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Palizas, humillaciones y castigos: así se vivía en un internado durante el franquismo

Desde 1939 y hasta mediados de los 80, miles de niños provenientes de familias mutiladas por la guerra, la represión y la miseria pasaron largos periodos de sus vidas dentro de instituciones de custodia de menores.
Uxeñu Ablaña, uno de los entrevistados para Los internados del miedo, justo debajo del militar durante la celebración de su primera comunión. Fotografía cortesía de Montse Armengou y Ricard Belis 

Este artículo se publicó originalmente en VICE News en español.

Hace unos meses un grupo de cuarenta mujeres organizó un reencuentro frente al albergue Mare de Deu del Coll, en Barcelona: todas habían vivido su infancia allí. El edificio — entonces llamado hogar Virgen de Montserrat — era utilizado como residencia de la Obra del Auxilio Social, una de las instituciones de custodia de menores durante el franquismo.

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Desde 1939 y hasta mediados de los 80, miles de menores — no existe un censo general ni una investigación que detalle una cifra exacta — pasaron largos periodos de sus vidas dentro de instituciones como Auxilio Social, el Patronato de Protección a la Mujer o el Preventorio Antituberculosos. Provenían de familias mutiladas por la guerra, la represión y la miseria.


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"Mi padre fue asesinado por un falangista en agosto de 1936", explicó a VICE News José Alfonso — nacido en Medina de Rioseco, Valladolid, en 1937 y fallecido recientemente. Mi madre inició una búsqueda para intentar localizar a mi padre. Todos los días encontraba cadáveres, mujeres y hombres revueltos, incluso por la calle a veces tenía que saltarlos para pasar".

Tras la guerra, la madre de José empezó a trabajar como asistenta en la casa de unos familiares de Onésimo Redondo, líder falangista caído al inicio de la Guerra Civil, y de su mujer Mercedes Sanz-Bachiller, fundadora de Auxilio Social. "Allí la convencieron para deshacerse de mí y de mi hermana con el único objetivo de explotarla aún más".

"Yo no sentía ningún aprecio por mí mismo, tenía por seguro que mi destino era acabar en la cárcel"

José Alfonso vivió en internados del Auxilio Social desde los cuatro hasta los veintiún años y sufrió malos tratos y humillaciones que le marcaron de por vida.

"A mi hermana la internaron en un hogar de Medina de Rioseco y a mí en Mojados. A pesar de la angustia que pasé al separarme de mi madre, la vida allí era tranquila y pasaba entre rezar, cantar el 'Cara al Sol' y asistir a las clases".

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"Lo peor llegó cuando, a los 11 años, me trasladaron al hogar de Medina del Campo. Los castigos verbales y físicos empezaron a ser diarios y por cualquier motivo, como no hacer la cama correctamente. La escuela era mediocre: uno de los profesores había sido voluntario de la División Azul y se vanagloriaba de haber prendido fuego a montañas de cadáveres. La comida estaba en malas condiciones y nos provocaba urticaria, pero nos lo comíamos todo por el hambre que teníamos".


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"Allí éramos 500 niños", describió. "Muchos provenían de padres encarcelados. Algunos habían sido secuestrados en el extranjero por la Falange exterior, siendo arrancados de sus padres, que se encontraban en el exilio".

El testimonio de José denuncia que su custodia no pertenecía a su madre sino a la institución franquista. Ella lo iba a visitar cada dos meses y poco a poco entró en una depresión profunda: "Mi madre no me daba besos, ni abrazos, sólo me estrujaba, como si algo se le escapara de las manos", recordaba.

"Una vez llegué a escaparme y mi madre me devolvió. Yo le decía que me iban a matar, pero ella no me creyó. Cuando se fue, el director me indagó sobre qué iba contando yo por ahí y me pegó una paliza brutal. Me tiraba al suelo, yo me levantaba y él me volvía a tirar. Como soy hemofílico me pasé la noche sangrando por la boca y la nariz. A la mañana siguiente escondí la almohada bañada en sangre para que no me castigaran".

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Pablo Castaño no pudo vivir con su madre hasta los 8 años. Había sido condenada a pena de muerte y encarcelada durante 7 años por haber formado parte del ayuntamiento de la localidad

Tras pasar por ese centro, José estuvo en tres internados más, ya en Madrid. "En el último ya nos dejaban hacer lo que fuera hasta ver si nos pegábamos con la cabeza en la pared". A los 21 años decidió poner fin a su infierno vital: "Yo no sentía ningún aprecio por mí mismo, tenía por seguro que mi destino era acabar en la cárcel".

Los periodistas Montse Armengou y Ricard Belis realizaron una investigación —Los internados del miedo para la Televisión de Cataluña en 2015— sobre los centros en los que durante la dictadura y bien entrada la democracia se cometieron miles de abusos a menores. "El franquismo creó las condiciones de desamparo y revistió a estas instituciones de beneficencia y caridad", argumenta Armengou a VICE News. "Durante cincuenta años pasaron por esos centros muchas hornadas de niños, algunos de los cuales permanecerían ahí toda su vida".


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Pablo Castaño —nacido en Noblejas, Toledo, en 1938— no pudo vivir con su madre hasta los 8 años. Había sido condenada a pena de muerte y encarcelada durante 7 años por haber formado parte del ayuntamiento de la localidad. "Fue la única mujer concejal y antes de la llegada de la República había luchado por mejorar las condiciones miserables las mujeres que tenían en el trabajo", cuenta a VICE News.

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El padre de Pablo murió a consecuencia de una paliza propinada al reclamar, facturas en mano, los muebles que habían sido saqueados de la casa familiar. Así que tuvo que pasar su infancia junto a sus abuelos paternos, que se ocuparon de él hasta que su madre fue liberada, arrastrando terribles secuelas vitales.

"Creo que experimentaron con nosotros como hicieron los nazis con los judíos"

A los seis meses Pablo contrajo poliomelitis, enfermedad infantil contagiosa que afecta al sistema nervioso y causa parálisis y atrofia muscular, y que empezó a ser controlada en España una década más tarde que en el resto de Europa o EEUU. "Desde entonces una de mis piernas quedó afectada", explica.

"A los 6 años, mi abuela me llevó al hospital del Niño Jesús para que me operaran, cosa que hicieron varias veces y luego completaron con un aparato ortopédico que no resolvió nada", añade.

Cuando la madre de Pablo salió de la cárcel, se preocupó por mejorar su situación —Pablo tenía que caminar con bastón— y le llevó al hospital de Reeducación de Inválidos en Carabanchel, donde sufrió más operaciones y pasó meses ingresado.


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"Allí le aconsejaron seguir operando", prosigue. "Después de una de las operaciones, cuando tenía 12 años, al visitarme en el postoperatorio se dio cuenta de que la escayola, que debería de estar en la pierna izquierda, estaba en la derecha. Al pedir explicaciones, el cirujano, don Vicente Sanchís, le dijo que lo había hecho para paralizar el crecimiento de la pierna sana y que así las dos se igualaran. Lo cierto es que esa operación causó consecuencias terribles, ya que hizo que mi pierna sana girara hacia dentro al crecer".

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Vicente Sanchís aparece en las páginas web de sociedades médicas como un traumatólogo de prestigio gracias a su paso por el Instituto de Reeducación de Inválidos. Sin embargo, la opinión del director del centro no era la misma: "A los dos años volvimos al hospital para explicar lo que me estaba pasando, y el director del mismo nos dijo que el cirujano ya no trabajaba allí, y que esa operación se la había hecho a muchos niños, con el mismo mal resultado".

Pablo agravó las secuelas de todos los tratamientos sufridos. Confiesa ha soportado mucho dolor, sobre todo al envejecer. "¿A quién se le ocurre intervenir algo que está sano? Creo que pensaron: 'a ver qué pasa'. Creo que experimentaron con nosotros como hicieron los nazis con los judíos", sentencia.


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Montse Armengou opina que las consecuencias para estos niños y jóvenes fueron devastadoras: "Una huella que nunca se ha borrado", afirma. "Pero más allá de la dureza de los abusos destacaría el impacto de la humillación, la vergüenza y ese trauma que provoca el cebarse en los más desamparados".

Gloria Gómez — nacida en Arahal, Sevilla, en 1962 — era una de las niñas que acudió al reencuentro frente al antiguo Hogar Virgen de Montserrat de Barcelona. Allí vivió, junto a su hermana mayor, hasta los quince años. Antes, y desde los cuatro, había vivido en el hogar para niñas Virgen de la Merced, en Cabrera de Mar.

La madre de Gloria enviudó y, al no poder mantener a sus cuatro hijo sola, decidió viajar a Barcelona. Encontró trabajo en una fábrica y limpiaba casas y comercios hasta la noche. Para sus dos hijos encontró plaza en un hogar para niños de Montgat. Los visitaba y reunía cada fin de semana y se los llevaba a su casa, al otro lado de la ciudad, a poco que podía durante los periodos vacacionales.

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"Más allá de la dureza de los abusos destacaría el impacto de la humillación, la vergüenza y ese trauma que provoca el cebarse en los más desamparados"

"Cada Reyes nos daban regalos y cada noche nos dejaban ver un programa infantil en la tele", explica a VICE News. "La comida también era buena. Nos daban dos botellines de leche diciéndonos: 'Este botellín de leche es extra gracias a la gentileza de nuestro Generalísimo Francisco Franco'".

Al cumplir ocho años pasó de forma automática al Virgen de Montserrat. El centro, gestionado por monjas, funcionaba como residencia y escuela básica, hasta que una de las monjas realizó trámites para que las internas pudieran salir del centro y estudiar en un colegio externo.

Hasta quinto curso, Gloria acudió cada día a un colegio llamado La Farigola. "La educación era muy franquista; allí fuimos las pobres, las apestosas", afirma. "Nos hacían pelar la fruta y comer el pan con cubiertos, pero que te tocara un trozo de carne en un estofado era una lotería. Los garbanzos siempre tenían bichos, pero te los tenías que comer: yo he llegado a estar hasta tres días con el mismo plato".


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"En la residencia, un día una monja quiso pegarme un bofetón, por hacer no recuerdo qué, y yo se la devolví. Me castigó sin comer y me hizo dormir en la escalera hasta que le pidiese perdón. Mis compañeras me sacaban un trozo de pan o una pieza de fruta que se escondían en el bolsillo. Al tercer día fui a disculparme. Esa monja llevaba tres noches esperándome en una silla. Me dijo que, en señal de perdón, le diera un beso. Pero yo fui incapaz de dárselo", recuerda.

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La joven fue expulsada del colegio dos meses antes de acabar su formación básica. Como su madre había muerto en un accidente, fue acogida por sus tíos. "Eran muy estrictos", relata. "Al llegar me echaron una bronca descomunal y me castigaron durante mucho tiempo. A los diecisiete me escapé con mi hermana mayor".

"Salir del hogar fue muy duro. Recuerdo que me costó mucho relacionarme con los chicos, porque siempre nos habían separado en centros, en las clases, en el patio. Me casé muy joven con mi exmarido porque fue el primer hombre que me dio cariño".

"Estos niños estaban bajo la responsabilidad del Estado y es ahora este Estado el que debería pedirles perdón y repararlos"

"El reencuentro con mis compañeras fue precioso", explica. Sin embargo, no todas tenían el mismo recuerdo. "Algunas sienten que fue una época muy feliz y otras lo recuerdan muy mal", dice Gómez.

"Yo creo que si eras una niña modélica no lo pasabas mal. Había monjas y profesoras muy cariñosas. Pero si no encajabas era diferente. Yo he visto a monjas obligar a comer a niñas la comida que acababan de vomitar y castigar a una niña con claustrofobia encerrándola durante horas en el cuarto de las escobas. Mis hermanos fueron de los que lo pasaron mal, tanto que nunca han querido explicarnos su experiencia".

"Naturalmente existe aún mucho miedo", concluye Armengou. "Además de que hablan de temas muy tabú para la sociedad y que el vivir esa humillación les ha creado traumas, el contexto institucional no ha ayudado a sanar a estas personas. Estos niños estaban bajo la responsabilidad del Estado y es ahora este Estado el que debería pedirles perdón y repararlos".

Sigue a Aitor Fernández en Twitter: @aitorfe