¿Cuántas horas nos habremos pasado delante de la pantalla del ordenador, soñando con una vida llena de aventuras, lejos de la oficina y del agobio de nuestro piso compartido? Pues tantas que acabaron convirtiéndose en días, luego en meses, hasta que te das cuenta de que has pasado los siete últimos años de tu vida con la vista fijada en esa pantalla y de que lo más “arriesgado” que has hecho en ese tiempo ha sido reservar un billete de tren a última hora para irte de fin de semana. Muchas veces, hasta que no nos ocurre algo grave, una experiencia que ponga en peligro nuestra vida, no somos capaces de reaccionar, apagar el ordenador y hacer de una vez eso que tanto tiempo llevamos diciendo que haríamos.
En el caso de Felix Mantz, ese algo fue un colapso pulmonar. Aquel episodio hizo que el joven de 24 años se replanteara la vida y le ayudó a darse cuenta de que había que disfrutar al máximo del ahora y dejar de pensar tanto en el futuro. Muchos en su lugar quizá habrían optado por coger un avión y viajar a algún sitio de playa para relajarse. Pero Felix no. Tras pasar un tiempo recuperándose en casa, decidió apuntarse al Rally de Mongolia, una durísima “carrera” automovilística que empieza en Londres y acaba en el país asiático que le da nombre. Sus participantes tienen total libertad para elegir la ruta y el tiempo en el que quieren acabar la carrera. La única condición es que el vehículo que utilicen debe estar lo más cerca posible de no superar la ITV. Durante seis semanas, Felix y su acompañante recorrieron 17.000 kilómetros y atravesaron 17 países. Este es el relato de su aventura:
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La idea de este rally es no ir preparado. No se trata de ir en un jeep con todo organizado. Hay que ir a la aventura. Por eso yo lo hice con un Ford Fiesta, que se estropeó no sé cuántas veces. Lo único que teníamos era un manual de instrucciones que la mayoría de las veces no nos sirvió de ninguna ayuda.
Antes de empezar la carrera, me informé un poco sobre el rally y sobre los principales peligros que podíamos encontrar por el camino, pero tampoco quisimos pensar demasiado en ello; simplemente nos aseguramos de que dispondríamos de tiempo para arreglar las cosas. Llevábamos suficiente dinero para viajar con relativa seguridad, aunque algunos participantes dirían que pagar por que te solucionen los problemas es ir por la vía fácil. El viaje nos llevó de Londres a Turquía, Irán, Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajistán, atravesando Rusia hasta llegar a Mongolia, aunque realmente nuestro destino final era Ulan-Ude, en el este de Rusia. Antes de salir no me imaginaba que fuera una carrera tan peligrosa, pero bueno, tampoco me imaginaba que unos soldados turcos nos arrestarían a punta de pistola…
Ocurrió mientras viajábamos a Irán. Habíamos llegado a un pequeño punto de control fronterizo, que estaba cerrado. Pensando que sería como en las fronteras europeas, esa noche decidimos acampar ahí y cruzar al día siguiente, sin reparar en que la frontera estaba fortificada.
Al poco de empezar a montar el campamento, oímos unas sirenas procedentes de lo que pensábamos que era un puesto militar de avanzada abandonado en el valle. Obviamente, no estaba abandonado. Dos camiones blindados aparecieron desde lo alto de una colina; de su interior empezaron a salir soldados armados y nos flanquearon. Antes de que nos diéramos cuenta, estábamos rodeados por unos quince soldados turcos. Fue un momento bastante tenso, sobre todo cuando uno de ellos se puso a ajustar la mirilla de su arma mientras nos apuntaba. Cuando se dieron cuenta de que no éramos más que un par de turistas capullos, el oficial al mando rápidamente se quitó el chaleco y bajó el arma. Después de un breve intercambio de palabras hablando un turco un poco penoso, nos llevaron a unas barracas, en parte para revisar nuestros pasaportes, pero también por nuestra seguridad, porque en aquella época había muchos conflictos en la zona. De hecho, esa misma noche explotó una bomba a 20 kilómetros de la frontera, así que tuvimos suerte de que nos llevaron a las barracas.
Estuvimos viajando durante 42 días, y cinco noches a la semana acampábamos para dormir. Una vez a la semana, nos permitíamos el lujo de dormir en un hotel y el resto de noches intentábamos convivir con los lugareños. A veces, por el camino conocíamos a gente que, después de conversar un rato, nos ofrecía alojamiento en sus casas. Durante el viaje en ferry para cruzar a Bélgica, al principio de la carrera, conocí a un tipo al que le entusiasmó nuestra aventura y nos alojó en su casa la primera noche. Cuando estábamos cerca de Mary —ciudad ubicada en un oasis en el desierto de Karakum, en Turkmenistán—, nos quedamos a dormir en casa de un mecánico que nos arregló el coche después de un accidente que casi lo dejó destrozado. En Europa nos habrían dicho que no tenía solución, pero él consiguió arreglarlo y ponerlo a punto en unas diez horas. De hecho, en varios sitios nos quedamos en casa de mecánicos que se apiadaban de nosotros cuando se nos estropeaba el coche, cosa que ocurría con frecuencia.
Cuando participas en algo como el Rally de Mongolia, aprendes muy rápido a vivir sin los lujos diarios o esas cosas que inicialmente consideras de primera necesidad. Había abandonado totalmente mi vida normal —el trabajo de oficina, mi piso— y cuando regresé a casa, de repente fue muy raro volver a tener un armario lleno de ropa en lugar de solo tres camisetas sucias.
¿Si volvería a hacer el Rally de Mongolia? No, pero porque todavía lo tengo muy reciente. En principio, sí lo volvería a hacer. Ahora tengo en mente recorrer India de norte a sur en tuk tuk. Al igual que con el viaje a Mongolia, plantearte estos objetivos te permite salir de la rutina y vivir una experiencia inolvidable.