Fotos análogas de hongos silvestres en una montaña de México

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Artículo publicado por VICE México.

Sentado en una cueva boscosa al interior de un exmonasterio, junto con otras cuatro amistades, confundí una explanada de pasto con el caudal de un río; percibía los colores más vibrantes que de costumbre y el cielo se expandía y contraía conforme entraba el atardecer. Apenas dos horas atrás, había comido los hongos que recolecté ese mismo día, pero esos no eran los causantes de esta experiencia psicodélica, los que había recogido estaban sanos y salvos de cualquier vestigio de psilocibina o toxicidad. La psicodelia venía de otras latitudes mexicanas.

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Llegamos al Exmonasterio Mundo Ecológico, cuya construcción data de los años 70, cerca de las 7 de la noche de un viernes —después de tomar un camión en la estación Cuatro Caminos de la CDMX—. El lugar originalmente sirvió como recinto religioso para una decena de monjes que, poco a poco, fueron disolviendo su voto hasta convertir el lugar en un atractivo turístico de Villa del Carbón, en el Estado de México. Es una construcción enorme con las características de una hacienda antigua: un río que corre al interior del terreno, árboles muy altos, caminos de piedra, murales religiosos en su interior, senderos y celdas. Todo esto era para uso exclusivo de los monjes, pero ahora cualquier turista puede disfrutar de sus amenidades sin la necesidad de portar un hábito, creencia o un corte de pelo particular.



Cuando terminamos de acomodarnos en nuestras habitaciones, bajamos, bebimos cervezas, comimos ensalada de atún y forjamos unos cuantos porros en una de las terrazas del monasterio; para la media noche ya estábamos en nuestros dormitorios, al día siguiente había que salir a un recorrido a las 8 de la mañana para aprender a reconocer hongos comestibles y teníamos nula intención de hacerlo con resaca o desvelados.

A las 7:30 de la mañana del día siguiente conocimos a Michele Benitez Araiza, bióloga experta en hongos, quien fue nuestra guía y referente académico durante las siguientes cinco horas, y que suele hacer recorridos y micotours en Villa del Carbón. Michele viste holgada, su mirada sugiere tranquilidad, es risueña y abierta. A las 8 de la mañana estábamos listos para salir, subimos las seis personas al auto de Mich y comenzamos el trayecto en búsqueda de hongos.

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25 minutos después de conducir por una carretera y posteriormente por un sendero, llegamos a un plano que antecede un enorme territorio con árboles altísimos. Ahí empezó el curso que pretendía evitar que nos envenenáramos en algún futuro próximo por la ingesta irresponsable de algún hongo. “Miren, aquí hay uno”, nos dijo Mich a los primeros 10 pasos que dimos hacía el interior del bosque, “Este es un mantecoso, pónganlo en la canasta.” Y a partir de ahí no paramos en recolectar y escuchar las explicaciones de nuestra guía.

A los 40 minutos de caminar por el bosque, esa canasta parecía sacada de una caricatura fantasiosa. Los colores estridentes chocaban, jamás había visto hongos de esas tonalidades, en ese momento todos parecían letales, o al menos mágicos. Pero Mich, ama tanto los hongos que reservó sus comentarios e instrucciones para detectarlos, simplemente los dejaba pasar: “Esos no, son tóxicos”, y nosotros no sabíamos si su toxicidad era mortal o alucinógena, pero a fin de cuentas el recorrido no era en busca de hongos mágicos, sino de hongos de consumo familiar. Los mágicos los habíamos traído desde la CDMX, probablemente procedentes de Querétaro; la experiencia teníamos que cerrarla con broche de oro, y aunque el broche no fue de oro local, la psilocibina no discrimina en geografía.

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Cruzamos riachuelos. Escalamos un poco. Nos caímos. Casi tiro toda nuestra recolecta por un paso en falso. Seguimos recogiendo hongos y refugiándonos en los conocimientos de Michele, que, aunque eran altísimos, en ocasiones me preocupaba que una efímera distracción pudiera hacernos motivo de altar, porque en varias ocasiones pasamos cerca de ejemplares fatales: “A este ni lo toquen; si lo huelen, su composición hará que todos sus órganos se deshagan y mueran en seguida”, nos advirtió Mich.

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Cuando terminamos de recolectar la mayor cantidad de hongos posible, pasamos por tortillas y nos detuvimos en el mercado orgánico de Villa para buscar unos ejemplares de hongo que no habíamos alcanzado a encontrar —entre ellos los azules, que suelen terminarse muy rápido—, también aprovechamos para verificar con las hongueras locales que nuestra recolecta no tuviera ningún integrante fatal.

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Este mercado en Villa del Carbón, entre otras cosas, es conocido por su diversidad en hongos, y cotidianamente se reúnen cerca de 10 hongueras a vender su recolecta del día. Sobre el concreto del mercado, encima de lonas, descansan decenas de tipos: azules, rojos, punteados, blancos y amarillos. “Cuidado con esos amarillos que traes en la mano, luego te ponen loco. Aunque a mí me da lo mismo, yo me como los que sean.” Me contaba Don Toño, un señor de cerca de 60 años que vende plantas medicinales dentro del mercado.

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Después de recorrer el mercado, fuimos a la casa de Michele y Jonas —su esposo, quien construye viviendas autosustentables y vende pulque en el mercado orgánico—, y preparamos todos los hongos en mantequilla y aceite. Algunos los dejamos más tiempo de lo normal friéndose para que se hiciera algo que Mich llama “chicharrón de hongo”. Taqueamos todas las especies que recolectamos y vimos la colección de objetos prehispánicos de Michele mientras tomábamos agua de guayaba. Al final, casi cuando salíamos de regreso, llegó Jonas con su hijo más pequeño —aún no hablaba—, quien terminó por acompañarnos de regreso al exmonasterio.

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Cuando llegamos, nos sentamos en una de las mesas que hay sobre la terraza. Sacamos los hongos deshidratados con psilocibina que habíamos traído de la CDMX y dividimos la dosis en cinco. Era extraño, porque después de convivir con una persona que sabe tanto de hongos —y que todavía se veía al fondo platicando con una amiga del exmonasterio—, me sentía ignorante partiendo los hongos y preparando la dosis de algo que, estoy seguro, conocía mucho mejor Michele; así que, a calzón quitado, una amiga le pidió que viniera a la mesa para ver nuestra siguiente micomisión. “Uy, tan poquito se van a comer”, dijo Mich al ver una de las dosis, después le explicamos que esa era sólo una parte de cinco y su cara cambió. Se alivió su incertidumbre de que con tan poco no pudiéramos llegar a “escuchar a los honguitos hablar”.



Michele se fue, nosotros subimos hasta una cueva dentro del terreno del exmonasterio. Masticamos los hongos y un sabor ácido se apoderó de mis encías. La psilocibina comenzó a actuar, parecía que la cantidad industrial de hongos que comimos antes ayudó a potenciar su efecto. Estuvimos ahí tres horas, confundiendo grandes extensiones de pasto con ríos, escuchando música, especulando sobre la vida de los monjes, asegurándonos de que los árboles no se movieran de más y escuchando lo que ese claustro de hongos tenía que decirnos. El viaje pasó. Todo tenía más sentido. Nos habíamos vuelto a enamorar de la naturaleza, y a pesar de la oscuridad no había miedo que cupiera dentro de nosotros. No era la primera vez que comía hongos alucinógenos, pero hacerlo en este lugar hizo que la experiencia fuera completamente distinta: amigable, tranquila, dócil y sin malviajes.

Era momento de bajar de nuevo al monasterio y repetir la fórmula del primer día, pero esta vez sin hora de caducidad. A lo único que teníamos obligación de levantarnos era a comer la barbacoa que religiosamente preparan cada domingo ahí.

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Al día siguiente, después de almorzar, pasamos de nuevo al mercado orgánico a platicar con Mich y Jonas. Cuando llegamos, Michele estaba tocando el charango con otras tres personas. Buscamos el puesto de Jonas y tomamos dos pulques cada quien, además del aguamiel que nos dio como cortesía. Al finalizar su interpretación, Mich regresó a modo bióloga y nos contó de la terapia experimental y herbolaria que usa para sanar a la gente con tinturas y extractos.

Era tarde, debíamos regresar a la CDMX y después de las cuatro suele ser un problema porque los colectivos dejan de pasar y la única forma de regresar es a dedo. Caminamos a la central de camiones y tomamos el único que aún tenía como dirección la CDMX, nos dejó cerca del Poli de Vallejo. Pedimos un taxi para regresar, mientras seguíamos el trayecto de fondo sonaba el nuevo álbum de Cypress Hill, Elephants on Acid, anunciando la salida del viaje y la llegada al caos de la CDMX.

Jesus was a stoner, uh-huh
Born in southern California, uh-huh
Lying out on the corner, uh-huh
While they’re tryna stone us, uh-huh
You wanna stone us, you wanna stone us
Come on stone us
They wanna stone us, they wanna stone us
Come on stoners

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