El fotógrafo belga Jacques Vermeer conoció a Patrick, de 31 años, quien pidió mantener su apellido en el anonimato, en un festival en 2019. “Su carpa estaba cerca de la mía en el campamento y estuvimos conviviendo un rato”, recuerda Vermeer. “Realmente ya no nos vimos después de eso. Fue el tipo de convivencia efímera que se da en un festival, no sueles mantenerte en contacto después”.
Un año después de su breve encuentro en un campo en el oeste de Bélgica, Vermeer descubrió a través de un amigo que Patrick trabajaba en el cementerio de Ixelles en Bruselas. Intrigado por la inusual ocupación de su amigo de festival, se puso en contacto con Patrick. ¿Podía fotografiarlo en su trabajo? Seguro, dijo Patrick.
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Cuando Patrick era más joven, era, en sus propias palabras, “un rufián, pero uno bueno”. Cambiaba de casa y trabajo constantemente, vivía de queso roquefort y pan, dormía en sofás y cometía delitos menores. En 2014, fue sorprendido infringiendo la ley, algo sobre lo que prefiere no dar más detalles. En lugar de cumplir una pena privativa de la libertad, los tribunales le ordenaron a Patrick que buscara un trabajo.
Así es como terminó rastrillando hojas en un cementerio. Un día, un colega le preguntó a Patrick si quería probar suerte como sepulturero. Ya han pasado siete años de eso y aún cava tumbas en Ixelles. “El trabajo es duro”, dice Patrick al recordar sus primeros días en ese trabajo. “Es impactante. Algunas personas renuncian de inmediato”.
El fotógrafo pasó un año fotografiando a Patrick en su lugar de trabajo. “Decidí seguirlo durante todo ese tiempo porque quería conocerlo mejor como persona, comprender el trabajo que hace y cómo se siente al respecto”, dice Vermeer. “Ser sepulturero no es un trabajo típico, pero es esencial. También quería reflexionar en la relación que tenemos con la muerte aquí en Occidente”.
El propio Patrick tuvo que afrontar esa relación casi al instante. “Mis compañeros me obligaron a ir a la morgue. Acababan de hacer una exhumación. Así que llegué allí y dentro de un ataúd había una caja de metal que estaba soldada como si fuera una lata. Tuvimos que abrir la caja y mover el cadáver a otro ataúd porque la familia quería una cremación. Cuando vi la cara del chico, di un paso atrás. Me paré recargado contra la pared. Estaba aterrado y quería vomitar. No podía respirar porque era el peor olor del mundo. Nunca he podido olvidarlo”.
Finalmente le dieron un contrato permanente y pasó cinco años viviendo en una propiedad en los terrenos del cementerio. “Vivir en un cementerio puede dar miedo”, dijo. “Sueles asustarte cada vez que escuchas un ruido”. A medida que pasó el tiempo, Patrick comenzó a sentirse más cómodo con su entorno, llegó a un punto en el que se sentía tan cómodo entre los muertos que felizmente hacia skating por el cementerio. “Una mañana brumosa, tomé mi patineta y me deslicé alrededor de las tumbas. Fue una locura”, dice. “Como estar en una película”.
Siete años después, Patrick está feliz con este período de su vida. Dice que está contento con su horario —un trabajo clásico de 8 am a 4 pm—, “como si asistiera a la escuela”, y no se queja de la enorme carga de trabajo. Por otro lado, se siente decepcionado de que el trabajo de sepulturero sea una especie de profesión invisible. “Durante un funeral, la gente suele darle las gracias al sacerdote, pero no a los sepultureros”, dice. “No te miran y no te hablan. Eso fue difícil al principio”.
No todos son poco amistosos. “Está el joven que toca la guitarra todo el tiempo en la tumba de su padre, y la señora que deja flores en la tumba de su marido todas las semanas”, dice, “Algunas personas me agradecen e incluso me dan chocolates. Es un gesto amable. Tengo una reserva de ellos para cuando miro la televisión por la noche”.
El trabajo de Vermeer con Patrick fue la primera vez que se comprometió con un proyecto fotográfico a tan largo plazo. “En realidad es una colaboración entre nosotros”, dice. “Seguí volviendo para fotografiar a Patrick porque cada vez que lo veía, aprendía algo nuevo. Además, es un tipo muy divertido e interesante”.
La historia que cuenta en Ixelles es una sobre las innumerables formas en que conmemoramos la muerte de un ser querido. “En términos de funerales, también lo he visto todo”, dice Patrick. “Budistas, católicos, judíos, musulmanes e incluso caballeros con sus espadas”. Recuerda el funeral de un aficionado al fútbol, al que llegaron otros aficionados y todos pusieron cigarrillos y cervezas en la tumba antes de empezar a cantar. Cada quien tiene su propia forma de despedirse.
“Hubo un funeral polaco donde el séquito cantó y lloró al mismo tiempo, y un funeral arameo donde la gente arrojó mijo y distribuyó latas de Coca-Cola”, dice Patrick.
Gracias a su trabajo, Patrick pudo comprar un departamento y mudarse del cementerio en 2020. Puede que no sea la casa blanca con la que había soñado hace varios años, pero al menos le permite estar lejos del cementerio y su peculiar atmósfera.
Estar cerca de la muerte todo el día hizo que tomara la determinación de disfrutar la vida al máximo. “No le temo a la muerte, pero me parecería estúpido morir ahora y perderlo todo”. Cuando puede permitírselo, se distancia de todo con unas largas vacaciones, como los viajes recientes que hizo a China y Japón. A principios de este año, voló a Tanzania.
Al preguntarle si quiere ser enterrado en el cementerio de Ixelles, Patrick se sorprende: “¡¿Estás loco o qué ?! Quiero que me entierren muy lejos de aquí y a mucha profundidad”.
A continuación puedes ver una selección de fotos de este proyecto en curso de Jacques Vermeer.