Desde hace más de un mes las reuniones, las fiestas, las cervezas en los bares o los botellones multitudinarios son ahora cosas de un pasado nostálgico y de un futuro que cada vez nos pintan más lejano.
Aun así, a pesar de las restricciones y de las muchas probabilidades de acabar detenido o con una multa que te arruine la economía durante un buen puñado de años, en Madrid hay varios grupos de fiesteros incansables que se niegan a quedarse en casa, que no se resignan a reducir su ocio a pasarse a la suscripción premium de Netflix y a hacer videollamadas con amigos y familiares. Gente a la que no le dan miedo las multas y a la que no le importa (o al menos no demasiado) el poder contagiar a alguien. Gente que por motivos más o menos respetables ha decidido que unas birras y un rato de compañía bien vale poder enviar a gente al hospital, o a un sitio peor. Hablamos con algunos de ellos para que nos contasen cómo lo hacen y por qué.
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Javier, tiene 18 años, estudia periodismo en una universidad madrileña y lleva más de un año viviendo en la capital: “todos mis amigos siguen en la ciudad, estamos solos y no queremos quedarnos aislados en nuestras casas”, nos cuenta.
Él no ha quebrantado el estado de alarma de forma puntual, quedando con sus amigos en algún momento puntual en el que se sintiera especialmente solo, no, Javier lleva incumpliendo la cuarentena a lo grande desde el mismo día en el que se decretó: “la misma noche en la que compareció Pedro Sánchez, los colegas de la facultad estuvimos hablando ‘en plan broma’ de reunirnos de forma clandestina, sin embargo, muchos no lo veían claro. Al final, entre unas cosas y otras, acabamos creando un grupo de WhatsApp con los que nos atrevíamos a hacerlo y el mismo domingo 15 de marzo quedamos todos por la noche en mi casa a beber y fumar hierba. Siempre lo hacemos en mi casa porque yo no tengo compañeros de piso, así que no molestamos a nadie”.
“Todos mis amigos siguen en la ciudad, estamos solos y no queremos quedarnos aislados en nuestras casas”
“Normalmente nos juntamos seis o siete porque tampoco queremos llamar la atención de los vecinos”, sigue contando . “Aunque de momento nunca ha venido la policía a mi piso, a uno de mis colegas le pillaron cuando volvía a su casa por la noche, pero porque es imbécil. Normalmente, se quedan todos a dormir aquí o se van de empalme a la mañana siguiente, pero ese chico se fue en plena noche borracho como una cuba, así que lo pararon y le pusieron una multa de novecientos euros. Por lo menos estuvo callado y no dijo nada de lo que hacemos en mi piso. No ha vuelto a venir porque dice que le da miedo que le multen otra vez. Él es más listo que nosotros [risas]”.
Y continúa: “Aquí no vale eso de decir que vienes con un amigo. Desde el primer momento en el que decidimos juntarnos, les dije que no podían venir acompañados de nadie, solo nosotros. No podemos ser muchos en mi casa, porque lo último que quiero es que se plante una patrulla de la Policía Nacional en mi puerta. El piso es de mis padres, me lo dejan mientras esté estudiando, y no les gustaría lo más mínimo saber a qué me estoy dedicando mientras ellos se quedan encerrados en su casa”.
Otra de esas personas que han decidido saltarse el estado de alarma es Moja*, un camello de origen marroquí de 22 que vive de okupa en un piso deshabitado de Ensanche de Vallecas. Él no solo ha decidido saltarse la cuarentena para vender, sino que sigue montando sus habituales fiestas en su casa: “la gente viene aquí a pillar y ya nos quedamos en mi casa. A mí no me asustan los maderos porque sé que no pueden entrar. No pueden meterse aquí así como así”. Aunque realmente el estado de alarma sí que permite, de forma excepcional, a la Policía y la Guardia Civil entrar en los hogares.
Ajeno a esto, Moja me cuenta el tipo de fiestas organiza: “hago mi vida normal, esto a mí no me ha cambiado nada, así que la gente que viene sigue haciendo lo que hacía antes. Nos metemos unas rayitas juntos, nos fumamos unos ‘marrones’ y quien quiera se puede pinchar, a mí me da igual. De hecho, mi casa siempre ha sido el punto de encuentro de todos los chavales del barrio a los que les gusta lo que vendo y lo sigue siendo. Vienen aquí, se reúnen, ponemos música y nos lo pasamos de puta madre”.
“¿Tú crees que a mí me preocupa que venga la policía a multarme porque hago fiestas clandestinas de esas que dices tú? A mí eso me la pela”
“Yo no tomo ningún tipo de protección para evitar que nos pillen”, continúa. “Si vienes a comprar, mi casa es tu casa, puedes hacer lo que quieras. Cuando vienen tres o cuatro clientes de los buenos salimos todos a la terraza, pongo música, pillamos birras, nos reímos y molestamos a los viejos que viven enfrente, que son unos pesaos. Ya han llamado alguna vez a la policía y cuando vienen ponen las sirenas para asustar y luego se van. Son unos cagaos“.
“¿Tú crees que a mí me preocupa que venga la policía a multarme porque hago fiestas clandestinas de esas que dices tú? A mí eso me la pela. Como vengan aquí los maderos voy a tener problemas porque estoy de okupa, porque tengo ‘enganchao’ todo lo que se puede tener ‘enganchao’ y porque hay más droga aquí que en toda Vallecas. Me la pela lo de la cuarentena. Voy a seguir llamando a mis chavales para que vengan a casa y ellos van a seguir viniendo porque los conozco”.
Pero a pesar del ambiente universitario que se respira en las fiestas de Javier y del descontrol de la casa de Moja, no todos los que deciden reunirse durante el estado de alarma son jóvenes que se juntan a beber y/o a drogarse. Gema y Luis, una pareja de jubilados del barrio de Moratalaz, han decidido hacer reuniones clandestinas pero a su modo: “un día de principios de abril, bajé a la compra y me encontré a mi vecina de arriba en el ascensor”, nos cuenta Gema. “La pobre vive sola desde hace más de 20 años porque es viuda, y me dio mucha pena, así que la invité a cenar. Aceptó encantada y esa misma noche se presentó en la puerta de mi casa con una ensalada de pasta”.
Las dos mujeres, quienes apenas se conocían, se cayeron tan, pero tan bien, que decidieron repetir en otra ocasión: “al principio yo no estaba de acuerdo con que viniera a cenar”, narra por teléfono Luis, el marido de Gema, “pero luego me di cuenta de que tampoco era para tanto. Total, si el coronavirus está en el edificio se nos puede colar en casa por cualquier lado, o podemos cogerlo en el supermercado. Que sea lo que Dios quiera”.
“Total, si el coronavirus está en el edificio se nos puede colar en casa por cualquier lado”
“Primero venía a cenar un par de días a la semana a casa, pero luego empezamos a hacer otras cosas juntas, como si fuéramos amigas de toda la vida. Empezamos a quedar para ver la tele o para tomar un café y simplemente hablar”, prosigue Gema. “Otra vecina del bloque se enteró de que también nos reuníamos, así que un día nos invitó a Luis, a mi vecina de arriba y a mí a comer a su casa con su marido. Luis y él hicieron muy buenas migas, así que repetimos. Es increíble, muchos de nosotros llevamos viviendo más de 40 en este bloque y hemos empezado a hablar ahora”.
Las reuniones de los amigos jubilados se hicieron tan famosas, que el rumor empezó a correr por el bloque de vecinos hasta el punto de que muchos viven ahora como una piña: “ahora nos juntamos un buen puñado de gente en la terraza de la azotea a pasar el rato, o en casa de alguno. Todos somos mayores y estamos jubilados, así que ninguno tiene que salir a trabajar”, nos sigue contando Gema. “Hacemos como en los cumpleaños, unos llevan refrescos, otros patatas fritas o cualquier otra tontería y ya echamos la tarde, porque desde la calle no se ve nuestra azotea”.
A pesar de todo lo que se divierten, entienden perfectamente que lo que hacen no solo está mal, sino que es ilegal: “Hijo, estamos aburridos y no tenemos nada que hacer. Así por lo menos matamos el tiempo”, explica Luis. “Lo único que nos preocupa es que alguno de los vecinos que no sale con nosotros llame a los ‘guardias’, pero espero que no se dé el caso. De todas formas, si nos tienen que multar pues que nos multen. Sabemos lo que hay”.
Moja no es el único que sigue con su “negocio” abierto. Hay propietarios de negocios legales que durante estos días siguen desarrollando su actividad habitual de forma ilegal.
“Lo único que nos preocupa es que alguno de los vecinos que no sale con nosotros llame a los ‘guardias’”
Una de esas personas es Carmelo. Carmelo es el propietario de un pequeño bar en el madrileño barrio de Carabanchel, muy cerca del hospital militar Gómez Ulla, el centro hospitalario donde empezaron a poner en cuarentena a todas las personas que pudieran tener síntomas de haber contraído el virus de la COVID-19 antes de que empezara a transmitirse de forma descontrolada por todo el país: “antes, por enero o así, todo estas calles estaban llenas de furgonetas de los informativos que venían a grabar el hospital. Anda que no he dado de comer aquí a periodistas como tú”.
Carmelo ha decidido jugársela y sigue abriendo por las noches su local, a pesar de las multas y de poner en riesgo a las personas de su entorno y a él mismo: “cuando decretaron la orden de cerrar los bares, yo también lo hice. El problema vino a finales de marzo, cuando me pasaron la cuota de autónomos, que me quedé sin un duro. No me quedaba otra que volver a abrir el bar”.
Me explica la forma que tiene de dar de beber a sus parroquianos: “la mayoría de los que vienen al bar son vecinos a los que conozco de toda la vida y son todos unos borrachos que no aguantan ni dos días sin tomarse una caña [risas]. Lo que hice fue avisarles por teléfono de que iba a volver a abrir, así que ellos todas las noches bajan a tirar la basura, a eso de las diez, y entran por una salida que tengo del almacén al portal del edificio. Les dejo la puerta del portero abierta, ellos pasan, llaman con los nudillos y les abro. Además, como la taberna es muy pequeña, dejo las persianas y la puerta de metal bajada y nadie se entera de que estamos aquí. Obviamente les digo que no hagan ruido y que hablen bajito, y tomo algunas precauciones para que no nos pillen. Por ejemplo, la plancha nunca la enciendo para no echar humo”.
“La mayoría de los que vienen al bar son vecinos a los que conozco de toda la vida y no aguantan ni dos días sin tomarse una caña”
Aunque de momento no ha tenido ningún problema con la policía, nos explica que su mayor inconveniente es conseguir género: “no puedo llamar a los proveedores y decirles que me traigan barriles, así que lo que hago es comprar los botellines en el supermercado y vendérselos más caros. Aunque saben que podrían hacer lo mismo y comprar la cerveza ellos para bebérsela en su casa, prefieren venir. Son muchos años de rodaje en la barra”.
Cuando le pregunto sobre la ética de todo ello, se defiende argumentando que no le queda otra:”Sé que estoy poniendo en juego la vida de mis clientes y de más personas, pero yo tengo que ganarme la vida. No me fío ni un pelo de las ayudas de Sánchez, así que voy a seguir abriendo hasta que un juez me diga lo contrario o me encarcele. Puedo contagiar a personas y provocar su muerte, pero yo voy antes que ellos. A mí el virus no me da miedo, así que se siente. Puede sonar un poco frío, pero me quedan solo un par de años para jubilarme y no voy a dejar que se vaya todo a pique. Lo siento de verdad, pero yo creo que todos miramos siempre por nuestro lado”.