Ser friegaplatos en IKEA es el peor trabajo del mundo

Este artículo se publicó originalmente en MUNCHIES, nuestra plataforma dedicada a la comida.

Prácticamente toda la gente que conozco ha compaginado algún trabajillo horrible a tiempo parcial con sus estudios en la universidad. Un trabajo que odiabas pero que no te quedaba otro remedio que aceptar porque entonces no podías aspirar a algo mejor aunque te lo propusieras. Hay gente que se levanta los domingos de madrugada para trabajar en una granja, mientras que otros se pasan el día libre asegurándose de que el castillo hinchable de otra persona está libre de gérmenes. No hay nada malo en ello; es un paso importante en tu viaje hacia la independencia y son experiencias que generan anécdotas geniales para contar en alguna fiesta años después.

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Desgraciadamente, cuando yo pienso en el trabajo que hacía en mis años de universitario, no lo hago precisamente con una sonrisa en la cara. Más bien al contrario: recordar esa época me horroriza.

Pasé cuatro años de mi vida lavando platos en IKEA dos días a la semana. En total, trabajaba 18 horas, las mismas que hacían mis amigos en cuatro días. A veces hacía turnos de diez horas seguidas, con una hora para comer. No siempre abríamos los domingos, pero cuando lo hacíamos, me pagaban el doble por ese día. Era genial, y la mayoría de estudiantes en Bélgica se dan con un canto en los dientes cuando consiguen un trabajo en IKEA. La única pega es que no puedes decidir en qué departamento quieres trabajar, y yo fui de los desgraciados a los que le tocó el puesto de friegaplatos.

El peor puesto en el que puedes acabar en IKEA es el de friegaplatos. Solo hay una ventana, pero está tan alta que ni siquiera puedes echar un vistazo al exterior mientras trabajas, así que acabas olvidándote de que ahí fuera hay un mundo sin platos sucios. Las únicas vistas que tienes son los azulejos blancos de la pared, que van perdiendo su blancura prístina bajo capas de restos de comida y salpicaduras de salsa a medida que el día avanza.

La peor parte es frotar. La persona encargada de esta tarea tiene que ocuparse de las enormes parrillas que se usan en cocina para calentar la comida.

Todos los trabajadores del departamento tienen su función: hay una persona situada en un extremo de la cinta transportadora encargada de coger los cientos de bandejas que llegan en los carros, vaciarlas y colocarlas en la cinta. Ese es el puesto más solitario, porque hay un muro divisorio entre los carros y el resto de la cocina. Las bandejas llegan a la cocina a través de un hueco en la pared y los platos se clasifican de forma sistemática: una persona se encarga de los vasos y las tazas, otra de los platos, la siguiente de los cuencos, etc. Por último, un imán recoge los cubiertos y los deposita en bandejas. Mientras estás clasificando, has de estar atento para sustituir a tiempo las bandejas llenas por vacías y empujar las llenas hasta las máquinas que están a tu espalda. Esta tarea requiere reflejos y concentración, porque la cinta nunca para.

La peor parte es frotar. La persona encargada de esta tarea tiene que ocuparse de las enormes parrillas que se usan en cocina para calentar la comida. Se supone que en un minuto te ha de dar tiempo a limpiar una de ellas, pero por lo general suelen estar cubiertas de una gruesa capa de restos de comida. Tienes que limpiarlas con agua tan caliente que el vapor impide que puedas respirar bien. No es tan difícil limpiar una parrilla en la que se ha preparado un puré de patatas, pero fregar una en la que se ha hecho salmón es una pesadilla.

Lo único que haría más llevadero el trabajo en la cinta transportadora sería poder hablar con los compañeros, pero el ruido de los lavavajillas industriales y de la cinta es ensordecedor. Ni siquiera puedes oírte pensar, mucho menos mantener una conversación. Después de un tiempo trabajando allí, me harté del ruido de las máquinas y empecé a cantar a todo pulmón. No me importaba mucho si a mis compañeros les gustaba porque probablemente no me oían.

Las albóndigas de IKEA tienen el tamaño perfecto para lanzarlas–, pero en seguida me di cuenta de que la diversión moría en aquel recóndito lugar

Cuando empecé en este trabajo, intenté animar el cotarro echando agua del fregadero a los compañeros o con alguna que otra batalla de comida –las albóndigas de IKEA tienen el tamaño perfecto para lanzarlas–, pero en seguida me di cuenta de que la diversión moría en aquel recóndito lugar: intentar pasármelo bien solo empeoraba las cosas, ya que la cinta seguía enviándome platos, inclemente, y el trabajo se me acumulaba.

Para escapar del aburrimiento infinito de ese sitio, a veces fumábamos maría. Muchos de mis compañeros ya venía colocado al trabajo. A nadie le importa qué aspecto tengas en ese agujero, y tampoco es que haga falta pensar demasiado. De hecho, no había que pensar ni decidir nada, así que muchas veces iba a trabajar directamente después de haber estado de juerga toda la noche. Me metía un poco de speed y me quedaba absorto en mis repetitivas tareas. Era una rutina peligrosa.

El trabajo de friegaplatos de IKEA es cosa de máquinas, pero hasta que no se inventen los robots que lo hagan, lo tienen que hacer personas. Yo pude aguantarlo porque solo iba dos veces a la semana y el resto del tiempo disfrutaba de mi vida de universitario, pero cuesta imaginar lo infelices que deben de sentirse los que se dediquen a esto a tiempo completo.

Traducción por Mario Abad.