebo el que hace Gloria Cruz, originaria de San Marcos Tlapazola, y me sabe único, nada parecido a lo que había probado antes. Su secreto es que añade nuez y que no cuece el maíz en su receta, sino que solo añade ceniza “porque si no, provoca gastritis”. Ella hace tres almudes (unidad de medida equivalente a un kilo) cada jornada . Su prima, Silvia Aquino, lo prepara con coco o cocoyul, otra fruta local.
Aquí, en Tlacolula, la extranjera soy yo. No me queda más que observar y tratar de asimilar todo lo que veo. Tanto en un espacio tan pequeño.
Esa sensación de asombro al máximo es algo que no he vivido en los mercados Benito Juárez y 20 de Noviembre, ambos ubicados en la capital oaxaqueña. Son quizás, los mercados más conocidos del estado —por turistas, al menos— y sí, me gustan mucho, pero en ellos veo una enorme similitud con otros mercados mexicanos.
En sus pasillos encuentro quesillo, tasajo, moles y chapulines por montón, pero también hay copias de ropa “Mike”. Sí, hay comida increíble, como las enchiladas enormes con mole negro, el chocolate y el pan de yema, pero también hay DVD’s piratas con la foto de Rihanna o Juan Gabriel, y alcancías de cochinitos pintados como Spiderman o Batman.
Aquí también encuentro tejate. Lo bebo con muchas expectativas, pero es muy dulce. No sabe igual que el de Tlacolula. Ana, la muchacha que me lo sirve, no me dijo de dónde viene, tampoco me da su apellido ni los detalles de cómo prepara su bebida. Está más ocupada jugando Candy Crush con su celular.
Quizá lo que más me gusta de ambos lugares son los chiles de agua, brillantes y tan únicos que hay en diferentes puestos, también los chapulines, aunque no siempre están frescos. En esta visita encontré divertidas las secciones dedicadas a la elaboración de adornos para fiestas y piñatas, y la de herbolaria, donde venden todo tipo de conjuros amorosos y productos, como shampoos, jabones, velas e infusiones varias, para atraer dinero y éxito.
Los mercados siempre son una estampa de la cultura donde viven, lo que comen, lo que valoran. Los oaxaqueños me intrigan y me encanta recorrerlos, pues en cada visita me parecen diferentes. Pero unos más auténticos que otros.
Esa autenticidad puede ser un tema complicado y controvertido, pero creo que mientras más lejos esté el mercado de la zona turística, menos ropa china y piratería esté a la venta, y sobre todo, mientras menos se conozca lo que ahí se vende, más auténtico será.
Oaxaca es uno de los estados a los que más me gusta viajar. Puede que sea por su gastronomía y su mezcal, pero la verdadera razón por la cual regreso tantas veces es que en cada época es un lugar distinto, fascinante, que grita estar vivo.
Aunque existe ese folclore de cliché turístico que las instituciones buscan promover en tonos rosa mexicano, en este destino se respira autenticidad, que trasciende a esa máscara mexican curious. Oaxaca está orgullosa de sí misma, a pesar de todos los conflictos sociales que ha visto en los últimos años. Muchos oaxaqueños van como pavorreales diciéndole al mundo dónde nacieron, salen y bailan en calendas, decoran sus casas con sus artesanías y se visten con esas camisas bordadas tan hermosas. Ese orgullo es una fortuna.
El valor de lo auténtico del cual hablo no está relacionado con que sea mejor o peor; sino con la preservación cultural, con la identidad. Basta observar qué tanto ha cambiado un mercado con la llegada de la modernidad (sin que a ésta se le satanice o se le deifique). Simplemente me gusta pensar que hay lugares sin plazas comerciales, sin grandes tiendas de autoservicio, donde existe otra concepción de ser mexicano, y donde se reconoce y respeta el trabajo de los indígenas como un presente y no como un pasado nostálgico remontado a lo prehispánico y lo precolombino.
Los pañuelos de las marchantas, la gallina lista para ser intercambiada por otra mercancía, el bullicio y la venta medida en almudes son parte del alma de Tlacolula, y no está en los mercados que visitamos los turistas.