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Identidad

‘No tenía adónde huir’: las emigrantes sufren una epidemia de violaciones

Se calcula que entre el 60 % y el 80 % de las emigrantes que llegan a EE. UU. procedentes de Centroamérica son agredidas sexualmente durante su viaje. Y los agresores a menudo actúan con total impunidad.
Photo by John Moore via Getty

Cuando miles de mujeres centroamericanas soportan los riesgos de emigrar a los EE. UU. cada año, también deben tener en cuenta un peligro añadido: se calcula que entre el 60 % y el 80 % de las emigrantes procedentes de Centroamérica son víctimas de abusos sexuales a manos de grupos criminales, traficantes de personas u oficiales corruptos durante el viaje.

Celia, cuyo nombre hemos cambiado, sabía que el viaje desde su Guatemala natal estaría salpicado de peligros: extorsión por parte de las bandas, posibles lesiones, hambre y deshidratación en el desierto. Sin embargo, como solo tenía 15 años cuando decidió abandonar su país de origen, era demasiado joven para darse cuenta de que estaba en peligro de sufrir también agresiones sexuales.

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Ocho días después de haber emprendido el viaje, el traficante de personas que había prometido a la familia de Celia que llegaría sana y salva a EE. UU. la golpeó y la violó brutalmente, y después la abandonó junto a otras tres mujeres emigrantes que viajaban con ellos. "¿Qué podía hacer?". dice Celia, luchando por contener las lágrimas mientras recuerda aquella noche. "Me tuve que aguantar. No tenía adónde huir ni podía recurrir a nadie".

Su experiencia es muy similar a la de miles de mujeres emigrantes que viajan desde Guatemala, El Salvador y Honduras, tres de los países más peligrosos del mundo a excepción de las zonas en guerra. Como la violencia y la pobreza persisten en sus países natales, estas mujeres continúan sufriendo el riesgo de agresión sexual mientras tratan de huir. Las violaciones son tan comunes que muchas llegan incluso a esperarlas, tomando anticonceptivos como medida preventiva, según un informe de Amnistía Internacional.

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Conforme crecía, Celia vio a su madre esforzarse por sacarla adelante a ella y a sus cinco hermanos y, siendo la mayor de todos, se sentía obligada a ayudar tanto como le fuera posible. Un día llegó su billete dorado que la sacaría de la pobreza hasta la puerta de su casa en Huehuetenango, una provincia de Guatemala situada cerca de la frontera con México: un hombre de unos cuarenta años, un traficante de personas que buscaba posibles clientes en una ciudad con una elevada tasa de emigración, llegó inesperadamente a su casa con una oferta. En su próximo viaje, le dijo, se llevaría a Celia y a otros emigrantes hasta EE. UU., donde podría ganarse bien la vida. Y lo que todavía era mejor, la familia solo tendría que pagarle una vez que Celia hubiera llegado al país y empezado a trabajar. Ni Celia ni su madre conocían a ese hombre de nada, pero ambas acordaron aceptar la oferta.

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"Para dejar de sufrir aquí en Guatemala fui en busca de una vida mejor, pero eso no es lo que sucedió", explica Celia. "La gente dice que hay solución para nuestros problemas allá en EE. UU., pero la realidad es que es tremendamente difícil llegar ahí".

Por aquel entonces, el acuerdo que ofrecía aquel traficante de personas no parecía tan extraño, ya que la emigración es muy común en el lugar de procedencia de Celia. Su provincia posee una de las tasas de emigración más elevadas de Guatemala. Allí circulan muchas historias sobre ese viaje: sobre quién lo ha emprendido y quién no, quién encontró una nueva esposa en EE. UU. o quién dejó de enviar dinero a su casa. Celia veía estas historias meramente como una parte más de los cotilleos del pueblo.

"Algunas personas hablaban sobre las agresiones sexuales durante el viaje, pero como yo era tan joven pensé que era mentira y que solo pretendían asustarme", dice Celia, que acaba de cumplir 18 años. "Ahora entiendo que lo que decían era verdad".

La inmigración a EE. UU. procedente de América Central ha alcanzado el punto más álgido de la historia en años recientes. En el verano de 2014, un grupo muy numeroso de niños y mujeres centroamericanos cruzaron la frontera de EE. UU., provocando una crisis humanitaria. Y la cifra sigue aumentando, según un reciente informe elaborado por UNICEF Este nivel de emigración se combina con la elevada tasa de impunidad en México —el 99 % de los crímenes allí no reciben castigo— y juntos crean la fórmula perfecta para un desastre a nivel de derechos humanos.

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El alcance del problema, tanto en términos de número de víctimas como de tipo de agresores, hace que resulte extremadamente difícil de solucionar, según Madeleine Penman, investigadora de Amnistía Internacional en México. "La violencia sexual contra las mujeres emigrantes se encuadra en el marco más general de la violencia en México, tanto en un ámbito privado como en el ámbito público de las autoridades, donde vemos que está muy extendida", afirma Penman.

Decenas de miles de emigrantes centroamericanas son agredidas sexualmente cada año. En 2015, casi 21.000 mujeres o niñas fueron deportadas desde EE. UU: o México hasta la Guatemala natal de Celia. Teniendo en cuenta los recientes cálculos en torno a la presencia de violaciones, eso significaría que entre 12.600 y 16.800 deportadas a Guatemala experimentaron con toda probabilidad abusos sexuales durante su viaje.

Celia fue agredida por el hombre que la estaba ayudando a alcanzar EE. UU., pero los agresores sexuales pueden variar. Las emigrantes también son susceptibles de ser atacadas por otros emigrantes, por la policía federal o local, por bandas que recaudan pagos por extorsión e incluso por los oficiales de inmigración, según Penman. La mayoría de estos abusos se producen cuando las emigrantes ya han entrado en México en su viaje hacia EE. UU.

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En opinión de Penman, muchas emigrantes prefieren continuar su viaje en lugar de acudir a la policía de México por miedo a la deportación, porque no confían en estos oficiales y por el deseo de evitar un complicado procedimiento judicial. La mayoría solo oyen hablar de sus derechos —como un visado humanitario o el derecho a buscar asilo— a través de los refugios o de otros emigrantes, añade.

Celia nunca denunció a su agresor, las mujeres raramente lo hacen, según un informe de Amnistía Internacional. Esta joven guatemalteca pasó más de una semana con la persona que la condujo en el viaje y después estuvo seis meses trabajando en un restaurante de México cuando el hombre la abandonó. Cuando hubo ahorrado suficiente dinero, regresó a Guatemala, donde sigue hasta el día de hoy.

Desde la agresión que sucedió hace tres años, Celia no ha visto ni ha vuelto a oír hablar del hombre que le arrebató la capacidad de dormir plácidamente por las noches. Ella imagina que estará deambulando por México o algún lugar de Centroamérica sin sufrir ninguna consecuencia. Celia, por su parte, no puede seguir con su vida tan fácilmente. Dice que no se quiere casar, porque no se imagina intimando con nadie y porque cree que su valor se redujo con la experiencia. También tiene dificultades para hablar sobre la agresión: solo su madre y una trabajadora social saben lo que le sucedió aquella noche.

Aunque no pudo llegar a Norteamérica, Celia sigue decidida a mantener a su familia. Actualmente trabaja todos los días como asistenta, ganando unos 80 dólares al mes y dice que no ha descartado la posibilidad de marcharse de Huehuetenango para siempre. Puede que vuelva a intentar entrar en EE. UU., donde podría ganar más dinero que enviar a su familia.

Pero incluso aunque decida quedarse, uno de sus tres hermanos o sus dos hermanas podrían asumir ese riesgo. "Creo que cuando sean mayores todos querrán ir a EE. UU. en busca de una oportunidad. Para los hombres es un poco más fácil, pero para las mujeres es demasiado duro", dice Celia suspirando, como si sucumbiera bajo el peso de la carga interna que lleva consigo.