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Entramos en el mausoleo gitano del Mercedes blanco de Ferrol

Estoy en Ferrol pero siento que estoy en una cueva afgana entrevistando al líder de una célula de resistencia. Consigo hablar con el clan de los Conchado. Me prohíben hacer fotos.

Apareció un día Juan Conchado en la notaría para abonar en metálico los 10 millones de pesetas que valía la finca que hoy ocupa su clan en Serantes, Ferrol. El dinero de los lucrativos 80 le había permitido adquirir aquella parcela de terreno, devaluada por ser vecina de otra igualmente habitada por gitanos. Me cuenta la familia vendedora que nunca habían visto tantos billetes de mil pesetas juntos sobre la mesa del notario.

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Juan Conchado, a quien conocían por el poco original si bien incontestable mote de Juan el Gitano, falleció en el año 2004 de un infarto, dejando huérfanos tanto los corazones de su familia como los juzgados de Ferrol. Donde sí se pudo llenar ese hueco fue en la estructura jerárquica que a partir de entonces pasaría a encabezar su hija Amparo, alias La China.

Los problemas con la Justicia no han abandonado la vida del clan desde que el patriarcado se convirtiera en una suerte de matriarcado. Es en esas situaciones comprometidas donde las enseñanzas de Juan resultan más valiosas, tomando como ejemplo las argucias que la familia ha utilizado siempre para evitar la cárcel. Todo lo que se pueda pagar para estar a bien con las autoridades es dinero bien invertido, ya sea bajo cuerda, mediante cuestionables arreglos, o por lo legal, como cuando en 2014, ante pruebas tan irrefutables como una libreta en cuya portada ponía "Pufos de morosos", se llegó a un pacto con la fiscalía.

Llego a la finca de los Corrales bajando por la curva que deja atrás el Mesón Escudo. Las indicaciones del camarero de la asociación de vecinos han resultado ser muy exactas. "No tiene pérdida y además el sitio es inconfundible". Nadie podría discutir esa afirmación dado que nadie podría confundir aquella improvisada rotonda de chatarra con otra vivienda que no fuera la de los célebres Conchado.

Desde luego, no es el lugar más idóneo para hallar un contrapunto redentor a los tópicos que a menudo sobrevuelan a su etnia. Tiene todo lo que uno espera de estos lugares, desde guardianas custodiando el fuerte embutidas en sus vestidos negros hasta niños que juegan entre neumáticos, pasando por una previsible gama de coches tuneados a la entrada de la finca.

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—Buenas, soy periodista.

Anuncio mi llegada ante un trío de mujeres que me escrutan, indecisas. Son una venerable anciana, su (deduzco) hija y una paya. Han interrumpido su conversación al escuchar mis pasos y mantienen un deje torvo en sus semblantes.

—Periodista ¿de qué? —pregunta una de ellas, la única que no es gitana.

El campo semántico de la traducción española de VICE provoca un momento de heladura entre nosotros. Los Conchado no quieren saber nada de artículos que hagan mención al negocio familiar. Yo intento descargar todo mi charme sobre la más joven de ellas, a la que le calculo un peso de tres cifras de las que parece poco consciente, pero me veo obligado a contenerme ante la aparición, desde la casa, de un familiar al que le calculo otro peso de tres cifras, solo que esta vez perfectamente autoconscientes.

El temible individuo me observa lejanamente mientras explico que mi intención es hablar con la familia sobre el monumento fúnebre que tienen instalado en su jardín: un Mercedes 600 encapsulado en una urna como homenaje a Juan, el fallecido patriarca que lo conducía en vida. Los Conchado miman su recuerdo con esta obra de arte posmoderno que bien podría competir en emoción y delirio con cualquier pieza de ARCO. Quisiera uno encontrar reminiscencias faulknerianas en esta aventura. Si los Bundren honraban a la madre conduciendo su cadáver hasta Jefferson, los Conchado honran al padre convirtiendo su automóvil en una pieza de museo plantada en medio del jardín, como núcleo insular del culto a la muerte y la familia.

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—Vuelve mañana por la mañana, que es cuando está la hija —me dice la paya, refiriéndose a Amparo—. Ella es quien trata con la prensa y dice si sí o si no.

—¿Sobre las 10 o las 11? —tanteo.

—PERO QUÉ DICE —la anciana se alarma. Parece muy excitada.

—¡Tan temprano no! —me aclara la paya—. A las doce o a la una.

Al día siguiente, llamo a la puerta de Conchado Regis y mientras espero a que salga alguien, doy unas escudriñantes vueltas alrededor de la fachada. Aunque la acumulación de neumáticos, chatarra y tuning me ha preparado para todo, no soy capaz de reprimir un escalofrío cuando mi mirada tropieza con un espantoso gnomo de cerámica sobre el muro de la entrada. Todavía estoy reponiéndome del impacto cuando aterriza un coche a gran velocidad tras dar la correspondiente vuelta a la rotonda de basura. De él sale un enclenque chandalero que, como yo, busca en vano las atenciones de la familia, que a la una menos cuarto de la mañana permanece dormida.

—Es lógico —me dice—, trabajan mucho por la noche.

El chandalero y yo nos hacemos muy amigos durante la agónica y definitivamente infructuosa espera, hasta que nos despedimos, cada uno por su lado, las manos en los bolsillos y los pies golpeando piedras en el camino. Aprovecho para preguntar por la zona cómo se lleva la convivencia con tan insignes vecinos. "Son buena gente, nunca dan problemas. Ellos no roban ni nada: se dedican a su trabajo". Yo subrayo en la libreta estas dos palabras: "su" y "trabajo".

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Vuelvo una vez más a la tarde siguiente. Esta vez me recibe un niño, muy feliz por las atenciones mediáticas, aunque el entusiasmo no parece compartido por los adultos.

—Llévalo donde la China —le indica un anciano que sale de su siesta. Y luego musita—: Periodistas…

Esto último podría haberlo dicho entre dientes si no fuera porque carecía de ellos. El tono empleado da la medida exacta del recelo que los Conchado sienten hacia los medios.

—Ven por aquí —me dice el niño.

Entramos en la finca donde reposa el Mercedes de Juan. Allí hay una casita apartada de la vivienda familiar y custodiada por un perro cuya furia solo es contenida por la cadena que lleva al cuello. El niño se acerca para calmarlo, con relativo éxito. Es de justicia decir que los Conchado son amigos del reino animal. La antaño dependienta de la tienda de mascotas de Alcampo, en Narón, recuerda cómo Amparo la China tuvo que comprar una iguana de reemplazo para su hijo Macuto, que en esos momentos estaba de vacaciones en un campamento. "Quedó frita del todo", se lamentaba Amparo, cuya intención era cambiar de iguana sin que se enterara el pequeño.

—Éste es un periodista —me anuncia el niño.

Ya estamos en el interior de la casita. En la misma tienda de mascotas, Amparo solía presumir de haberla construido ella con sus propias manos, aunque la impresión que me da al verla no es, precisamente, la de una mujer albañil.

Todo este trayecto de voces que me anunciaban a La China como primera y última responsable del clan culmina con un encuentro entre las sombras, a lo coronel Kurtz, donde ella descansa tendida en la cama. En ningún momento se levanta para atenderme, si bien el tono de su voz es dulce como la chocolatina que el niño empieza a devorar, cumplida ya la misión de llevarme ante su Líder. La oscuridad envuelve el lugar pese a la luz que filtran las cortinas. Escucho unas toses que provienen del fondo: allí distingo la sombra de la anciana que me había recibido junto a otras dos mujeres en mi primera visita.

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Amparo me cuenta que no quiere fotos, pues está disgustada con el tratamiento que los periodistas han dado a su familia en las últimas semanas. El monumento que interpreta como homenaje inmortal a un gran hombre, ha sido aprovechado por "la gente mala"para "criticar y hacer daño". Tampoco entiende por qué tantas atenciones, si lleva once años instalado en el jardín.

—¿Cómo era tu padre? —le pregunto.

—Tan bueno que ni se me ocurren las palabras, pobrecito, que en paz descanse.

Hace un esfuerzo por persignarse, finalmente abortado quizá por la pereza. No se encuentra en la posición más cómoda para hablar. La cama es pequeña y éste último es un adjetivo tan apropiado para la cama como poco apropiado para ella, si es que se entiende lo que quiero decir. Pese a todo, me cuenta que el culto de su familia a la figura de Juan no se limita al Mercedes. Con frecuencia visitan la réplica a tamaño real que hay de su padre en el cementerio de Catabois.

—Llevamos flores, un poco de comida, besamos la estatua… Bueno, pasamos allí el día.

—De picnic, vamos.

—…

—De merienda.

—Algo así.

La anciana ríe, el niño también. La casita emite un calor húmedo algo agobiante. Siento que estoy en una cueva afgana entrevistando al líder de una célula de resistencia, o pidiendo ampliar el plazo de una deuda a Jabba The Hutt en su guarida de Tatooine.

—Pero ¿esto es para una revista?

—De Internet.

Mueca de disgusto. En Internet hay "mucho insulto y mucha ruina". Me pide que la disculpe.

—Tengo más hambre que Dios talento —dice.

Le ha entrado el apetito al hablar de meriendas. Lógico. Me marcho de allí escoltado por el mismo obediente niño que me había guiado antes. A la salida me encuentro con el chandalero del otro día, que permanece hipnotizado por el gnomo del muro.

—No lo mires —le recomiendo—, o no saldrá de tu cabeza.

Tarda un poquito, pero al final me reconoce. Nos saludamos como dos veteranos de guerra que se reencuentran. Luego él va al encuentro de la China y yo inicio mi camino a casa dejando que los ladridos del perro se deshagan en mis oídos.