“Hace como un mes, estaba fantaseando en el trabajo y estos recuerdos invadieron mi mente. Uno de ellos fue un recuerdo con mi ex novia de hace mucho, sentados en la sala del departamento que compartíamos. Recuerdo cómo esta chica, una especie de bailarina, podía hacer movimientos con su cuerpo así de la nada, como una especie de broma que me dejaba muerta de la risa en el piso. Siempre me he preguntado cómo hacen algunas chicas para activar esta fuente de sensualidad pura, usarla con quien quieran y cuando quieran. Le pregunté a mi nueva amiga, una artista reconocida y una chica profesionalmente sensual, Molly Crabapple, que intentara descifrar el significado oculto de mis cuestionamientos, y esto fue lo que me contó.” -Kelly McClure
Ilustración por Molly Crabapple.
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“Si sigues viajando, te van a violar”.
Z y yo estábamos sentados en un café en los límites del Sahara. Llevábamos tres semanas en Marruecos. A pesar de mis advertencias, Z estaba cada vez más molesto conmigo por hacer que me acosaran constantemente en las calles. Me cubría de pies a cuello, pero los güeyes en la parada de camiones me seguían viendo como serpientes.
“Ese hombre acaba de salir de la mezquita”, dijo Z, después de que un viejo me cogiera con su mirada. “Debería estar pensando en dios”.
Mientras sacábamos hormigas de nuestro té de menta, entablamos una conversación con dos occidentales. Eran dos chicas escandinavas con la piel irritada por el viento. Z me dijo que seguro a ellas nadie las acosaba en Marrakech.
“Marilyn Monroe lo podía prender y apagar”, me dijo Z. “Tú no puedes”.
Encenderlo y apagarlo fue algo que pensé cuando estaba desnuda en un almacén en el Bronx, rodeada de huevos duros. El hombre que me fotografiaba con fervor negó tener un fetiche con los huevos. Cuando terminamos las fotos, me ofreció algunos para que me los comiera en mi casa. Estaba tan pobre que le dije que sí.
Tenía 20 años. Llevaba dos años trabajando como modelo de desnudos. Entonces había un negocio ilegal y prometedor para chicas como yo, basado en Craigslist y OneModelPlace. Chicas demasiado pequeñas, gordas o planas para ser modelos de verdad, e indispuestas a decir “al carajo” e involucrarse con la conciencia limpia en la industria porno, posaban para fotógrafos amateur. Les decíamos GWC, o Guys with Cameras [chicos con cámaras]. Nos pagaban cien dólares la hora.
Llegábamos a sus cuartos de hotel. Posábamos en sus camas. Nos informábamos sobre los chicos buenos y los psicópatas, pues sabíamos que si un GWC nos violaba, la policía no haría nada. Una de las chicas que conocí trabajaba como modelo de bondage. El fotógrafo amenazó con matarla. Ella se puso a llorar. Él la dejó ir. Cuando fue con la policía, la mandaron por un tubo. Tiempo después, el fotógrafo mató a una modelo.
Rodeada de huevos y ventanas plegables, hacía mi mejor esfuerzo por escapar a ese futuro como estudiante pobre y fracasada en una mala escuela de arte. Quería ganar dinero rápido, invertirlo en mi negocio y salir de aquí. Era joven, y eso implicaba que no tenía nada que enseñarle a la gente además de mi cuerpo. Mientras todavía sirviera, quería sacarme provecho para conseguir otras cosas.
Mi tetas vieron la luz cuando tenía 11. Los chicos me acosaban desde entonces. Mi familia no es de esas que ven pasos intermedios entre la pubertad y ser madre, pero a los judíos que me ofrecieron 50 dólares porque se las jalara no les importó. Caminando por Brighton Beach a mis 14, un Rodney Dangerfield de 60 años me invitó a salir. Me negué. “No, una cita para grabar una escena sexual”, agregó. Cuando le dije que no una vez más, me dijo que de todas formas era muy fea.
Por cada café gratis que tu belleza te trae, también llega un güey que te sigue por el metro y que te dice que quiere meter su lengua por tu culo.
Cuando los hombres nos acosan, dicen que es nuestra culpa.
Foto por Yumna.
Se supone que la belleza de una mujer debe ser su gran proyecto y su constante inseguridad. Se supone que debemos barnizar nuestros labios con cinco brillos diferentes, pero siempre creer que somos gordas. La belleza es la paradoja de Zenon. Debemos perseguirla eternamente, pero nunca será socialmente aceptable admitir que llegamos a ella. No podemos percibirla en nosotras. Pertenece a los hombres que gritan “lindas tetas”.
Decir: “Soy hermosa”, mucho menos cobrar por ello, es romper las reglas.
Mi compañera en la escuela de arte era modelo de webcam. Trabajaba en un cubículo, y de manera mecánica cogía con dildos motorizados que un güey del otro lado de la pantalla controlaba. Pronto descubrió que había formas más lucrativas de hacer las cosas. Conocí a su Don Juan durante una cena muy elegante, pero ser la chiquita de alguien no era para mí. El filete mignon no sabe tan bien con esa compañía.
Pero su cheque me sorprendió.
Yo quería ser una artista. Cualquier herramienta para llegar hasta ahí, ya fuera una página web o un portafolio debidamente impreso, requeriría de más dinero del que podía ganar en ventas. Si el dinero fue lo que me llevó al negocio del nudismo, también hubo algo más. Quería ponerme a prueba. Quería saber si podía trabajar en un campo difícil y estigmatizado, y salir ilesa. Quería dejar atrás mi infancia.
Así que me metí a Craigslist.
En años recientes, los activistas antitráfico lograron cerrar la sección de servicios para adultos en Craigslist. Como suele pasar con estas cosas, esto sólo irritó a las trabajadoras sexuales. Los anuncios de porno por internet y calzones usados migraron a Talent, donde se hacen las audiciones para películas sin presupuesto.
En mis tiempos, había una sección para adultos. Fue ahí donde yo busqué.
Después de responder a una decena de anuncios (“Modelos de mente muy abierta para fotos de exhibición erótica”, “Altamente discreta”) me contrataron para posar como estatua humana en una fiesta. Pintada de Venus, y bebiendo absenta con el bajo mundo de Manhattan, gané 250 dólares y juré nunca regresar a un trabajo honesto.
Ser una chica de desnudos profesional sería un glamour muy Anaïs Nin, pensé, echada sobre cojines de terciopelo, burlándome de lo convencional. El primer hombre que me tomó una foto arrancó esa idea de mi cabeza. Conocí a T en una cafetería con lo que sólo puedo describir como una carpeta repleta de mujeres desnudas, todas con la piel irritada y las piernas rojas; criaturas extrañas que según él había vuelto sensuales. Mi falta de modestia, era más que compensada por mi vanidad. Mis tetas podrían estar en internet, pero no mi vulnerabilidad. Igual posé para él por cien dólares; doble mi espalda hasta que mis músculos gritaron, después de convencerlo de que la fotos se verían más “artísticas” en blanco y negro.
La primera vez que me quité la ropa frente a T, creí que era el fin del mundo. Pero después de varias veces, me quitaba el vestido apresuradamente, indiferente a mi piel.
Si tenía que posar desnuda, no quería que involucrara contorsiones obscenas en la sala de T. Tomé sus mejores fotos, mejoré el contraste en photoshop, y las subí a un sitio llamado One Model Place. La cursilería de OMP y sus pretensiones insistían que era un sitio usado por la industria de la moda. No lo era.
Foto por Jim Batt.
Pronto mi email se llenó de ofertas. Visitaba cuartos de hotel tres veces por semana, me quitaba la ropa y hablaba con los “fotógrafos” con esa cuidadosa combinación de distancia y amabilidad para hacerles entender que nadie se las chuparía ese día.
La cosa se puso mejor. Mucho mejor. Compré látex y lencería de Strawberry’s, y unas plataformas de una sex shop.
En cada cuarto de hotel, me gustaba hacer dos cosas: pintar mi máscara en el espejo, y quitarme la bata. Era una máquina para extraer dinero. Sin dejar que me pusieran un dedo encima.
¿Los GWC? La mayoría eran amables, aunque raros. Tenían trabajos corporativos. Querían contratar una mujer y tenerla desnuda en sus habitaciones, pero sentirse artísticos al hacerlo. Los pocos que intentaron tocarme, recibieron una regañada de maestra de kínder, y no lo volvieron a hacer. A algunos les excitaba insultar mi cuerpo. Un GWC, con suficiente dinero para tener Toulouse Lautrecs originales en su habitación, criticó mis tetas toda la sesión. “La modelo anterior”, me decía, “ella tenía pechos perfectos”. Me llevé sus 500 dólares y se lo recomendé, con advertencias, a una amiga. También la insultó a ella. “Tu cuerpo es asqueroso”, le dijo, una réplica exacta de lo que me había dicho a mí. “Molly tenía pechos perfectos”.
Cuando tenía 21, me salí de la escuela. La escuela de arte era una estafa, una manera de encajar una profesión en un formato educativo de mucho dinero. Pero también quería tomar mi oportunidad como modelo profesional de desnudos, ganar todo el dinero que pudiera mientras era joven. A esas alturas, ya lo odiaba. Llegaba a todas mis sesiones esperando que el GWC me violara. Si ser hermosa tiene sus privilegios, ser una chica buena también, en un mundo donde sólo las vírgenes que se encierran en sus cuartos son consideradas inocentes. Al trabajar en la industria del sexo, arrojé eso por la ventana. Se cree que las trabajadores sexuales (como las mujeres trans) buscan la violencia que las aflige. “Sí, oficial”, me imagino diciendo. “Estaba desnuda en su cuarto de hotel. Por dinero”.
Mi única protección era esta rutina para hacer que el hombre se sintiera cómodo mientras hojeaba esa pantomima barroca, la revista de moda. Mientras me llevaba a casa después de una sesión de fotos, un GWC me suplicó que cogiera con él. “Mi esposa está embarazada”, me dijo. “No quiere acostarse conmigo. Dice que mataría al bebé”.
Mantuve la mirada al frente, concentrada en que no me tocara hasta que llegáramos a Brooklyn y pudiera salir del auto y correr a mi departamento.
Foto por Steve Prue.
Por seguridad, debíamos llevar chaperones. Sólo lo hice una vez. Mi novio me acompañó a un hotel en Jersey. El GWC tenía una cámara que tomaba cientos de cuadros por minuto. Estaba muy orgulloso de ella, como un hombre con un auto deportivo que nunca saca de la cochera.
Mi novio estaba contra la pared, dibujando, mientras posaba frente a unas persianas verticales. El GWC no se sentía cómodo. “Esto no está funcionado”, tartamudeó, mientras me entregaba mis billetes. Usé parte de mi dinero y llevé a mi novio a cenar a un restaurante de mariscos barato afuera del túnel Holland. Quería vomitar.
Tenía 22 años y sudaba en una plataforma gogo. La brillantina se escurría con el sudor que me provocaba el encaje. Una de mis pestañas falsas colgaba de mi ojo con una precocidad sacada de la naranja mecánica. Entonces entró el güey con el que estaba saliendo. Estaba terminando una relación. Llegó con su novia, quien no era una chica desnuda, pintada y exhausta.
Seguí bailando y pretendí no ver nada.
A las 4AM, cuando acabó mi turno, me quedé parada en mi cuarto. Mi cuerpo rugía de dolor. Lentamente me quité la peluca, las plataformas, el corpiño, las pestañas. Con cada prenda que me quitaba. El dolor y el cansancio desaparecían.
La maraña de cosas en el piso era casi tan alta como la chica.
Ahora, mi odio por posar me confunde. El nudismo profesional era quizá peligroso, y a veces estúpido. Pero eran 300 dólares la sesión con un hombre, en general, amable. Quizá sentía que yo era la artista. Yo debía ser la que tomara las imágenes, pensaba.
Para cuando dejé de posar, tenía mis propias modelos. Me encantan las mujeres bonitas. Nunca he visto a una stripper sin pensar que es una reina de la filosofía. Si vendía mi imagen sin pensarlo dos veces, era adicta a la suya. Era la mirada del artista, tradicionalmente llamada mirada masculina, pero en realidad no lo es. Quería pintar su belleza, consumirla.
Tradicionalmente, este ha sido un trato muy crudo para las mujeres. La sensualidad se desvanece, pero una pintura es para siempre. Podría llenarse una galería con las muñecas de la historia, con Edie Sedgwick en la cima. Arriba, escribiría: “Las musas no tienen derechos de autor”.
No que las musas no puedan ser artistas. Yo me hice amiga de Amber Ray mientras bailaba burlesque. Fue terrible. Ella era la mejor. Cada noche jugaba a la alquimista en el escenario del bar. Era una flor de loto, un pavo real, una diosa dorada. Me contrató para trabajar con ella como una modelo promocional. Bailábamos con pelucas, corsés y tacones de 15 centímetros. Para cuando acaba nuestro número, yo lloraba por quererme sentar y me rascaba la peluca con un palillo chino. “Eres el espíritu de la felicidad”, me susurraba, hermosa. “SONRÍE”.
Nunca fui buena para hacer de mí un arte.
Cuando tenía 23, tenía suficientes trabajos de arte para dejar de modelar. Al renunciar, eché un vistazo a lo que las mujeres que no se dedicaban profesionalmente al desnudo pensaban de su belleza. Me sorprendió. Las oficinistas se azotaban por no verse como Angelina Jolie, a pesar de que había todas estas sensuales latinas trabajando en los supermercados de Brooklyn.
Como modelo, mi aspecto era funcional, una cantidad que debía comprimirse y empaquetarse para venderse por un precio elevado. Había otras mujeres más sensuales, pero mi cara funcionaba bien. Las ciudadanas (como me refería a ellas), me sorprendían con su manera de torturarse, anhelando una belleza hollywoodense que no les daría ni una mejor carrera ni un mejor cojín.
El negocio del nudismo me dejó con una interesante colección de lencería y una facilidad con el ojo de la cámara. Como había planeado, rescaté lo que quedaba de mis veintes y los usé para convertirme en una artista. Eventualmente, tuve éxito. Mientras posaba para revistas, recordaba las viejas lecciones aprendidas sobre la autorepresentación. Por fin, ese look, que en su momento había sido una tormentosa manera de ganar dinero, reflejaba realmente a mi persona.
Se supone que nuestra belleza es nuestra salvación. En cierto sentido, la mía lo fue. Pero la belleza es una manera de abrir esa puerta a otro lugar donde ya no importa. La belleza es poderosa porque nos complace. El verdadero poder está en no tener que complacer.