El viernes pasado, a medida que los fans ingresaban a la arena MGM Grand Garden para llamada “Pelea del siglo”, el ex boxeador Mitchell Rose aprovechó para poner un negocio en la explanada. Consiguió un carrito de comida usado, colocó un montón de libros sobre el carrito y un vasito de cartón lleno de cerveza atrás de los libros. Se puso un cinturón verde de campeón en el hombro derecho y, conforme pasaba la multitud, dejó que el cinturón hiciera el trabajo.
Rose tiene 46 años, mide alrededor de 1.80 y es tan robusto que cuando le contó a los fans por qué andaba por Las Vegas con su cinturón puesto, nadie lo cuestionó. Hace 20 años, en las contiendas preliminares de la pelea de Oscar de la Hoya en el Madison Square Garden, Rose fue el primero en derrotar a Eric Esch, también conocido como Butterbean. Lo acorraló en una esquina en el segundo round y le lanzó ganchos derechos hasta que el referí se vio obligado a parar la pelea. Para ese entonces, Butterbean ya era famoso y estaba por convertirse en un luchador de culto. El luchador gordo, calvo y blanco ganó sus próximas 51 peleas y se convirtió en la imagen de la división de peso pesado del box.
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Por otro lado, Rose obtuvo otras dos victorias, 11 derrotas y un empate. Además del box, es un vendedor ambulante y tiene una licorería. Según él, la segunda parte más memorable de su trayectoria ocurrió en 2002, cuando Mike Tyson lo atacó afuera de un club nocturno en Brooklyn y le rompió su abrigo de visón. El primer libro que publicó Rose se llama Mike Tyson Tried to Beat Up My Daddy (Mike Tyson trató de golpear a mi papá) y se trata sobre ese incidente. El segundo libro de Rose se llama The Man that Beat Butterbean But Now Has to Beat These City Streets (El hombre que derrotó a Butterbean y que ahora tiene que derrotar a las calles de la ciudad). Rose vino a Las Vegas a vender su tercer libro llamado Liquor Store Blues (Blues de Licorería) por tan sólo 10 dólares. Le compré una copia.
El cinturón de Rose, adornado con piedras preciosas, tiene escrito su nombre y la frase “King of the 4 Rounders” (El rey de los cuatro rounds), que fue el apodo de Butterbean. Ninguna de las organizaciones del box ha dado un premio de “cuatro rounds” a los luchadores de la división de peso pesado o de cualquier otra división. Pero el cinturón cumplió su propósito. Los espectadores curiosos se acercaron a Rose, platicaron con él y le pidieron que se tomara fotos con ellos. Vendió unas cuantas copias de Liquor Store Blues, repartió tarjetas de presentación (porque también es asistente jurídico) y declaró que quería la revancha con Butterbean a pesar de que él ganó en la primera pelea.
“Soy un estafador, a eso me dedico”, dijo Rose y explicó que los derechos de autor de las películas es lo que mas deja.
Las festividades preliminares dieron comienzo dentro de la arena. El lugar se llenó con personas que podían pagar 10 dólares sólo por el gusto de ver cómo Manny Pacquiao y Floyd Mayweather se desvestían y se subían a una báscula pero no podían pagar los miles de dólares que costaba el boleto para verlos pelear en ese mismo edificio al día siguiente. Doug E. Fresh dirigió ese encuentro, calló al publico, leyó anuncios y en general se dedicó a llenar los espacios entre las presentaciones de hip hop y los videos.
“Disfruten su estancia en Las Vegas y, más que nada, disfruten su vida”, dijo en tono serio. “La vida es corta”.
Las Vegas siempre ha sido el lugar al que acude la gente cuando busca algo, como un sentimiento específico o una falta total de sentimientos, un golpe de suerte que cambie todo o una noche de fiesta tan larga y salvaje que es suficiente para hacer que el siguiente año de monotonía dentro un cubículo sea más tolerable. Sin embargo, este fin de semana, la gente que viajó a Las Vegas lo hizo para estar “cerca”. El sábado pasado se enfrentaron los dos luchadores que probablemente son los luchadores más famosos del mundo. Eso fue lo que atrajo tanta gente a la pelea entre Mayweather y Pacquiao. Éramos como palomillas estúpidas volando hacia una luz mortal.
Aun no estaba decidido quiénes íbamos a tener el honor de estar junto al ring la noche siguiente y quiénes íbamos a ver la pelea por televisión. Aunque yo estaba seguro de que no iba a estar entre los elegidos. El único conocido que podía meterme a la pelea era un amigo de mi hermano. Pero no estaba a su alcance. A fin de cuentas, no iba para cubrir la pelea. Iba para tratar de entender el espectáculo. Hasta dejé mi computadora en casa porque, según yo, mientras más tiempo me la pasara pegado a ella, menos tiempo tendría para sumergirme en lo que estaba a punto de ocurrir.
Cuando terminó la ceremonia de la báscula, algunos de los fans se quedaron en la entrada de la arena. Yo también me quedé ahí aunque no estaba seguro para qué. Estábamos a 32ºC y el sol de Las Vegas pegaba tan fuerte que dolía pero ahí seguíamos, los raros, los cazadores de recuerdos, los primos segundos y los estafadores. Un hombre sacó de su mochila el guante autografiado de Manny Pacquiao y trató de venderlo. Mitchell Rose estaba con toda esa gente, esperando a que algo pasara, a que apareciera alguien famoso. Y así fue. Llegó Deontay Wilder, el campeón de peso pesado del Consejo Mundial de Boxeo (WBC, por sus siglas en inglés). En ese momento, Rose levantó su cinturón verde y se abrió paso entre la multitud.
“¡Oye, campeón!”, gritó. “¿Quieres un poco de esto?”
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Cuando regresé a mi habitación, vi que en el noticiero estaban hablando sobre un grupo de manifestantes que se plantó frente a la arena MGM en la mañana para exigir que Mayweather explicara su maltrato constante a las mujeres. La forma en que el camarógrafo los grabó junto al bloque color esmeralda y la inmensidad del cielo azul los hacía parecer insignificantes, como si el público los fuera a olvidar en cuanto terminara el segmento y el presentador cambiara su tono de voz.
En la calle, un anciano demasiado talentoso como para trabajar en la calle cantó “Try a Little Tenderness” a todo pulmón en una esquina entre dos de los puentes cerrados que evitan que los borrachos se caigan en medio del tráfico. Había una hombre con enanismo vestido de Manny Pacquiao en una banqueta cerca del hotel Flamingo. Hasta traía una banda para la cabeza y una barbita de chivo pintada. Estaba parado frente a un puesto donde vendía mercancía de la pelea y se tomaba fotos con los transeúntes borrachos.
Se llamaba Ezequías, originario de Guadalajara, Jalisco, y tenía un hermano llamado Ezequiel. Para evitar confusiones, prefería que le llamara Arnold Virgen, el nombre artístico que utilizaba en la lucha libre y cuando montaba toros (toros miniatura). El amigo de un amigo lo reclutó en San Bernardino y lo vistió como Pacquiao para llamar la atención y que la gente se acercara a ver la mercancía. En realidad no se parecía a Pacquiao pero a nadie le importaba.
Arnold posaba y soportaba toda clase de abuso a cambio de cualquier donación que fuera directo a los bolsillos de sus shorts deportivos. Dijo que ya estaba acostumbrado, pero que este público era más grosero que el público en los eventos de la lucha libre porque los fans de la lucha libre están acostumbrados a ver personas con enanismo. Dijo que no le gustaba el box pero que el evento era muy importante. Cuando se acercaban los fans de Mayweather, gritaba “¡Pacquiao!” para ver si le pedían una foto. Planeaba trabajar hasta las 11 PM y llegar temprano al día siguiente para recibir al imitador de Floyd Mayweather. Mientras tanto, las ventas seguían.
En el hotel Casino Royale, una chica vestida de negro con un velo blanco atado a su cabello se acercó a una mesa donde las apuestas en los dados eran de mínimo cinco dólares y le pidió a todos los jugadores que mostraran más animo y que trataran de divertirse. Y lo hicieron, al menos por unos minutos. Al otro lado de la calle, un volcán falso hizo erupción en el hotel Mirage por octava y ultima ocasión esa noche. En la franja, un grupo de israelitas negros instalaron un campamento en una banqueta y se pusieron a predicar acerca de las 12 tribus. En el casino del hotel MGM, un grupo de desconocidos siguieron al séquito del boxeador Adrien Broner hasta los elevadores para buscar pleito. “Lo único que van a conseguir es una demanda”, dijo un miembro del séquito. Broner, con lentes de sol y cadenas de oro, no dijo nada. El precipicio de un club nocturno llamado Marquee estaba lleno de hombres con barbas perfectamente arregladas y sin calcetines que se la pasaban evaluándose mutuamente.
Cuando regresé al hotel Excalibur, la luna llena estaba sobre el edificio. En uno de los vestíbulos al lado del casino, una banda de covers proveniente de Filipinas tocaba el tema de la película El guardaespaldas. Me senté en la barra y revisé mi mail sólo para confirmar que iba a ver “La pelea del siglo” por televisión.
El día de la pelea, el Club de Box de Mayweather, ubicado en la parte trasera del barrio chino de Las Vegas, estaba cerrado pero había autos llenos de fans que estaban viendo la pelea desde el estacionamiento y tomándose fotos en la entrada del club. De todos los fans de Mayweather que vi en Las Vegas, casi ninguno era blanco.
Dentro del gimnasio había unos cuantos miembros de The Money Team (TMT) pidiendo pizza y planeando la fiesta después de la pelea. Había otros parados en la puerta que ofrecían recorridos improvisados. Si querías ver dónde entrenaba El Mejor, tenías que pagar 50 dólares, es decir, la mitad de lo que costaba ver el evento desde tu casa en modalidad Pago Por Evento.
Por dentro, el gimnasio se veía igual que en la televisión: estéril, moderno y aburrido. Algunos de los cuartos contiguos estaban decorados con fotos de Mayweather (incluyendo un par donde estaba vestido como gánster de la década de los 20, con traje a rayas, fusil Thompson y todo), pero las paredes de las habitaciones donde entrenaba no tenían ningún tipo de decoración. Por dentro y por fuera, el gimnasio de Mayweather se veía como un lugar para hacer negocios. Nada más. Ni siquiera olía a gimnasio de box.
Afuera me encontré a unos chicos que acababan de salir del recorrido. Resulta que eran primos, que vivían en extremos opuestos del país y que se reunieron en Las Vegas para ver la pelea. Como los cuatro eran fans de Mayweather, les pregunté lo mismo que a todos los demás desde que llegué: “¿Por qué? ¿Por qué les encanta Mayweather?” Y respondieron que simplemente Mayweather era el mejor. Que amaban el box y que admiraban su talento.
Mayweather había golpeado y amenazado a varias mujeres en distintas ocasiones. ¿Les importaba? Sí y no. Lo sabían y les daba asco. Pero trataban de no pensar en eso. Dijeron que sólo eran fans del boxeador. Cualquiera puede apreciar la obra de un artista sin que le agrade la persona en sí. A pesar de que estaban frente a su gimnasio, de que acababan de salir del lugar donde entrena, de que acababan de pagar 50 dólares por cabeza, para ellos, Floyd Mayweather, seguía siendo una abstracción. Mayweather va a seguir ahí aunque lo vigilemos o no. Va a seguir siendo famoso. Entonces, ¿qué tiene de malo ver cómo lo hace?
Le pregunté a los primos dónde iban ver la pelea. Dijeron que no estaban seguros. Llegaron sin haber planeado nada. En Las Vegas Strip, la pelea sólo se iba a trasmitir con subtítulos y en fiestas que, según ellos, eran demasiado caras. Planeaban ir a un bar en la ciudad de Henderson (que está junto a Las Vegas) porque la entrada era de 100 dólares por persona. Para estos cuatro primos, la pelea no era más que una excusa para reunirse. Era una excusa para ir a Las Vegas. Aún si terminaban en los suburbios.
Además de los hoteles lujosos, Las Vegas no es más que una versión pretenciosa de la ciudad de Phoenix. Subdivisión tras subdivisión. Cuadras largas y anchas. Mallas metálicas y letreros descoloridos por el sol. A tres km del gimnasio Mayweather y después de pasar decenas de calles decoradas con los mismos adornos chinos, hay dos farmacias, una frente a la otra.
Nanay Gloria es una casucha que está en la calle comercial en la parte trasera de una de las farmacias. Este buffet “come todo lo que puedas” sirve comida filipina por menos de 10 dólares y pagas cuando terminas de comer. El sábado por la noche, el lugar estaba atascado pero casi nadie estaba comiendo. Había un par de televisiones montadas en las paredes. Estaban pasando una película de guerra en el canal GMA Pinoy TV. Mientras los clientes veían cómo se mataban los soldados, en la parte de debajo de la pantalla había un pequeño texto que decía “¡Viva Manny Pacquiao!”
Hay más de 100 mil filipinos que viven en Las Vegas. La comunidad de filipinos es una de las más grandes del país y también es una de las minorías predominantes en Las Vegas. En la cocina, media docena de personas luchaban por cumplir con todos lo pedidos que encargó la comunidad para apoyar a su compatriota en una de las peleas más importantes de su trayectoria. Había una pared llena de tickets de ordenes que aún no se enviaban. Pacquiao dejó de ser un compatriota y se convirtió en El compatriota. La persona detrás de esa sonrisa dulce y las constantes citas de la Biblia no era tan importante como el héroe que representaba para el público.
Tomé un plato y lo llené con comida del buffet. Mientras tanto, veía como el cajero revisaba orden tras orden y se asomaba continuamente a la cocina para ver cómo iba todo. Me llené la boca con comida mientras veía pasar carritos con bandejas de aluminio llenas de lumpia, pancit y adobo que llevaban con cuidado hacia los autos en el estacionamiento con destino a decenas de hogares y a quién sabe donde. El restaurante se veía como cualquier casa horas antes de la cena de Navidad. Se sentía la ansiedad por las preparaciones de ultimo minuto que iban a abrir paso a la camaradería y la emoción. La única pregunta era qué iba a pasar después de toda esta emoción.
Aunque en realidad no era una pregunta. Cada que Mayweather pelea, tengo la esperanza de que lo derroten. “Quizá el Canelo es lo suficientemente fuerte para intimidarlo”, me digo a mí mismo. “Quizá Maidana ya descifró sus movimientos. Quizá Manny Pacquiao es lo suficientemente rápido, astuto y valiente como para derrotarlo”. La emoción está al máximo en los días previos a la pelea pero se desvanece a medida que se acerca la fecha.
La cercanía física entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao no me hizo cambiar de opinión. Sabía el resultado desde que vagaba por la arena del MGM. Mayweather había demostrado ser mejor luchador a lo largo de su carrera y Pacquiao, a pesar de ser dos años menor que Mayweather, no estaba en su mejor momento. Su ultimo contrincante fue Chris Algieri. ¿Quién chingados en Chris Algieri?
Los ex boxeadores Mike Tyson y Erik Morales estaban en un bar mexicano frente a la entrada de la arena tomándose fotos con el logotipo de Tecate. En el casino había gente presumiendo su dinero, gente presumiendo el dinero que no tenía y gente tan rica que ni siquiera tenía la necesidad de presumir nada. La policía metropolitana traía un uniforme color caqui, los guardias de seguridad usaban un uniforme verde fosforescente y los agentes de FBI vestían trajes pasados de moda.
En el baño, uno de los guardias le dijo a dos hombres cómo podían burlar toda la seguridad y entrar a “La pelea del siglo”. Iban vestidos para la ocasión, con un coctel en la mano y camisas fajadas con jeans, listos para confundirse entre los ricos y no famosos. Uno de ellos solía trabajar en el MGM y el otro era su amigo. “Puedes venir si invitas los tragos”, me dijeron.
Cruzamos una puerta sin vigilancia cerca de la entrada de la arena y llegamos a una estancia tranquila. Después cruzamos a un pasillo que daba a unas oficinas y sabíamos que al otro lado estaba la arena misma y “La pelea del siglo”. A medio pasillo, de una de las oficinas salió un hombre con un plato de comida y con mirada confundida. De pronto, estábamos de vuelta entre la multitud. De la nada apareció un policía uniformado y se paró frente a la puerta.
Llegué al Centro de Convenciones justo a tiempo para ver en una de las cinco pantallas gigantes como Vasyl Lomachenko noqueaba a Gamalier Rodriguez en el noveno round. Era una habitación amplia, alfombrada y llena de gente que había pagado 400 dólares para ver la pelea por televisión con cocteles de vodka ilimitados. Podían tomar todo lo que quisieran pero si les daba hambre y querían un hotdog o unas palomitas, tenían que pagar un poco más.
“Aún así es mejor que estar entre toda la gente”, me dije a mí mismo. Pero entonces me llegó un mensaje de texto justo cuando Floyd Mayweather entró al ring, seguido de la mascota de una cadena de comida rápida. El auxiliar de relaciones públicas que era amigo de mi hermano tenía un boleto extra para mí, claro, si estaba dispuesto a esperar hasta el segundo round para entrar.
Las luces moradas iluminaron el ring dentro de la arena y brillaron en la cabeza calva de Floyd Mayweather. El bien y el mal se veían como en mi infancia y no como deberían verse en mi adultez. Pacquiao era contradictorio: hiperactivo y taciturno al mismo tiempo. Mayweather se veía tan seguro como siempre, equilibrado, fluido y reticente a verse involucrado en diálogos incómodos. No se inmutaba por el frenesí de Pacquiao. Para él, Pacquiao era como cualquier otro contrincante.
Conforme la pelea avanzaba hacia su inevitable conclusión, renuente a ceder ante los deseos del público, como todas las peleas de Mayweather, alcancé a ver una palomilla que se lanzó en picada desde el techo, atravesó las luces, aterrizó en el ring y se quedó un momento en la cabeza de Pacquiao. Al parecer, el referee Kenny Bayless también la vio porque mientras Pacquiao trataba de acorralar a Mayweather en una esquina, Bayless parecía que quería ahuyentarla. Pero antes de que lograra ahuyentarla, la palomilla voló, insatisfecha.
Después, los espectadores comenzaron a abuchear. No estaba claro si abucheaban a los jueces (quienes, como todo el mundo, sabían que los luchadores podían seguir peleando al menos otros seis rounds) o si se abucheaban a ellos mismos por dejarse engañar una vez más. Fue “La pelea del siglo” hasta que los luchadores entraron al ring. Mayweather ganó. Pacquiao mandó besos, caminó hacia un túnel que daba a los vestidores y desapareció. Los dos eran iguales, sólo que mucho más ricos.
Esa misma noche, un poco más tarde, Mayweather regresó a la arena para dar una conferencia de prensa. Quitaron las cuerdas del ring y colocaron una tarima en el centro. Mayweather se quedó un rato parado junto a un par de edecanes sonrientes de Tecate mientras hablaba un poco sobre la pelea y mucho sobre él, divagando entre cada tema. Escucharlo era como escuchar al líder de un culto, cuerdo y delirante el mismo tiempo, consciente de que se dirigía a un público que nunca se atrevería a contradecirlo. Dijo algo sobre cómo ser buen padre y negó ser una mala persona. Aseguró que cree firmemente en Dios, al igual que Pacquiao, y que ama a su familia.
No se veía feliz, se veía satisfecho. Más bien, se veía contento por el cheque. Ese cheque era su meta principal dentro del box, que por cierto, era un deporte que ya no le gustaba tanto. Pero ya lo tenía. Dijo que lo sostuvo en el vestidor. Y ahí estábamos, emisarios de la sociedad que emitió ese cheque y otros 47 cheques más pequeños. Y que va a emitir otro de esos en septiembre. Pero en realidad todo gira en torno a la idea del dinero y no al dinero mismo.
“Llega un punto en el que ya no hay nada más que quiera comprar”, dijo Mayweather.
Al día siguiente fui a la terminal del sur del aeropuerto de Las Vegas a esperar a que saliera mi vuelo. Entre los anuncios del aeropuerto, se alcanzaba a distinguir el sonido de las máquinas tragamonedas y la voz de un hombre que se puso a jugar en una máquina de 25 centavos mientras esperaba su vuelo.
“Gánate ese dinero”, decía cada que oprimía un botón. “Gánate. Ese. Dinero”.