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Cómo mi criptomoneda llegó a valer 2.000 millones de dólares

El creador del Dogecoin busca en el pasado respuestas para el futuro.
Imagen: Flickr/Anarami. Montaje: Jordan Pearson

Jackson Palmer es un empresario y tecnólogo australiano conocido por ser el padre de la popular y polémica criptodivisa Dogecoin. Actualmente reside en San Francisco y trabaja como jefe de producto, aunque no ha cesado su actividad en el espacio de las monedas virtuales. De hecho, posee participaciones en varias criptidivisas, incluyendo 50 dólares en Dogecoin. Puedes seguir a Jackson en Twitter y YouTube.

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Cuando, a finales de 2013, bromeé en un tuit sobre las “inversiones en Dogecoin”, jamás me habría imaginado que aquella criptodivisa nacida de una broma seguiría en activo cinco años después, y mucho menos que llegaría a alcanzar una capitalización del mercado de 2.000 millones de dólares, como ha ocurrido este fin de semana pasado.


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El 2017 estuvo marcado por un aumento drástico del interés y la inversión en criptodivisas. Esto podría llevar a pensar que fue el mejor año de la historia para este mercado. Sin embargo, considero que es erróneo y cortoplacista creer que este crecimiento explosivo pueda llegar a ser sostenible. De hecho, en mi opinión, el 2017 ha sido quizá el peor año para las criptodivisas. Para entender por qué, repasemos lo que he aprendido de la moneda que yo mismo creé en broma.

Dogecoin empezó como una parodia a la multitud de criptodivisas alternativas, o “altcoins”, que empezaron a inundar el mercado por aquel entonces. A medida que crecía el interés por el Dogecoin en las redes sociales y en la comunidad de Reddit, la moneda acabó por convertirse en una plataforma de iniciación para quienes querían hacer sus primeros pinitos en el mundo de las criptodivisas, gracias a su bajo costo y a la amabilidad de su comunidad de usuarios.

"El 2017 ha sido quizá el peor año para las criptodivisas"

En 2013, el futuro de las criptomonedas parecía claro: ofrecer una alternativa descentralizada al dinero corriente y a la necesidad de confiar en las instituciones financieras que, tras la crisis de 2008, se habían caracterizado por su absoluta falta de escrúpulos y, en muchas ocasiones, su elevado grado de corrupción. El movimiento de las criptodivisas arrancó en 2009 con el Bitcoin y representó un verdadero avance técnico hacia esa visión alternativa. Yo esperaba que con un proyecto como el de Dogecoin contribuiría a dar a conocer las innovaciones que estaban surgiendo en ese ámbito tecnológico.

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Sin embargo, como pronto pude descubrir, la creación de las criptodivisas actuó como potente reclamo para estafadores y oportunistas que, a finales de 2014, se apropiaron de la comunidad creada en torno a Dogecoin y desplumaron a sus miembros, llevándose millones de dólares.


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En 2015, el ambiente en la comunidad había cambiado mucho: aquellos que habían sido estafados empezaron a desaparecer y el interés en el Dogecoin empezó a decaer a la par que su precio en dólares. La desconfianza se propagó también entre los usuarios de Bitcoin: en las noticias no dejaban de hablar de estafas y ataques de todo tipo, y la adopción de la moneda por parte de los comerciantes no se produjo en la medida esperada. Pese a todo, se siguieron invirtiendo ingentes sumas de capital de riesgo en empresas de criptodivisas recién creadas y respaldadas únicamente por sitios web plagados de terminología moderna y que carecían de un modelo de negocio discernible.

Ante ese panorama, en 2015 decidí desvincularme de la moneda que había creado y de las criptodivisas en general. Dejé el desarrollo de Dogecoin en manos de un equipo de miembros de la comunidad en los que confiaba y anuncié públicamente que había donado la suma de Dogecoins que tenía acumulada a entidades benéficas gestionadas por la comunidad —la cantidad que tengo ahora son “propinas” que la gente me ha ido dando después de mi marcha— y que no había obtenido ningún beneficio por mi participación en el proyecto.

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“Si el taxista te dice que es momento de comprar acciones, sabes que tienes que vender”

Vi cómo aquel espacio se llenaba de oportunistas en busca del dinero fácil, en vez de atraer a personas dispuestas a invertir en el desarrollo de la tecnología (que presentaba varios problemas técnicos). Durante los dos años siguientes, observé desde la distancia la evolución del espacio y pude comprobar el progresivo abandono del desarrollo de la tecnología central sobre la que se sustentan estas redes y la proliferación de nuevos y flamantes proyectos metidos con calzador en “blockchain, siempre que era posible.

En el mercado financiero hay un refrán que dice algo así como: “Si el taxista te dice que es momento de comprar acciones, sabes que tienes que vender”. Básicamente, esto quiere decir que el hecho de que un desconocido con poca experiencia en bolsa te dé consejos es indicativo de que el mercado es demasiado popular como para que convenga invertir. Ya llevo dos años fuera del mercado de las criptodivisas. Recuerdo, a principios de 2017, cuando los taxistas empezaron a hablarme de Ethereum, tener la certeza de que estábamos adentrándonos en un periodo renovado de criptomanía especulativa.


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Ninguna tendencia refleja mejor este fenómeno que el ICO, acrónimo inglés de Initial Coin Offering (oferta inicial de moneda). En 2017, miles de empresas de nuevo cuño recaudaron más de mil millones de dólares (una única ICO logró recaudar 700 millones de dólares en diciembre) a cambio de tokens virtuales cuyos compradores podían vender inmediatamente en un mercado secundario, obteniendo a menudo grandes beneficios. Entonces empecé a recordar la época de las estafas con Dogecoin. El año pasado, por ejemplo, una ICO por un token denominado PlexCoin llegó a los casi 15 millones de dólares antes de que los órganos reguladores estadounidense y canadiense inmovilizaran los activos de su creador y un tribunal canadiense lo condenara a prisión.

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Todas estas preocupantes observaciones me han llevado de vuelta al espacio de las criptomonedas con el fin de echar una mano a compañeros y familiares que me piden consejo sobre la conveniencia de invertir o no.

"La apreciación del Dogecoin es el resultado de una locura del mercado que ha llevado a inversores sin experiencia a adquirir activos a bajo precio con la esperanza de que sigan el ascenso meteórico del Bitcoin"

A lo largo del 2017, la capitalización bursátil del mercado global de las criptodivisas se ha disparado hasta alcanzar los más de 700.000 millones de dólares, en gran parte debido al comercio especulativo. Todos los días aparece un artículo en los noticias hablando de algún joven de 20 años que se ha hecho millonario con Bitcoins. En el caso de mi creación —la Dogecoin—, leo con mucha frecuencia noticias sobre cómo una divisa cuyo software no se actualiza desde 2015 pasó, en muy poco tiempo, a tener un valor bursátil de 2.000 millones de dólares (1,5 millones en el momento de escribir este artículo).

La apreciación del Dogecoin es el resultado de una locura del mercado que ha llevado a inversores sin experiencia a adquirir activos a bajo precio con la esperanza de que sigan el ascenso meteórico del Bitcoin. Ese entusiasmo irracional, unido a la presencia de actores potentes al control de los hilos de unos mercados muy poco regulados, ha dado como resultado un ciclo semanal de repuntes y precipitaciones de prácticamente todas las criptomonedas.

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Está muy bien que haya tanto interés en las criptodivisas, pero la fijación constante en el precio y en la posibilidad de “enriquecerse rápidamente” supone una distracción de los encomiables objetivos con los que se crearon proyectos como el de Bitcoin. Y lo que es más importante, la tecnología subyacente sigue presentando retos técnicos relacionados con la ampliación que deben abordarse. En el momento de escribir este artículo, el coste de enviar cualquier cantidad de dinero a través de la red de Bitcoin es de una media de 30 dólares. Por otro lado, un token que se precia de ser “la solución en blockchain para la sector dental internacional” acaba de superar los 1.000 millones de dólares de capitalización bursátil. Algo está fallando.

Con un pronóstico de ganancias de un cien por cien en la próxima fiebre de inversores amateur, la adopción del Bitcoin por parte de los comerciantes está alcanzando los niveles más bajos en años. Recientemente, gigantes como Microsoft y Steam retiraron de sus tiendas en línea la posibilidad de pagar en Bitcoins.

Por otro lado, parece que los principios antiestablishment sobre los que se fundó originalmente el Bitcoin se están perdiendo cada vez más con las inversiones de grandes negocios institucionales y la firma de futuros contratos para la entrada de la criptomoneda en Wall Street. Ante esto, es inevitable preguntarse qué ha sido de esa voluntad de dejar al margen a esas supuestas instituciones financieras corruptas.

"Ha sido el año en que las mismas instituciones que el Bitcoin pretendía desmantelar han entrado en juego para sacar tajada del ascenso de la moneda"

En vista de la desorbitada apreciación y el revuelo mediático, se esperaba que 2017 fuera el mejor año para las criptomonedas, pero yo opino lo contrario. En muchos aspectos, 2017 ha sido el año en que las criptodivisas han dejado de ser una moneda tecnológicamente innovadora para convertirse en un nuevo mercado bursátil no regulado. También ha sido el año en que las mismas instituciones que el Bitcoin pretendía desmantelar han entrado en juego para sacar tajada del ascenso de la moneda.

Pese a todo, me niego a creer que este sea el fin de las criptmonedas. No es fácil predecir cuánto más se hinchará la burbuja o cuándo reventará (y no digo “si”, sino “cuándo”). Pero la pregunta que me ronda la cabeza constantemente es: cuando explote la burbuja de precios de las criptomonedas y disipe todo el entusiasmo que se ha generado a su alrededor, ¿será capaz la comunidad de recuperar la energía necesaria para volver a crear una tecnología innovadora?