Esta es una crónica para todos aquellos que sueñan con ser periodistas de guerra


Este artículo hace parte de ¡Pacifista! Una plataforma para la generación de paz: un proyecto de VICE enfocado en contenidos sobre la terminación del conflicto armado y la construcción de paz en Colombia.

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—Como periodistas, aprender a disparar un rifle no nos va a servir de nada en la vida —recuerdo haberle dicho a uno de mis compañeros, mientras sujetábamos fusiles Galil calibre 5,56 y esperábamos nuestro turno—. Pero si nos quieren enseñar, no me voy a quejar.

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Ese fue el día que disparé un arma de fuego por primera vez. Estaba tan emocionado. Había esperado ese momento con anticipación desde hacía un mes, desde que empecé el curso de corresponsal militar. Ese día cancelé una salida de espeleología a la que me había invitado la revista para la que trabajaba (y el par de botas gratis que venían con ella), sólo por ir a “dar bala”.

—Ve, Simón, no puedo ir a lo de mañana —empecé a excusarme con mi editor por teléfono la noche anterior—. Es que nos acaban de decir que mañana tenemos el polígono de tiro en el curso de corresponsal y…

—Ah, no Roro… ¡andá, andá! —me alentó él de inmediato. Eso era exactamente lo que iba a hacer.

Sobra decir que lo disfruté como nunca, desde el momento en el que pusieron el fusil en mi mano hasta que dejamos la Escuela de Caballería donde hicimos el ejercicio. ¿Cómo no fantasear con ese momento, si soy hijo de películas como Duro de Matar y juegos como Call of Duty? Imagínenlo: estás recostado en el suelo, apuntando el fusil a un blanco a 25 metros de distancia, cuando una voz llega de lejos dando la orden de disparar. Nadie lo hace de inmediato, claro, sino que se oye un disparo aislado, luego otro, y para cuando te das cuenta el estruendo de los disparos se filtra por entre tu diadema. Pero tú estás concentrado, nada de eso importa. Apuntas, respiras y presionas el gatillo… una y otra vez, el rifle golpeando tu hombro cada vez que lo haces y el olor a pólvora intensificándose a tu alrededor.

Es una experiencia que recomiendo a todos. Incluso a periodistas, pese a que no nos aporta nada para el oficio. Como me dijo en cierta ocasión Hugo Mario Palomar, corresponsal de CM& y Caracol, hablando sobre este tipo de entrenamientos: “Yo fui a un curso de corresponsal de guerra con los militares y nos pusieron a hacer un polígono, a dispararle a un blanco. ¿Y yo qué? Yo llevo un micrófono. No voy armado a dispararle a nadie”.

Temo que hasta ahora he dado la impresión de que sólo entré al curso de corresponsal militar que ofrecen la ESMAI (Escuela de Misiones Internacionales y Acción Integral) y el Ministerio de Defensa porque quería disparar un rifle. Y ese no es el caso.

La verdad es que desde hace ya bastante he tenido un sueño: ser corresponsal de guerra. Como dice el periodista Michael Herr, me llama la responsabilidad de ver, de contar.

Por eso tomé un curso de primeros auxilios, por eso me mantengo leyendo crónicas y relatos de esos periodistas que desembarcaron en Normandía o de los que se adentraron a la selva de Vietnam, y por eso apenas un amigo me dijo que en Bogotá ofrecían un curso de corresponsal militar para periodistas, empecé a sacar todos los papeles necesarios para inscribirme —que incluyen un formulario del Ministerio de Defensa, antecedentes judiciales y certificación de buen estado médico—. Estaba listo para dejar Cali e irme a la capital a hacer el curso, sin siquiera tener un empleo allá. Estaba dispuesto a trabajar todo un semestre en televentas, hablando en inglés con gente en Miami o Londres que no entenderían lo que les decía, sólo para seguir ese sueño.

No es que me cayeran muy bien los militares. Siempre los había visto con algo de desdén, empezando por aquellos viajes por carretera en la infancia, cuando nos paraban los retenes y me sentía parte de un juego de azar en el cual nos podían tocar o los soldados o los guerrilleros. Nunca me sacudí del todo ese miedo.

Igual llevé los papeles para inscribirme. Seguro aprendería sólo sobre la posición de una de las partes del conflicto, difícilmente sobre sus víctimas y los otros grupos armados. Pero a veces la gente olvida que el Ejército, que los jóvenes que se adentran a la selva con un rifle y la voluntad de servir, también tienen una voz en todo esto.

Recuerdo que tuve algo de miedo cuando hice la entrevista de admisión con un teniente, que me dijo que el curso no era ningún paseo en el parque, que me agotaría física y mentalmente; que me gritarían en la cara, que me exigirían más allá de lo que yo jamás me había exigido a mí mismo. Por un momento tuve miedo, pero rápidamente ese temor se transformó en una añoranza de aventura, de descubrir a dónde me llevaría este camino que había decidido tomar.

Hagámosle, me dije. No había forma de que me echara para atrás.

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Mi miedo fue injustificado: estoy seguro que me pasé más tiempo sentado en un salón de clases que haciendo sentadillas. Fue algo decepcionante. Después de las primeras sesiones, me di cuenta de que la mayoría de las veces tendría que luchar por levantarme a las cuatro de la madrugada cada sábado, atravesar lo más rápido posible la ciudad y llegar a tiempo a las seis al Cantón Norte para ir a sentarme por seis horas en un puesto y combatir las ganas de quedarme dormido.

Pero seguí yendo. No desistí, como hicieron algunos tras un par de semanas, porque pensaba que aunque sólo fuera a ver clases durante los próximos tres meses, al menos tendría al final un cartón que me certificaría como “Corresponsal Militar”. Como todos saben, eso impresiona a las chicas.

No dejes que te laven el cerebro, Rodrigo, me decía a mí mismo cada sábado en la mañana al empezar las clases. Tenía muy claro que el Ejército no daba un curso de tres meses gratis sin querer sacarle nada a cambio: nos enseñaban sobre su manera de ver el mundo a la vez que trataban de convencernos que esa era la única manera. La idea del curso no era precisamente crear gente preparada para lanzarse a la selva con una cámara, sino ayudar a los periodistas a entender y relacionarse con la estructura del Ejército.

Desde el principio había gente lista para eso. Unos cuantos ya venían dispuestos a tragarse todo lo que les dijeran los tenientes y capitanes que casi siempre hacían de profesores, otros alumnos usaban el curso como plataforma para aplicar a ser soldado de la reserva y unos más, simplemente, lo hacían por amor a las Fuerzas Militares.

También estaban los que eran el polo opuesto. Se quejaban a toda hora por lo bajo —porque no se atrevían a decirlo en la cara de los militares que nos instruían— de los falsos positivos y de todas las maneras en las que el Ejército solía alterar la realidad para que cuadrara con lo que más le convenía.

Yo estaba en algún punto en el medio. Los criticaba, mas no odiaba ni amaba a los militares. Profesionalmente, no quería convertirme en uno de esos periodistas que reportan cada muerte de un insurgente como si hubiésemos derrotado a los Nazis o algo así. Quería ser un corresponsal con los conocimientos necesarios para estar en el campo de acción con las tropas, que pudiera ir a donde otros no podían o no se atrevían a llegar, pero con el criterio para preguntar por cosas más importantes que cuántos guerrilleros mataron hoy o cuántos matarán mañana.

Con esa mentalidad intentaba sacar lo mejor de cada clase: esa en la que aprendimos cómo se traducen las líneas y estrellas en la solapa a rangos militares, la que trató sobre operaciones psicológicas, o esa otra en la que aprendimos las reglas de la fotografía forense. Casi todas las dictaban militares y sí que sabían de lo que hablaban la mayoría de las veces. Pero no faltaban las veces que me topaba con esas posturas institucionales que chocaban con las realidades que conocía. Se sentía como si tratasen de cubrir el sol con un dedo.

Otras clases las dieron civiles, como la clase de “Ideología y Terrorismo”, que la vimos con un politólogo que trabajaba para el departamento de Inteligencia del Ejército. En esas se podía hablar con algo más de libertad, discutiendo si acaso el estatus de “terroristas” dado a nivel internacional era válido a la hora de catalogar a las FARC, y cosas así. La mayoría de las clases las disfruté. De hecho, la única clase que odié con el alma fue “Orden Cerrado”, donde aprendíamos a marchar y hacer resonar nuestros pasos con una rigurosidad que se sentía que nos estaban entrenando para desfilar frente al Presidente en persona.

Además, como muchos periodistas, disfrutaba de las historias que me encontraba en medio de todo eso. Oír en clase de tácticas de combate irregular al capitán Julián Borda contarnos sobre aquellos enfrentamientos en la cima de una colina, vaciando cartuchos hacia la oscuridad enemiga; o escuchar al excoronel José Duque sobre sus años de corresponsal militar en Yugoslavia, en tierras devastadas por la guerra donde era más barato comprar y tomar vodka que agua. Cada hombre y mujer en ese curso tenía un relato que contar.

Cerrábamos el día con algunas flexiones de pecho y un trote por las instalaciones. Y eso era todo. Ir al curso fue mi plan de sábado en la mañana por bastante tiempo, hasta que fuimos a la Escuela de Caballería a aprender a disparar un Galil, el fusil oficial de las Fuerzas Armadas. Un gusto que me costó lo que no está escrito.

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Pensé que esa vez en la Escuela de Caballería sería la única vez que dispararía en el curso, pero luego fuimos a Tolemaida por todo un fin de semana.

Me hicieron comprar botas militares —junto a un resto de cosas más—, me dieron un uniforme camuflado y me dijeron que salíamos a medianoche en bus hasta la base de entrenamiento militar más grande del país.

A las siete de la mañana, apenas dos horas después de haber llegado, ya nos tenían equipados: bajo el calor de Melgar andábamos con el uniforme, el arnés y un fusil con sus cargadores, la cantimplora en la cintura y nuestros cascos molestando más de lo que nos protegían contra el sol. Oíamos el “¡arrrrr!” y tocaba ponerse a trotar hacia el siguiente lugar de instrucción. De un punto a otro de la base con todo eso encima.

Una mamera.

Intentaba no quitarme mi casco. Tienen que entender que durante el curso se suponía que íbamos bien afeitados y bien peluqueados. Lo primero lo cumplía, lo segundo no tanto. Incluso para ir a Tolemaida, a donde nos habían pedido ir con el corte del soldado promedio, no hice más que bajarme un poquito el cabello. Pensaba: mientras no me quite el casco estaré bien. Funcionó hasta que en el entrenamiento de rapel, dónde tocaba quitárselo sí o sí, y oí el grito a mis espaldas…

—¡El de las gafitas! —era el coronel de la escuela, refiriéndose a esos lentes de tinte marrón estilo John Lennon que llevaba—. ¡Venga!

Imaginarán el regaño que me pegaron. Me gritó hasta que se le acabó la saliva. Cuando no pudo pensar en qué más decirme, se la montó al teniente encargado de supervisarnos.

—¡O se peluquea o coge sus cosas y se me va! —me gritó el coronel Carrera Calderón. Dado que en Bogotá sólo sabía dónde quedaba la séptima, se imaginarán que no tenía ni idea de dónde quedaba Tolemaida. ¿Cómo carajos me iba a devolver, entonces? Sin rechistar me dejé guiar por un teniente hasta la peluquería. No quité los ojos del espejo mientras la máquina me dejaba con el pelo tan bajo como el de cualquier G.I. Joe. Después de que todo terminó me cobraron cuatro mil pesos y me mandaron de vuelta con los demás, donde mi teniente de grupo me dijo “así se ve mucho mejor, gafitas”.

En esos dos días vimos cursos de supervivencia en selva —donde aprendíamos a filtrar agua con botellas de plástico y algodón en caso de perdernos alguna vez en las montañas—, supervivencia en agua —aprender a crear un flotador con tu chaqueta después de tirarte desde una plataforma con toda tu ropa a la piscina—, disparamos de nuevo y luego limpiamos nuestras armas como buenos soldados.

Los más valientes saltamos de la torre de paracaidistas, nos tiramos al vacío desde cinco pisos de altura. Grité algo como un “¡Feliz navidad!” interrumpido por el jalón que me dieron las cuerdas en medio de la caída. En los días, vivimos de raciones militares todo el tiempo, o al menos lo hicieron mis compañeros. Yo, incapaz de comer eso que llamaban “tamal” de desayuno, cambié casi todas mis comidas por la Lecherita y la galleta de avena que viene en el paquete.

Lo más difícil del entrenamiento fue “la marcha de la muerte”, el sábado en la noche. Todos la esperaban, y con ese nombre todos la temían. Después de uno de los días más agotadores de mi vida, se cerraba con esta caminata de dos millas en medio de la noche con todo nuestro equipo encima (unos 20 kilos por persona). Remataban las antorchas lúgubres que iluminaban el camino.

Lo intenté. Intenté hacer la marcha, pero a los minutos de haber empezado sentí sobre mi pecho el peso del mundo. No podía respirar, no podía seguir. Calladamente me hice a un lado. Si el teniente pregunta, le diré que tengo órdenes superiores que no me permiten correr. Y era cierto: mi madre me había advertido antes de irme que no fuera tonto, que si me sentía mal me detuviera. No tenía sentido arriesgar mi salud, y con el peso de un yunque sobre mi pecho se sentía que eso estaba haciendo. Gaseosa mata tinto.

Nadie me dijo nada. Me dejaron sentarme en mi casco y esperar a que terminara el ejercicio.

Volvimos a Bogotá el domingo en la noche, tras un modesto brindis en Tolemaida para celebrar nuestra campaña y un viaje de cuatro horas en el que no hicimos sino hablar mierdas de lo vivido con cierta nostalgia en la voz. Volvimos a la rutina del salón de clases, a nuestros estudios y a nuestros trotes.

Nos graduamos en octubre, vestidos de saco y corbata. Ningún familiar o amigo fue por mi lado, mas lo compensé emborrachándome esa noche con algunos compañeros, como si fuésemos los mejores amigos. Uno pensaría que lo éramos, después de todo lo que compartimos, pero hoy apenas hablo esporádicamente con dos. Los demás se han quedado en los recuerdos.

Cuando todo terminó volví a ser el de antes, sólo que con otro cartón para mostrar y un par de historias más para contar. Aún no he acompañado a ningún pelotón a la selva, no he tenido la oportunidad de acampar en la noche con los soldados y oír las historias que tienen para contar; tampoco me ha llamado la BBC para ir a Siria. Mantengo la esperanza de que pase, eso sí…

No creo que me hayan “lavado el cerebro”. No salí del curso como aquellos compañeros que ya llevaban un amor incondicional por las Fuerzas Armadas antes de empezar. Esos que hoy ponen en su muro de Facebook fotos de la propaganda militar y comparten cada noticia de la muerte de guerrilleros con un fanatismo que a veces me hace torcer la cara en un gesto, pues pienso que con la misma felicidad compartirán los seguidores e ISIS o de cualquier otra secta la muerte de sus enemigos. Esa mentalidad de celebrar cuerpos destrozados no tiene espacio en la Colombia que la mayoría estamos esperando, o por lo menos yo.

Tampoco soy indiferente a lo que viví, a las historias y las personas que conocí. Como periodista no siento que el curso me haya limitado la mirada, sino que más bien la expandió. Me dio un mejor entendimiento del Ejército, que para bien o para mal es uno de los actores principales en esta lucha constante que vivimos; un conflicto en el que, creo, todos pueden ser víctimas y todos pueden ser victimarios. Creo que ahora aprecio un poco más la labor de los militares, entiendo mejor su esfuerzo y lucha, le puse un rostro humano a la idea de la Fuerza Pública.

Se me nota en pequeños detalles. Como hace unos meses, cuando fui a Buenaventura por carretera. Mirando por la ventana vi a los soldados a un costado de la vía. Ellos me veían y me saludaban levantando su dedo pulgar para indicarme que todo estaba bien, que estaban dispuestos a pelear y a morir para que así fuera. Yo sonreía y les devolvía el saludo, aunque pienso que si se mueren en la pelea nada estará bien.