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acoso sexual

El problema de la campaña #MeToo

La solidaridad es, sin duda, una muestra de unión y fuerza, pero a pesar de todo, no puedo evitar sentir consternación a medida que se difunde el hashtag.
MA
traducido por Mario Abad

El sábado, después de que un número cada vez mayor de mujeres revelaran públicamente haber sido víctimas de agresiones sexuales y violaciones por parte de Harvey Weinstein, la etiqueta #MeToo empezó a inundar las redes sociales.

La actriz Alyssa Milano había escrito en un tuit: "Por sugerencia de una amiga: si todas las mujeres que han sufrido algún tipo de acoso o agresión sexual escribieran 'Me too' en su estado, la gente podría hacerse una idea de la magnitud del problema". Posteriormente, el sitio web Ebony informaba de que, hace diez años, una mujer negra llamada Tarana Burke ya había iniciado una campaña con el mismo título y propósito pero que no llegó a viralizarse.

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La campaña ha sido un éxito rotundo y ha conquistado todas las plataformas, poniendo de manifiesto la lamentable omnipresencia de la violencia machista. Muchas han optado simplemente por reproducir el texto del tuit original; otras añadieron detalles estremecedores de su propia experiencia; y otras, como yo, dimos a conocer la relación turbia y ambivalente que tenemos con campañas de concienciación como esta.

Se espera de nosotras que utilicemos nuestra historia personal como baza

No vamos a hablar aquí del hecho de que se ignorara a la primera impulsora de este movimiento, una mujer negra, y de que la misma iniciativa se viralizara cuando fue fomentada por una actriz blanca famosa. No obstante, resulta un buen punto de partida para cuestionarnos la validez de este tipo de campañas reflexionar sobre todas esas personas que no tienen la oportunidad de hacerse oír o que al hacerlo no reciben el respeto que merecen. "La única cuestión es quién puede hablar y por qué", señaló Chris Kraus en I Love Dick. Pero hay otra pregunta: ¿quién escucha cuando estas personas hablan?

¿Son realmente útiles las campañas de concienciación como esta? Ayer tuve la misma sensación de consternación que sentí con la proliferación de la campaña Let's Talk (hablemos) para concienciar sobre las enfermedades mentales. En aquel caso, lo que empezó como una iniciativa bienintencionada para eliminar el estigma y la vergüenza en torno a los trastornos mentales acabó transformándose en una frase sin sentido que añade a las espaldas de quien los sufren la carga de saber que tienen que valerse de sus propios medios para superar su dolencia.

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Quisiera dejar claro que comprendo que haya personas que encuentren consuelo en las muestras de solidaridad que ha generado esta campaña, pero me parece grotesco que se cargue a las mujeres con el peso de la representación, que se nos imponga con tanta frecuencia la tarea de dar visibilidad a nuestro dolor.

Si critico un chiste sobre una violación, soy una feminazi amargada, hasta que explico que he sido víctima de una violación; en ese momento me convierto en una delicada flor a la que hay que proteger y tratar con condescendencia

Uno de los aspectos que encuentro más frustrante sobre la verbalización de los abusos sexuales es que se espera de nosotras que utilicemos nuestra historia personal como baza. Si critico un chiste sobre una violación, soy una feminazi amargada, hasta que explico que he sido víctima de una violación; en ese momento me convierto en una delicada flor a la que hay que proteger y tratar con condescendencia. No hay lugar en ese discurso para la crítica impersonal de la cultura.

Con esto no pretendo sugerir que callar nuestras experiencias constituya una herramienta de empoderamiento. Cualquiera que me conozca sabe que he escrito públicamente sobre algunos de los episodios más dolorosos de mi vida, como la violación de la que fui víctima. ¿Me arrepiento? No. ¿Creo que ha sido beneficioso hacerlo? No estoy segura. La lección que extraigo de haber hecho pública mi violación es que a la gente, incluso a la gente buena, le aterroriza la idea de hablar de la realidad de los abusos sexuales. Te animan a hablar pero luego son incapaces de mirarte a los ojos cuando lo haces.

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La otra sensación con la que me quedo es la de que mi historia de abusos ha sido explotada ávidamente. Después de haber escrito el artículo, me llovieron las llamadas de emisoras de radio y periódicos interesados por él. El Irish Daily Mail puso mi foto en primera plana con el titular "Joven de 18 años violada en Trinity College". Qué importaba que tuviera 24 años cuando escribí el artículo o qué hubiera ocurrido en mi vida desde aquel día. Seguía siendo —y siempre seré— la joven de 18 años a la que habían violado.

He vuelto a experimentar esa horrible sensación estas últimas semanas, mientras leía las revelaciones de los abusos de Weinstein no sin cierta exaltación, prestando atención a los detalles, escuchando con horror y fascinación el audio en el que Weinstein coaccionaba a una mujer a la que había agredido sexualmente. Es una inclinación natural por querer saber, especialmente cuando has sido víctima de abusos. Sientes esa extraña necesidad de conocer los detalles y compararlos con tu experiencia. Pese a todo, resulta nauseabundo el fervor con que absorbemos el horror.

El problema de todo esto realmente radica en la forma tan violenta en que la víctima es obligada a formar parte de la narrativa y en cómo el agresor pasa a asumir un rol pasivo. El problema no es que las mujeres tengan dificultades para considerarse víctimas de la violencia machista, sino que los hombres las tienen para reconocerse como agresores.

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El problema de todo esto realmente radica en la forma tan violenta en que la víctima es obligada a formar parte de la narrativa y en cómo el agresor pasa a asumir un rol pasivo

A todos nos cuesta aceptar que muchos de los hombres que conocemos han cometido algún tipo de abuso sexual. Por eso en situaciones de este tipo se enarbolan las palabras "caza de brujas", porque cuando empiezas a señalar todos los casos parece casi increíble que haya tantos hombres implicados.

La gente mezcla los conceptos de violencia sexual y maldad y, por tanto, no se consideran ellos mismos ni a sus amigos parte del problema. Porque estos actos son específicos y se dan en un contexto y no siempre son tan cinematográficos como esperamos que sean. Y siempre hay motivos por los que ocurren, pequeñas justificaciones y excusas con las que nos engañamos. Siempre hay alguna justificación.

El hecho de ser consciente de la magnitud del problema de la violencia machista no contribuye a resolverlo. Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo se puede resolver, porque está profundamente arraigado en nuestra sociedad. La opresión sexual es la condición de la mujer. Pese a que no paso las 24 horas del día reflexionando sobre mi trauma sexual ni viviendo con miedo, soy consciente de que la opresión sexual ha sentado las bases de la persona que hoy soy y ha determinado lo que me ocurrió. Nadie está al margen de la opresión sexual del patriarcado porque la propia cultura se alza sobre sus cimientos.

El hecho de ser consciente de la magnitud del problema de la violencia machista no contribuye a resolverlo. Lo cierto es que no tengo ni idea de cómo se puede resolver

Está claro que en el mundo real, el que habitamos, es necesario tomar medidas prácticas para evitar las agresiones, para facilitar las denuncias, para garantizar que los agresores sean sometidos a las medidas sancionadoras jurídicas y sociales correspondientes. Todas estas cosas marcan una diferencia tangible para las vidas de las mujeres.

Pese a todo, el gran problema persiste. Constituye el tejido de este mundo, de esta violencia. Solo el desmantelamiento de los sistemas actuales, la total deslegitimación del poder tal como lo conocemos hoy, podría impulsar el cambio que tanto necesitamos y que tanto tiempo llevamos esperando.

@mmegannnolan