Tímidas voces, acostumbradas a gritar, me susurraron algo acerca del legado que habla por tantos mexicanos: la importancia del futbol. Mencionan productos por los que no sienten particular orgullo, pero se les puede ver como guardianes del espectáculo. Aunque creen que no se trata de ellos, sin miedo a equivocarme, afirmo que sí. Con reserva y sin vanagloriarse divulgando sus nombres reales, tres personajes a los que nombraré Jorge, Claudia y Jonathan, no dejan su labor por un segundo: “Estos cacahuates no se van a vender solos, güero”, me dice cuando le pido un minuto a Jonathan. No lo culpo; mi petición fue ridícula y eso me costó una fuente. Aprendo la lección y queda patente que aun cuando el espectáculo de las canchas sea volátil y pueda llegar a ser incluso aburrido, el de ellos tiene que ser impecable.
La selección mexicana le ganó a su similar de Escocia 1-0 el pasado 2 de junio. Fue su último partido en el país antes de partir a Dinamarca para enfrentar a los locales y empezar la única competencia deportiva que, cada cuatro años, me ha hecho llorar porque me rehúso a aceptar que tenemos una maldición o que no seamos tan grandes como mis expectativas. El funesto escenario de los sueños rotos, los penales marcados que no eran y la gloria (imaginaria para mí) de no terminar llorando: el Mundial.
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Después de comprar un boleto que excedió el precio impreso en el papel por más de 50%, entré, por primera vez solo al estadio que coronó a los más grandes: Pelé y Maradona. Me pregunto si lo que realmente le hace falta a esta generación de futbolistas, a Messi y Cristiano, es que pisen la tierra azteca para entrar al Olimpo de manera definitiva. Volver este estadio me lo dijo con categoría e ímpetu: aquí existe un elemento que rebasa la gloria momentánea y la congela en el tiempo.
“Los años pasan y pues sí, la afición cambia, yo siento que ahora vienen con más miedo. La inseguridad ya nos llegó a nosotros también”, dice con desaliento Claudia mientras vacía dos cervezas en un vaso. “La verdad no recuerdo si estuve en el último partido de despedida, pero seguro sí: llevo trabajando en el Azteca por más de 23 años. Me parece que la gente ya no alienta igual que antes, bueno, digo, siempre hay gente que viene muy emocionada y así, pero ya no es lo mismo”. Claudia voltea a los lados, dejándome saber que nuestra breve entrevista había terminado. No insisto y le pido una foto que también me niega –los tres me la negaron. La emoción, aún así, transpira de las temblorosas manos de Claudia; me comenta que quiere ponerse a vender para poder ver el partido, aunque sea por encima del hombro. El anonimato en especie se convierte en el ingrediente más importante de asistir al estadio, y se pone patente reconociendo que venimos todos aquí, incluyendo los vendedores, a despojarnos de la individualidad y convertirnos en sociedad. Todos estamos presentes para ser elementos de tan sólo el primer capítulo de la magnífica tragedia griega que es el amor a la selección mexicana: el héroe trágico, los jugadores; el coro, los aficionados; los dramaturgos, los policías y vendedores; y Dios, el balón.
“Luego la gente cree que a nosotros no nos importa ni nada, que ‘chamba es chamba’ y ya, pero no es así, cuando juega la Selección todos estamos viendo qué está pasando”, me dice Jorge mientras prepara un esquite de 30 pesos a un aficionado. Trato de seguirle el paso pero, evidentemente, es perfectamente imposible. Por suerte, me lo vuelvo a encontrar diez minutos después en el túnel. “Llevo muchos, muchos años trabajando aquí, en el Estadio Azteca, y he visto las cosas más tristes y alegres que le han pasado a la selección”, afirmándome que si alguien realmente está escribiendo la historia de la tragedia son ellos que están ahí no sólo para disfrutar, sino para permitir que los demás disfruten también. “No sé si la gente ha ido viendo de manera diferente este tipo de partidos, pero para mí siempre es lo mismo: trabajo y pasión. Me gusta estar aquí, ellos –los jugadores– se van, nosotros aquí siempre estaremos, apoyando con nuestro trabajo y nuestra pasión por el equipo”.
Dentro de 86,000 voces que pueden estar gritando dentro del estadio más grande de México, es ineludible escuchas las suyas; gritos de guerra, aliados de la venta, que hacen de la comuna hippie un lugar íntimo y personal. Escalando por los reducidos espacios, fríamente calculando donde pondrán el siguiente paso entre las piernas, las espaldas y las gradas y cargando con hasta unos 8 kilos de peso muerto en sus cabezas, hombros o cinturas, siempre encuentran la manera de acercarte a ti, a tu lugar, como si tu presencia en el estadio debería ser privilegiada. Siempre, al final del partido, puedes reconocer al arduo trabajador que cuidó a todos y cada uno de su zona, sin permitir que se escape una venta ni que se quede nadie sin su cambio. Dentro de la masa, encuentran la manera de satisfacer al individuo y, al mismo tiempo, no permitirle olvidar que es uno más de todos los fanáticos. Un momento de respiro en la tormenta que se da a partir de un sorbo de cerveza.
Hacia la recta final del partido dejo mi lugar para verlo desde el túnel. El partido, la selección y el prospecto del mundial me inundan de nuevo. El juego en sí no fue un buen recordatorio de lo que es disfrutar de un buen fútbol –ni cerca está de ser la mejor versión de México que he visto. Sin embargo, con un buen sabor recordé cómo me despojé de mis prejuicios y me uní a la catarsis colectiva cuando Gio volvió a anotar después de dos años sin gol con el Tri. Incluso en el gol anulado a mediados del segundo tiempo que hizo que se bañara en cerveza mi adorada playera del Cuau, no recibí “el cubetazo” con enojo ni busqué ningún culpable. Por supuesto que mojarse es parte de ser uno más del estadio. Incluso, por el hecho de que me cayó una parte considerable, todos alrededor redujeron el frío de la chela (gracias a Dios) con simpatía y chistes. Una camaradería hecha a partir de simpatía por la cómica desgracia del estadio. Por un momento, las criticas de meses atrás a Osorio, la Copa América, Concacaf, La Liga, todo se vuelve irrelevante: me siento listo para volver a competir en el mundial, no como espectador tercero sino como vital parte del engranaje que hace que cualquier deporte exista: el fanático. Con orgullo y desaliento, como diría Carlos Fuentes, volví a creer en México.
A punto de marcharme con las reflexiones finales, veo que dos policías granaderos y una vendedora de cerveza gritan con emoción una jugada cerca del gol, prácticamente abrazándose entre sí. Resiento mis limitadas capacidades de fotógrafo por no poder capturar el momento, pero algo me dice que de cualquier manera, no hubiera podido. ¿Quién vive los partidos si no son ellos? Como mexicanos, como trabajadores, con las gotas de sudor que escurren de su frente delineando sus ojos y transformándose en lágrimas de alegría por saber que algo más grande que ellos podrá representar un sentimiento que no puede explicar ningún académico pretencioso. La profunda honestidad de su sentimiento y los dos minutos cuando se detienen de su labor profesional – su cara de seriedad, calculadora y móvil – establece de una vez por todas algo que ni Maradona ni Pelé, ni Cristiano ni Messi, ni Jorge Negrete ni El Vasco Aguirre saben, pero que esta tierra tiene una profecía: si quieres ser el más grande, tendrás que pisar el Estadio Azteca. Pero no el pasto, sino las gradas y servirle a alguien una cerveza que llevas cargando sobre tu cabeza.