Artículo publicado por VICE México.
En las faldas verdes de una montaña de San Agustín Etla, en los Valles Centrales del estado de Oaxaca, Víctor Chaca esculpe un bloque de madera negra. Es el pedazo de una viga de alguna casa derrumbada por los terremotos de 2017 en Juchitán, Oaxaca, el lugar donde nació. El tronco oscuro, mientras conversamos, va tomando la forma de una mujer desnuda recostada.
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Desde hace siete meses, el artista zapoteco se ha dedicado a rescatar ese tipo específico de escombros para convertirlos en piezas de arte y de alguna forma revivir lo que aquél mes de septiembre derrumbó en esa ciudad, dejándola en añicos luego de ser pura fiesta, cerveza y flores.
Hasta el momento, Juchitán —y varios otros puntos de la región del Istmo de Tehuantepec— sigue malherida. Sus habitantes viven fracturados. La reconstrucción ha sido lenta, tortuosa, en solitario. De ahí surgió la idea del proyecto de Chaca: su actual obra es un intento de sanación personal y colectiva; un esfuerzo de resurrección para honrar la vida y la muerte que aún merodea su tierra.
Al final de una vereda empinada, flanqueada por árboles y tapizada con guayabas y nísperos maduros, el hombre sigue absorto en tallar el madero oscuro. Le hunde la cuchilla cóncava de metal, la golpea con un mazo, y consulta en una libreta llena de polvo qué tanto se parece la escultura al boceto que dibujó.
Se llaman Tzompantli. El conjunto de 50 esculturas medianas, así como las 12 monumentales de tres metros de altura —que el artista pretende terminar para mayo del año entrante—, lleva el nombre con el que, en tiempos de los aztecas, se conocía al muro donde se exhibían masivamente cráneos de sacrificios humanos.
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El significado del paredón prehispánico, según el juchiteco, guarda gran similitud con lo que pasó en su tierra durante los sismos del 7, 19 y 23 de septiembre del 2017: dice que éstos fueron una advertencia, un llamado de atención de la Tierra.
Por eso es que en su lote de las 23 criaturas intrincadas que ha concluido hasta el momento, más allá de sólo mujeres boca arriba, cocodrilos y lunas, dominan las calaveras:
Se les ve coronando columnas talladas en espiral, fungiendo como pedestales, como basamento de la mayoría de sus creaciones. Son el principio, fin y motivo más importante de la colección.
“Este proyecto fue lo que me ayudó a levantarme de la tristeza y el desgano en que caí, luego del daño y el dolor que los terremotos habían causado en mi familia y en mi pueblo. A nosotros nos tiró una parte de la casa, pero hubo quien perdió a su gente. Un día simplemente me encontré en medio de un panorama desolador y puse atención en las vigas de madera que se asomaban de todas las casas destruidas. Me parecieron como puñales clavados en sus interiores. Entonces, dije: ‘Yo tengo que hacer algo con eso, algo que resane un poco todo lo que siento. Y empecé”, cuenta él.
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Así fue como redescubrió el valor de las casas tradicionales que adornaban Juchitán antes de la desgracia. Al hablar con sus dueños, entre quienes se encontraban personas que verdaderamente lo habían perdido todo, se dio cuenta que estas construcciones eran parte del alma de la población, y que las vigas habían sido el sostén físico y simbólico de dichos hogares.
“Eran maderos de más de 100 años de antigüedad. Si se toma en cuenta que los árboles de granadillo, tepehuaje, caoba y ocotillo con los que fueron hechos, tuvieron que crecer otros 100 años antes de ser cortados, se comprende perfectamente su valor histórico y sentimental. Esas vigas fueron el sostén más importante de las casas donde habitaron varias generaciones”, dice él, mientras conecta un par de lámparas, que iluminan su taller al aire libre. La oscuridad se ha apoderado del cielo después la lluvia, en el horizonte se llegan a ver residuos de un rosa y naranja incandescente.
Eran las cuatro de la tarde de aquél 8 de septiembre —un día después del primer terremoto que cimbró Juchitán— cuando Víctor Chaca llegó a la zona del desastre. Venía de su estudio en San Agustín Etla . Había tomado el primer autobús con rumbo al Istmo, luego de que le contaran que el pueblo en donde ha vivido siempre su familia estaba destruido.
Apoyado nuevamente en el bloque de madera negra, cuenta que los primeros minutos de estar parado frente a las casas derrumbadas fueron de total incredulidad. “No podía creer que el Palacio Municipal, la iglesia, el mercado y los hogares de mis seres queridos estuvieran así. Era como ver huesos rotos por todas partes. De inmediato me invadió la tristeza”, recuerda.
Luego de asimilar la destrucción, vino lo peor: siguió temblando. La Tierra no dejó de moverse periódicamente hasta mucho después. A lo largo de los tres sismos que sacudieron el Istmo se contabilizaron cerca de 30 mil réplicas, 82 muertos y más de 15 mil viviendas destrozadas.
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La gente estaba horrorizada; apenas dormía. Todos pasaban la noche a la intemperie: juntos, bajo lonas, cubriéndose de la lluvia, esperando que en cualquier momento el suelo volviera a rugir y la superficie empezara a ondear. Llegó el 19 de septiembre: más desastre. Finalmente, el 23: el colmo de la ruina.
Para entonces el nivel de la psicosis colectiva era tal, que cuando los habitantes se percataron de que durante horas los temblores venían precedidos de un gruñido subterráneo cada cinco minutos, pidieron que Dios se los llevara a todos juntos.
“El miedo era insoportable. Además, como si fuera una maldición, después de la sacudida más fuerte se soltó una lluvia torrencial. Estábamos todos abrazados. Oíamos los retumbos debajo de nuestros pies. Luego los jalones. Las casas que seguían cayendo. Los gritos y el llanto de la gente. El agua inundando lo que quedaba de nuestros hogares. La sensación de que el mundo se iba a acabar ese día”, relata el pintor, grabador y ceramista de 70 años.
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Así pasaron tres semanas. Con temblores cada vez más espaciados, pero con la gente igual de asustada y deprimida. Víctor Chaca era uno de ellos. Hasta que un día tuvo la revelación de las vigas como puñales y decidió empezar a rescatarlas para volverlas figuras que hablaran de todas las enseñanzas del dolor.
El hombre cuenta: “Me acercaba con los dueños de las casas y les pedía que me permitieran llevarme los pedazos de madera. Nunca se negaron. Yo les daba unos mil 500 pesos por cada una como gratificación. Desprenderse de algo que construiste con tus propias manos no es fácil. Así me hice de varias vigas, corté cada una en doce bloques, las subí a mi camioneta y me las traje al estudio. Después de todo, también necesitaba un respiro de Juchitán”.
Eso fue hace un año. Y desde mayo de éste, dice, trabaja de lunes a domingo, desde las 10 de la mañana hasta la medianoche —o hasta que lo venza el sueño— en sus figuras de madera. El reto de terminarlas todas antes de la mitad del 2019 es personal. Concluir cada una de ellas le lleva cerca de una semana, pero confía en que a ese ritmo de trabajo sí va a lograrlo.
“Cuando lo haga, podré decir que se trata de un homenaje a los muertos y a los sobrevivientes de mi tierra; una forma de resucitar las almas de quienes se fueron y convertirlas en objetos llenos de significado, que duren cientos de años más entre nosotros y nos recuerden lo mucho que hemos cambiado desde esa fecha.”
A unos diez metros del taller está la casa del artista. Ahí, en una estancia de muros azules, se encuentra buena parte de los avances de su obra. Las esculturas se suceden unas a otras en un espacio lo suficientemente amplio como para notar las distintas tonalidades de sus superficies, el detalle del labrado, las expresiones sombrías de los rostros que asoman aquí y allá, las huellas de pintura de las casas a donde pertenecieron las vigas.
“Ésta la hice con un trozo de la casa de mi abuelo. Esta otra, con el de un primo y el de un amigo. El que usé para hacer aquél me lo regaló un señor al que no conocía, pero que me lo dio de todo corazón. Estas vigas mataron o dieron vida: muchas de ellas le cayeron encima de la gente; otras las salvaron de ser aplastadas cuando los techos de cayeron”, señala, al tiempo que se pasea en los espacios libres que encuentra entre ellas, como si caminara en un jardín surrealista de árboles muertos.
El objetivo de Tzompantli es la exhibición, el exorcismo del desconsuelo de un pueblo. Chaca sueña con exponerlas en museos, lugares públicos y todo sitio donde el que pase pueda voltear y admirar lo complejo de un renacimiento en soledad.
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El artista ha tenido que vender algunas piezas para poder financiar su proyecto, pues él ha solventado de su propia bolsa todos los gastos de transporte, herramientas, adquisición de más madera. No recibe ningún tipo de apoyo estatal y asegura que tampoco quiere pedirlo. Otra parte de los fondos recaudados los destinará a reconstruir dos escuelas bilingües en Juchitán. Según dice, sería una tragedia mayor que también se les muriera el idioma de sus ancestros.
De un momento a otro, el hombre de manos correosas se pone los lentes, toma su libreta de bocetos y un crayón azul, y se sienta a lanzar trazos sobre una hoja en blanco. Se le acaba de ocurrir un nuevo diseño, dice. En menos de dos minutos, extiende sobre su regazo la figura de un hombre aclamando al cielo, parado sobre un cráneo.
“Siento muchas emociones cada que toco estas maderas. Me revitalizo. Mientras más pasa el tiempo, más me queda clara la lección de vida que nos dejaron los terremotos: nada es nuestro, nada nos pertenece, sólo tenemos nuestra alma”, dice sonriente, mientras desde la puerta se ve cómo todo afuera se funde a negro.