Ciertos terrores nos nublan los días cuando somos menores. Existen leyendas y mitos que alimentan, desde que el hombre tiene pulgares oponibles y aprendió a nombrar la realidad, la cobardía anidada en los resquicios del espíritu humano. Muchos son falsos. Acaso cuentos infantiles y bobos. Otros, como éste, son verdaderos. Lo aprendí de mala manera cuando paseaba por el suntuoso salón al que se había convocado a docenas de artistas de la ciudad, sin conversar con nadie, dispuesto a comer la aceituna de mi sexto Martini. El palillo con el que sostenía el verde manjar se soltó de mis dedos y la punta de madera, afilada como la guadaña de la Segadora de Almas, se encajó con un sonido agudo y pegajoso en el ojo derecho. El mondadientes no permaneció mucho tiempo allí: fue expulsado casi de inmediato y en el suelo, ante mi expectante ojo izquierdo (¿por qué será que en toda absurda agonía siempre tenemos que perder el diestro?), se incendió, aturdido por lo que entonces tomé por una fuerza mística y desconocida. La aceituna quedó en el suelo, como congelada por la extraña situación. Terminé el Martini de un trago, porque curiosas son las reacciones de los simios pensantes ante lo intempestivo y sanguinolento: unos gritan, otros bebemos.
Aunque borrosa, no había perdido la vista, pero entonces sentí tres rayos de dolor recorriendo, inmisericordes, el globo ocular derecho. Sufrí cuando se ensanchó la cuenca de mi anterior nervio óptico. Luego, con los tres piquetes en el rostro. El ojo izquierdo no creyó lo que hacía el derecho y una parte del mundo desapareció para siempre de mi rango de visión. Los tres rayos. Los tres piquetes, fugaces, en el rostro. Tres piernas metálicas que se llevaban mi ojo derecho, ahora convertido en monstruo mecánico. La bestia que había brotado de mí llegó al suelo y se detuvo junto a la aterrada aceituna que poco antes nadaba en el Martini. Desde ahí, el monstruo me observó, y en su mirada iracunda (la dies irae en las manos de un príncipe monstruoso) anidaba la destrucción. Mi primera reacción fue puro espanto. Quizá mezclada con un poco de repugnancia. Y quise correr, lo confieso, pero yo no era Randolph Churchill y a ese ojo mío, ahora metálico, le faltaba altura intelectual para ser Evelyn Waugh.
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Los pocos días que me alejan de ese infame suceso han sido, bajo el cruel ejercicio de la memoria, tan amargos como los veinte milímetros de diámetro y odio que me enfrentaban en aquel salón repleto de biempensantes. El espanto inicial dio paso, como en los grandes relatos del horror primigenio, a la locura impertinente. Giré sobre las puntas de los pies mientras mis cejas se elevaban. “¡Idiotas!”, los llamé: “¡Perros hipócritas!” Y luego: “¿Quién de ustedes, valientes sabelotodos, me salvará de mi propio ojo? El iris alienado frente a mí me dice que nadie”. Alcé mi mano, los señalé barriendo el dedo índice y añadí, amenazante: “¿Quién albergó esa mirada insidiosa en mi ego?” Se replegaron las carcajadas y los comentarios ictéricos. La alegría de la concurrencia fue dinamitada y en su lugar cayó una lluvia de terror y agonía. Y entiendo perfectamente que no fue por mis palabras ni por mi sufrimiento: a esas personas no les importaba nada más que delimitar las fronteras de su triste vanidad.
La escena que tenía frente a mí se grabó, helada, en la memoria. Los invitados se llevaban, entre gritos y gemidos, las manos al rostro. ¿Quién recordaba ahora los afanes de la mente sabihonda? ¿Quién discernía ahora entre la ironía y el dolor que se arrastraba, gusano, sobre los cerebros de los infelices? Más experimentado en los asuntos de la pérdida óptica, me relajé y quedé fascinado con el espectáculo: los ojos (sí, los derechos) de los presentes, cual clones infectos del mío, se catapultaron fuera de sus dueños. Y para hacerlo se valieron de sus propios y belcebucianos tripiés metálicos. Y la pregunta, sola: “¿Qué palillos erróneos habrán disparado la furia escondida en los ojos de mis contemporáneos?”
Quisiera creer, como ustedes, que miento. Expulsar este recuerdo trastocado. Tener el rostro completo. ¿Qué sacrificios voy a hacer ahora, prisionero cual soy de mi propio cerebro (tirano que todo lo apila y condena)? Hubo un tiempo en que mi cabeza estuvo habitada por elefantes albinos (¡el Loxodonta albus existe!) y mujeres de cabellos multicolores. Y ya que se aduce la presencia de Aquel que Todo lo Ve —o Aquel que Todo lo Ignora— tendré que decirlo: hubo un tiempo, repito, en que mi cabeza estuvo abierta al influjo divino.
No más.
¿Qué ser supremo permitiría la macabra visión que tenía frente a mí? Un ente ascendido habría notado la juerga pánica con que mis tuertos contemporáneos plagiaban, ad nauseam, mi destino en aquel salón lleno de gente, lleno de corrompidos ojos derechos y falto de miras. Al dolor inicial de los concurrentes sobrevino el asco: primero, los miasmas nefríticos escurrieron, calientes y humillantes, por sus piernas; acto seguido, las arcadas y espasmos fueron el preámbulo lúdico para el verdadero suceso: los canapés, hacía unos segundos celebrados con palabras de siete sílabas y dedos ineptos, desandaron el camino de esófagos y bocas preclaras, a borbotones, burbujeantes y bañados en gástrico vino. Y en medio de ese pantano de antiguas delicias, los monstruos purgantes. Horrendos. Revulsivos. Trípodes y campantes: la parte más perversa de aquel ambiente deletéreo.
Y, como ellos —comandante beatífica de ese ejército de ojos derechos—, ella.
Ella y sus rojos cabellos.
Su boca apetente.
Ella y sus piernas.
Su célebre altura.
Ella y sus ojos.
Azules.
Ella: la directora de la Comisión Armada de Regulación Artística.
Su majestad, la Cara.
Ella, con sus tacones altos. Y ese culo empinado.
Ustedes lo suponen y es cierto: a esas alturas yo no estaba para sorpresas.
Me levanté apáticamente, fingiendo fastidio. La sonrisa triunfal en mi boca. El sudor escurriendo. Algunos claroscuros en el ambiente. Música surf en mi cabeza. El índice listo para señalar. Y entonces, ella.
Su voz que congela.
—¡Tú!—, me dijo: —Basura. ¿En-qué-estás-pensando?— Su sonrisa siniestra. La pausa neumática.
—Tú. Tipejo.
Me quedé sin palabras y sentí otro espasmo, húmedo, de dolor. Mi diminuto enemigo, carne de mi carne (¿metal de mis entrañas?), me atacaba con luciféricas garras. Caí. Antes de perder el sentido entreabrí el ojo izquierdo. Y al fondo, como una ironía hacia mi nueva condición de tuerto, apoyando mi falta de profundidad de campo, una fotografía que distinguí clarísima.
Las colinas yugoslavas.
Sir Randolph Churchill y Evelyn Waugh.
Caminan.
Conversan.
La pálida capa del segundo es un blanco perfecto, parece decir el primero, para los bombarderos alemanes. El otro sonríe. Será porque el Apocalipsis es un concepto divertido.
***
Recuperé el sentido entre náuseas, minutos después. Los comensales, llorosos, mugían en el suelo pegados a las paredes del salón, custodiados todos y cada uno por su propio demonio. El mío, colérico, vaciaba toda esperanza con sus palpitantes venas culpables. El láser de mi diminuto enemigo me apuntaba y la Cara, funesta, recorría el salón con coquetería mientras masacraba a sus víctimas extrayéndoles adjetivos y severos onomatopeyas, que luego utilizaba para degollar al siguiente que apareciera a su paso. Faltaban unos pocos para que llegara hasta mí.
Descansé el ojo izquierdo y obtuve un poco de aplomo. ¿Que los ojos bestiales querían conquistar el planeta? ¿Que una funcionaria obsesiva pretendía apoderarse de todo? ¿Hasta el último pensamiento de los presentes? Que mueran los idiotas.
Al abrirlo, dirigí el ojo bueno hacia la vieja fotografía y su corrupto gemelo siguió su mirada el tiempo suficiente para que yo pudiera oprimir una tecla de mi teléfono. “El Guante”, dije en un susurro, “es hora”. Indiqué un cruce de calles y reí, en silencio.
Los Emisarios del Mundo Microscópico son así. No necesitan ser avisados con 24 horas de anticipación. Se marca su número, se indica el problema y ellos aparecen por el lugar con instrumentos, chicas —muchas y radiantes—, cervezas para todos y, cuando el hado lo procura (o cuando es proclive), con uno que otro condimento para poner el ambiente social a tono. Su rock es duro, pero suave: un flagelo latigueante sobre las olas y a la vez un rítmico tololoche que acentúa los movimientos cuadrúpedos de la batería y cada silbido de la guitarra eléctrica. Como un buen whisky al que poco le importa ser mezclado con cerveza. Si la analogía dipsómana no es suficiente, una última y pertinente consideración: los Emisarios del Mundo Microscópico son así y entenderlos es cosa de conciencias sublimadas.
Los Emisarios del Mundo Microscópico son tres. Una intrincada trinidad que, no obstante su empecinada condición, patalea por el mundo esquivando fronteras. Tres caraduras afinados en el arte de la palabra y la buena música. Tres caballeros de chaqueta negra sobre camisa negra. Y un cráneo, siempre sonriente y envuelto en llamas, a sus espaldas. ¿Nombres? No tienen. Sólo son. Y no necesitan ser avisados con 24 horas de anticipación. Los Emisarios del Mundo Microscópico están disponibles, indefectiblemente, cuando más se les necesita. Dije que no tienen nombres y es verdad, pero hay un sin embargo. La gente los conoce como:
Tabaco: frenético albacea de los tambores, con la pierna izquierda siempre bailoteando en la duela y el eterno pitillo en los labios: su copete, inmenso y esponjado, desafiante y negro como el vacío que alguna dama (hará ya demasiados años) le dejó en la víscera cardiaca.
El Guante: su mano derecha, inexistente. Su habilidad con la guitarra, inmejorable. El apodo, perfectible. Su voz, calamitosa, grave y astringente. Letrista de la banda. Bien sabido que alguna vez golpeó a Dios en una cantina.
Y Zumbido: el del contrabajo sensacional, el gigante escuálido que se encorva sobre su instrumento para complacer a los amantes de la música y que sueña, siempre, con mujeres encantadoras: viñetas oníricas que brotan sobre su testa elevada cuando la música suena con más estruendo.
Pero regresemos un poco al horror. Quité la vista del retrato de Evelyn Waugh. El ojo, malevolente, seguía frente a mí, dando brinquitos metálicos, nervioso y ardiente de ira. Literatos y artistas, convulsos y tuertos, lloraban ante la cercanía de la linda malvada, que los observaba lasciva. El salón era una fiesta, todavía, para la Cara. Pasé la lengua por mis labios resecos. El monstruo surgido de mi rostro no me preocupó, ya, demasiado. Los Emisarios del Mundo Microscópico estaban en camino. El buen rocanrol acompañaría nuestras batallas y así quedáramos para siempre con la visión disminuida y sesgada, baradum-baradum, ese ojo sería cocinado a la funerala.
***
Dueña de su misión, la Cara sonreía. Arrancaba las testas a los concurrentes o pateaba cabezas, apoyada por sus metálicos esbirros. ¿Qué registros mentales buscaba la dama? ¿Qué ceguera habría coronado sus triunfos? La directora de la Comisión Armada de Regulación Artística se deslizaba por el mármol, equívoca y sensual, y copulaba con viejos y jóvenes, con listos y torpes, para luego devorar pretéritos imperfectos.
Fiera del diablo, aquel caramelo reía a boca suelta mientras caminaba por ahí, succionando palabras y vidas. La sangre escurría. El suelo sudaba. Tres metros antes de que llegara hasta donde yo estaba me levanté de un salto al escuchar el atronador sonido de las cuerdas, soundtrack acorde para el asesinato de dioses. Eran ellos. Los Emisarios del Mundo Microscópico. Un tambor comenzó a marcar el destino de la noche.
La mano invisible de El Guante, atizando las cuerdas, aplastó a las infelices bestias ópticas, que perecieron estranguladas por el ritmo. La Segadora de Almas, regordeta de tanto nutriente, comenzó a bailar entre la multitud que brotó en el salón, bella en toda su honguedad. Ya todo estaba decidido. Con el temperamento bañado por la música me dirigí, vengativo, hacia la Cara.
“Buona notte“, le dije. Y ella: “Tipejo”.
Intenté besarla, pero dio un paso atrás mientras el frenético rocanrol salpicaba los pálidos muros con espasmos sicodélicos. Y tropezó. Se recuperó pronto y quitándose los tacones, entre gruñidos salvajes, tomó la vertical y salió del salón. Quisiera volver a verla, a pesar de todo. La masacre, merced a las buenas artes de Los Emisarios del Mundo Microscópico, se había convertido en rocanrol. Ensayé una sonrisa, que pronto se transformó en mueca de dolor, sellada para siempre en mi faz. En el piso chisporroteaba mi viejo ojo derecho. Y junto a él, aún en el suelo, la aceituna de mi sexto Martini, dentro de un pequeño charco de sangre y vermut, padecía consternada por la emoción, atónita, exhibiendo con pánico su pimiento morrón.
Este cuento aparece en el libro Pésimas personas, publicado por Ediciones Arlequín.