El atracador de bancos que se convirtió en el ‘Robin Hood’ de Vallecas

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Flako* es una persona corpulenta, de sonrisa perenne y ojos brillantes. Tiene 34 años, mujer e hijo, y esta tarde de primavera veraniega va en camiseta y vaqueros. Pasaría con total normalidad por una de esas personas que pululan por las calles de toldos verdes de Vallecas con una mochila colgada de un asa o con el abono del metro aún en la mano.

De hecho, él es una de esas personas: es un trabajador mileurista con un horario de ocho horas que aparca un coche del montón en una acera sin parquímetros, entra en un bar de los que ponen los cacahuetes con cáscara y no pestañea. Apura el café para ir a ver a su abuela y saluda a algún tendero conocido mientras paseamos. Lo que diferencia a Flako de aquel tipo que mira la tele con una caña desventada, o del que rebusca en los bolsillos los sueltos de la frutería, es su pasado.

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Hace unos años, Flako también era un trabajador mileurista, también estaba con su mujer (entonces embarazada) y aparcaba su furgoneta en las mismas aceras sin parquímetros. Pero, aparte, Flako ejercía el oficio que le inculcó su padre. El oficio con el que forjó la ya dilatada leyenda familiar: se dedicaba a robar bancos.


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Utilizaba la técnica del butrón, que consiste en acceder por los muros subterráneos que resguardan la caja fuerte. Así lo mamó de pequeño: su mencionado progenitor fue otro experto en el gremio. Robó decenas de bancos mientras entraba y salía de prisión. Separado de la madre de Flako, estuvo alejado una temporada de él. Cuando pasó la infancia, Flako volvió a tener contacto. Un día, en un bar, un socio del “negocio” le preguntó a Flako qué quería ser de mayor. No dudó: “Ladrón de bancos”. Así fue como empezó a ayudar en las misiones de su padre. La carrera fue progresiva: al principio, vigilaba en el furgón. Después empezó a bajar a las alcantarillas. Cuando murió su padre, de quien adoptó también el mote, se hizo con su legado. “Hijo de tigre sale rayado”, solía decirle un colega.

Pasó un tiempo en barbecho tras el fallecimiento de su padre hasta que volvió a ponerse manos a la obra. Fue en 2010 cuando, golpeado por la crisis, retomó el oficio. Reunió a una nueva banda y organizó sus propios asaltos. Cada uno lo preparaba milimétricamente, caminando por las cloacas como un topógrafo. Entre 2010 y 2013 llevó a cabo siete acciones. Entonces fue cuando le pillaron y acabó entre rejas. Un operativo policial le seguía desde el primer golpe. Le fueron salvando dos factores: que compatibilizaba su profesión con otro empleo de guardia de seguridad y que no tenía antecedentes.

“Robar un banco puede ser un placer, pero es un placer muy caro. Y yo tendría que pedir perdón a las víctimas. No es nada agradable apuntar con una pistola a alguien, y menos a un trabajador”

Esas pericias en el subsuelo y su posterior condena han dado en los últimos meses dos obras: el documental Apuntes para una película de atracos, de Elías León Siminiani, y unas memorias a pedazos en Esa maldita pared, editado por Libros del KO. Por eso, ver a Flako es ver a una persona corriente, pero también a quien ha sido bautizado, igual que su padre, como “El Robin Hood de Vallecas”.

Tomar un café con él en Vallecas es casi como tomar una margarita en la piscina con una estrella de Hollywood. Con la diferencia de que él era el protagonista original, el que usaba esas manos que ahora sacuden un sobre de azúcar para reventar paredes.

Al poco da el primer pistoletazo: “Hoy estaba en el curro, haciendo un pozo, y le decía al jefe: ‘Uy, lo que me montaba yo ahí abajo”, cuenta entre risas. También dice que su jefe conoce su trayectoria y que cada vez que sale algo suyo en los medios de comunicación se lo enseña. A él y a sus vecinos o amigos y dice muchos le jalean con frases como “Flakito, tendrías que haberles robado más”. Porque su actividad como butronero, aunque no era una reivindicativa, sí que tenía un toque social. Le acusaron de siete robos y ha pasado cuatro años y medio en las prisiones de Soto del Real y Estremera, pero en ninguno causó daños a personas. Su modelo era el célebre atracador francés Albert Spaggiari, cuyo lema era “Sin odio, sin violencia, sin armas”.

Aun así, alega que lo primero que hace siempre en las entrevistas es disculparse. “Robar un banco puede ser un placer, pero es un placer muy caro. Y yo tendría que pedir perdón a las víctimas. No es nada agradable apuntar con una pistola a alguien, y menos a un trabajador. Y creo que lo primero para hablar de esto es pedir perdón a las víctimas. Lo hago de corazón. Porque en el momento estás con el subidón y no se te ocurre”, esgrime.

“Cuando atacas, levantas un camión con la mirada. Puedes coger una mesa con cada mano, como Hulk”. También recuerda que, tras ese estallido de energía, lo mejor era ver cómo se le iluminaban los ojos a su padre mientras repartía el botín. “Yo asemejo robar un banco con tirarse en paracaídas”, sentencia.

Hace un inciso para desmontar una de las creencias populares más extendidas: el hedor de las alcantarillas. “Al contrario de lo que se piensa, no huelen mal”, argumenta, introduciendo una anécdota reciente: “Hoy me ha pasado una cosa curiosa. He meado en una esquina de una valla del curro, porque nos han quitado la caseta que teníamos, y apestaba a orín. He pensado, ¿será posible que ahí abajo no huela tanto a pis como aquí? Y es porque el agua abajo está todo el rato corriendo. Solo huele a mierda en un sitio estancado”, esgrime. Lo que se ve a veces, comenta, es “líquido de champú, de suavizante de lavadora o de lejía. Pero, por lo general, no es nauseabundo”.

“Si sales por la calle te puede perseguir un helicóptero. Abajo no hay nada. Si me das dos minutos, desaparezco completamente. Como un fantasma”

Defiende a capa y espada el butrón, sobre todo por su factor sorpresa: “cuando ven a alguien por la cámara atracando y entran, no estás”, indica. “Y, aparte, si sales por la calle te puede perseguir un helicóptero. Abajo no hay nada. Si me das dos minutos, desaparezco completamente. Como un fantasma. Por eso usamos ese sistema. Y porque era la única forma que sabíamos. Yo en la vida he robado un coche, no sé ni hacer un puente”, arguye.

De hecho, el equipo que le acompañaba tampoco era el más profesional, aunque todos eran de confianza. “Nos juntábamos en el Condado, un bar de Vallecas muy típico que parece el de Torrente. De esos donde se les deja a deber 10 000 pesetas en güisqui. Con dos mesas, las servilletas y los vasos hacíamos el plano. Nada de hoteles. La policía decía que éramos una banda de atracadores, yo digo que éramos una banda de rocanrol: parecíamos el Ozores, el Esteso o el Alfredo Landa”, bromea.

Invertía lo mismo en centros de reunión que en mejorar su apariencia, algo que jugó a su favor a la hora de no levantar sospechas. “Mi padre siempre decía: ‘discretito, el pelo a raya y el bolsillo lleno”, comenta en relación a su convicción de no dar el farde. “A mí me ha gustado ir a comer bien, algunas vacaciones (he estado en Tailandia o Brasil), pero yo no hacía alarde de nada”. Siempre ha sido y será, subraya, un obrero de Vallecas.

El único recuerdo de su vida pasada, en la que continúa por su libertad condicional, es la pulsera electrónica anclada a su tobillo que indica que antes de las diez y media de la noche debe andar por casa. Se arrepiente de esa etapa por el dolor que ha provocado en su familia y por los ratos que se ha perdido de su hijo, a pesar de haber conocido entre rejas a personajes como el empresario chino Gao Ping, que le recomendaba beber agua caliente para perder peso, o el etarra Txeroki.

“No me he reinsertado en la cárcel. Sé que delinquir o robar un banco está mal, pero también sé que no ver a mi hijo es peor. Y el precio que se paga es muy caro. Yo estuve cuatro años y medio y la gente te dirá que me he rehabilitado, pero no es así. En la cárcel tienes a un violador enfrente, a un homicida, a un abusador de niños… Lo que se consiguen son contactos para delinquir mejor. Pero el no fallar a tu familia y, en mi caso, el proyecto creativo, son lo que más te ayuda para no querer entrar de nuevo”, sentencia antes de ponerse una máscara para las fotos y de fundirse en el ritmo cotidiano de estas calles que conforman su barrio, donde ahora pasea con total normalidad, a pesar de su pasado como “El Robin Hood de Vallecas”.

Sigue a Alberto en @albertogpalomo.

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