La fotografía fue tomada en Salaheddine, uno de los barrios partidos en dos por la línea del frente en Alepo, Siria. La imagen nunca salió en medios —las de mi compañero Pablo Tosco eran muchísimo mejores y es difícil para un novato en el frente encuadrar debidamente con el miedo en el cuerpo— y la historia de Ahmad, el rebelde del centro con aspecto mesiánico, lamentablemente se redujo a un par de líneas. Ahmad Abohaethan, miembro del Ejército Libre Sirio (ELS), con apenas 30 años de edad, cerró su tienda de ropa para caballeros y se fue con una AK-47 y un traje de camuflaje verde y marrón a combatir por la liberación de esta ciudad gris, después de que las fuerzas de Al Asad le mataran a un hermano en una protesta contra el régimen.
Releyendo el reportaje, extraño la historia completa de Ahmad, como la de tantos otros muchachos que vimos en las filas del ELS. Tipos honestos que trataron de que la primavera siria, la revolución al fin y al cabo, triunfara. Echo de menos la historia, como digo, ahora que la primavera se marchitó definitivamente entre apoyos saudíes, la bandera negra de Al Nusra y el cínico sinsentido de esos analfabetos infames del ISIS. Convendría recordar en este momento quiénes y porqué encendieron la mecha de esa revuelta inacaba. De las ilusiones por derrocar a un régimen represivo, de la ensoñación verdadera por una Siria libre. Conviene, creo, porque tendemos a simplificar y, por tanto, a confundir tirios y troyanos. A no entender un carajo.
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Dejamos la historia de Ahmad de lado, porque, entre otros motivos, Pablo y yo viajamos a Alepo con los combates de algún modo encallados, la línea del frente prácticamente inmóvil y con una cobertura completísima de lo que allí sucedía realizada ya por periodistas como Sergi Cabeza, Antonio Pampliega, Manu Brabo y aquellos que se comieron la época dura de bombardeos indiscriminados en la ciudad, con civiles muertos y la Comunidad Internacional mirando para otro lado. Recuerden si no el hospital Dar al Shifa. Así que decidimos centrarnos en lo que el maestro Gervasio Sánchez señala como el lugar correcto donde posicionarse si se decide tomar partido en un conflicto: los civiles. Y ese fue el ángulo de nuestro reportaje, cuatro sirios tratando de mantenerse firmes en sus convicciones: una maestra perseguida por las fuerzas de Al Asad, un cirujano que regresó a Siria para asistir —evidentemente, sin horario ni sueldo— a los heridos, un basurero que decidió mantener Alepo libre de desechos y enfermedades, y un desertor de las filas del ejército que terminó recalando en una entidad local de ayuda social.
Es imposible cubrir todos los ángulos de un conflicto en un solo viaje a la zona. El pago diario de cien, 150 dólares por fixer (normalmente, un periodista local que te acompaña y facilita información y contactos), vehículo, internet y catre, cuando lo hay, es demasiado cuando el cobro de una doble página con texto y fotos en un diario nacional no llega a los 300 euros. Experiencia propia. Sea como sea, las cuentas salen pocas veces como debieran. Aún así, creo que todos nosotros siempre nos buscaremos la vida para regresar y cubrir esos malditos gastos como sea. O, lo que hacen muchos colegas (más inteligentes y decididos): tener la base en Beirut, México DF, Bogotá, Bangkok, Kabul o Nairobi, entre otras ciudades. O compaginar un trabajo que te ofrece un sueldo fijo —como Pablo y yo en una ONG, afortunados— con proyectos personales en este tipo de escenarios y que en contrapartida realizas en vacaciones y días libres, con la correspondiente cara larga, de mosqueo y hartazgo,de tu pareja y familia. Pero siempre vuelves.
Y lo haces porque quieres recuperar esos relatos y vidas que no pudiste reflejar como se merecen. La de Ahmad, sí. O también todas y cada una de las historias de las mujeres con las que te reuniste durante un mes y medio en el Congo, violadas tanto por guerrilla como por ejército sin que el Estado moviera un dedo. O la de Lucero, la guerrillera de las FARC, morena y guapísima, de familia humilde y campesina, que se creyó a pies juntillas los postulados marxistas de unos comandantes barrigones y charlatanes. Lucero que llevaba en el monte desde los 15 años. Madres que perdieron a sus hijos en Palestina, abuelas solas y desplazadas en Puerto Príncipe, niños que fueron soldados y ahora ya no saben quiénes son, ni qué hacer, ni cómo vivir sin un maldito Kalashnikov al hombro. Demasiadas historias en el tintero.
Regresas a lugares como Gaza, el norte de Guatemala o Sierra Leona porque en algún punto mantienes esa fe infantil y bobalicona en que tal vez, en alguna ocasión, un reportaje tuyo pueda cambiar, no ya las cosas, no seamos tan ilusos, pero sí el punto de vista de algún lector potencial y a partir de ahí haya alguien más dispuesto a dedicar diez minutos el domingo con el vermut a leer un reportaje de, por ejemplo, Afganistán en un dominical. Si es que quedan hoy en España dominicales que publiquen esa clase de reportajes.
Pero los motivos por los que uno decide dedicarse a esto, honestamente, deberían importar un bledo al resto. Básicamente, porque la mayoría lo hacemos porque queremos y, sobre todo, siempre o casi siempre, hay billete de vuelta. Así que no tiene mérito pasar dos o tres semanas sin apenas ducharte y comiendo, cuando lo haces, una vez al día, si al mes estás de vuelta a Barcelona, Madrid o Londres. Entiendo que las batallitas se explican en los bares, con amigos, y que las páginas de diarios deberían estar dedicadas a los que se quedan en Alepo, Homs, Saná. Viendo caer proyectiles y barriles bomba, con cortes de luz y agua, con amigos y familiares desaparecidos, cuando no sacándolos de los escombros de sus propias viviendas. Y entiendo que los freelance más que páginas para explicar lo jodido que es el trabajo en un país como Siria lo que quieren es que sus crónicas e imágenes se paguen como es debido. Punto. En cualquier caso, si se quiere hablar de periodistas, deberíamos preguntar a los reporteros locales de Ciudad Juárez, Bagdad o Beijing. Seguramente ellos sí tengan cosas interesantes por contar.
Pero ya puestos a mirarnos el ombligo. En lo personal, cubrir según qué contextos y realidades, obliga, o facilita, según se mire, a ubicarte en el mapa. Si no, señalemos en uno cuántos países están libres de violar derechos fundamentales, de abusos laborales, de guerras o de tragedias derivadas de fenómenos climáticos. En realidad, muy pocos. Entiendes que la realidad, la cotidianeidad, no es la burbuja de las ocho horas laborales, seguridad social, vacaciones en agosto, cerveza el domingo al mediodía y películas en pantalla plana por la noche. O que haya agua caliente y luz en tu casa 24 horas, siete días a la semana. No, la realidad, lo cotidiano a nivel global, es algo muy jodido. Es el hambre, es caminar seis, siete horas al día para recoger agua medio potable, son toques de queda impuestos o voluntarios para evitar una balacera, mujeres abusadas, campesinos desplazados o un hijo de perra con barba degollando a un hombre. Y también familias desahuciadas por deudas absurdas con la banca privada (y rescatada). Cubrir esos contextos te da bases para entender un poquito cómo funcionan las cosas. Proporciona herramientas, conocimientos para ver venir de lejos a demagogos y, como dice Reverte —creo que es Reverte—, no se te quede cara de idiota cuando tu avión se cae. Porque los aviones, de vez en cuando se caen, y hay terremotos y tsunamis. Y la gente se muere y hay otros que matan y violan. Porque así es la vida, tal cual. Sin filtro de Instagram.
Iván M. García es uno de los 12 periodistas que acaba de publicar Siria. La primavera marchita que recoge las historias personales que ponen nombre y apellidos al conflicto.