El dato es aterradoramente sorprendente. Según un estudio de la compañía Steelcase, solo tres millones de españoles odian tanto su trabajo como para arrancarse la cara de un tirón seco. Si tenemos en cuenta que este trimestre hay 19 471 000 personas activas y ocupadas — AKA trabajando— en este país, solo el 15 por ciento de toda esta peña se desmoronará emocionalmente cuando lleguen esos tan temidos lunes.
Sinceramente, uno pensaba que el odio al trabajo estaría más arraigado en la tradición española y que la gente harta de trabajar alcanzaría cotas del 80 por ciento. Pero no, a la gente le encanta trabajar, al menos a la gran mayoría no les pone tremendamente tristes.
Videos by VICE
¿De dónde sale tanta alegría? Vale, vale, que sí, que en estos tiempos que corren “tener un trabajo es un lujo” y por esta regla de tres tendríamos que estar desmesuradamente alegres de estar degollando conejos durante ocho horas en un almacén de desmenuzamiento cárnico en Alcantarilla o pasarse la mañana mandando notas de prensa sobre el “Tercer Ciclo de Arte Dramático Húngaro de Madrid” que a todo el mundo le importa un mierda.
MIRA:
Es que es imposible que haya tanta gente satisfecha con su trabajo. Cuando cojo el metro por la mañana solo veo caras tristes, cansadas y ansiosas por estar volviendo a casa de nuevo, rostros hundidos cuyo único destello de júbilo consiste en lograr subirse al vagón que les dejará más cerca de la salida del metro, ese pequeño éxito vital.
Me parece ofensivo que España haya olvidado que el trabajo es precisamente todo lo que nos impide vivir. Al trabajo hay que odiarlo de la misma forma que los campesinos odian a los caracoles manzana que devoran los cultivos de arroz del delta del Ebro. El estado de miseria es tal que los españoles están orgullosos de sus trabajos de mierda y de sus sueldos de mierda y de sus horarios de mierda y de sus jefes de mierda, que se creen seres humanos superiores pero que como todo el mundo al final son solo carne, huesos y sangre.
El trabajo es eso que nos quita tiempo y nos aparta de una experiencia plena de la vida. Hemos caído presas de ese cuento del jornal intercambiable por productos y servicios; el deseo y su motor, la publicidad, han convirtiendo nuestras escasas y más que suficientes necesidades básicas —pan, agua y una manta para taparnos las noches de invierno— en un síntoma de pobreza y mediocridad, viéndonos arrojados a la compra —crédito mediante— de comodidades impertinentes como casas, coches, televisores, móviles, ropa con logos y comida precocinada para sentir que habitamos una vida decente y normal.
Solo trabajamos para cubrir estos mínimos vitales que, por lo general, no son realmente mínimos, sino excesos heredados de una cultura del consumo que está aniquilando al mismísimo ser humano (toda esa mierda de la contaminación y las guerras). Se ha cambiado la escala de nuestras necesidades a cambio de vender nuestro tiempo a empresas para, en algún momento, poder disfrutar de ellas. Es una especie de trampantojo o juego de trileros en el que indudablemente hemos perdido.
Así que ser feliz en el trabajo es darle la mano a este sistema que nos clava navajas en la cara cada día y cada noche. Estos tristes tres millones de personas tristes (menuda redundancia) deberían convertirse en 19 millones y medio de personas desencantadas, si este fuera el caso, solamente si este fuera el caso, entonces las políticas laborales empezarían a virar hacia tendencias más humanas.
La tristeza y la insatisfacción son la única arma que tenemos para derrocar este sistema incoherente de sumisión y para revertir la fórmula hacia una vida más saludable. Una sociedad no funciona cuando la gente es feliz con sus trabajos mediocres, una sociedad funciona cuando la gente es feliz fuera de ellos.
Sigue a Pol en @rodellaroficial.
Suscríbete a nuestra newsletter para recibir nuestro contenido más destacado.