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Una ensalada de frutas con Laurie Anderson y su perro

Foto por Elizabeth Renstrom.

Esta historia hace parte de la edición de diciembre de VICE.

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Un martes de octubre Laurie Anderson estaba de pie en la entrada de su estudio de SoHo. Llevaba unos pantalones a cuadros y una camiseta blanca, ancha, con una inscripción en tibetano. La neoyorkina de vieja data emana una amabilidad que supera su espontánea tranquilidad. No era ni siquiera medio día y ya había servido como anfitriona de una pareja de amigos que se habían casado en el ayuntamiento de la ciudad esa misma mañana. Sobre la mesa había un gran tazón con ensalada de frutas que había sobrado del evento. “Come un poco”, me dijo, “hay tazones en el mesón”.

Cuando estábamos por terminar nuestras porciones, Anderson se dirigió a Willy, su desaliñado perro. Le dijo con ojos brillantes y una sonrisa en su cara: “¿Te gustaría un poco de jugo de fruta?”. El border terrier emitió un ladrido afirmativo.

La calidez de Anderson me tomó por sorpresa. Es posible que no la hubiera anticipado nunca: su trabajo ha sido vanguardista, analítico, a menudo enfocado en la tecnología. Distante. Sobre todo eso: el tema del aislamiento es constante en su obra. Aunque, pensándolo bien, no aísla. Siempre es desafiante pero accesible. Su película más reciente Heart of a dog, que explora la muerte, el amor y la cultura de la vigilancia después del 11 de septiembre a través de anécdotas íntimas, no es la excepción.

“Son historias”, me explicó esta artista de performance de 68 años. “Alguien te pregunta cómo era ser niño y tú sacas una de tus historias. Cualquier humano tiene muchos más matices que lo que cuenta una historia, pero nadie está interesado en saberlo todo. Es difícil decir cómo eras realmente cuando niño, así que cuentas una anécdota. Sucede lo mismo cuando la gente te pregunta ‘¿cómo estás?’. En realidad no quieren saberlo –se ríe–, tú simplemente respondes: ‘bien’”.

En la película, Anderson relata muchas historias de ella misma y de Lolabelle, su ya fallecida ratting terrier. En poco tiempo, Anderson perdió a su perra, a su madre y a su pareja, Lou Reed; pero, en la película, decidió enfocarse en Lolabelle, usándola para “abordar las partes de las personas que no son lenguaje”. Ella me explica que los perros absorben el lenguaje pero nunca lo articulan. En algunos momentos de Heart of a dog, Anderson pide al espectador ver el mundo a través de los ojos de un perro. Hay una frase de David Foster Wallace en la película: “Toda historia de amor es una historia de fantasmas”. Reed es el fantasma en esta película, una presencia que está ausente hasta el final, cuando suena Turning time around. “Es una canción acerca de intentar vivir el presente”, dice Anderson.

La conciencia plena de Anderson, por llamarle de alguna manera, así como su mentalidad de estar en el presente, se reflejan en su estable timbre de voz y en las enseñanzas budistas que teje en su película, la cual une citas de Kierkegaard, memorias infantiles, recuentos de sueños y detalles poco convencionales de la industria de big data y de cómo Amtrak militarizó aún más los perros policiales. La película conjuga sinceridad con excentricidad –el perro de Anderson, por ejemplo, toca el piano, grabó un disco navideño–. Tal vez la historia más memorable de la película es la del viaje que ella hizo con Lolabelle al norte de California después del 11 de septiembre, cuando en Nueva York todo “era ruido y un desastre”.

En una de sus caminatas al mar, varios halcones sobrevolaron en círculos a la perra. Anderson recuerda una expresión súbita, totalmente nueva en el rostro de la perra. “Lo primero: se dio cuenta de que era la presa”, narra Anderson en la película. “Y lo segundo fue un pensamiento completamente nuevo. Darse cuenta de que podían venir desde arriba, desde el aire… fue la misma mirada en los rostros de mis vecinos en Nueva York durante los días posteriores al 11 de septiembre”.

Anderson se involucra en la tensa relación de Estados Unidos con Medio Oriente en su más reciente performance, Habeas corpus, una colaboración con Mohammed el Gharani, quien fue llevado a Guantánamo cuando tenía 14 años. Aunque Gharani fue liberado en 2009, tiene prohibida la entrada a Estados Unidos, como todos los que alguna vez han sido prisioneros en esa cárcel. Haciendo énfasis en esta prohibición, es más, trabajando alrededor de ella, exaltándola, Anderson realizó una instalación que combina la escultura tridimensional con una transmisión en vivo de Gharani,compartiendo su historia remotamente. Durante tres días de octubre, Gharani se sentó siete horas en un estudio en África occidental, mientras una imagen gigante suya era proyectada en el edificio de la armería en la Park Avenue, en Nueva York. Cada día, Anderson se paraba al lado del holograma de Gharani, lo presentaba a la audiencia y narraba sus escalofriantes historias de Guantánamo tocando el violín y recitando poesía.

En el pasillo de simulacros (drill hall) del edificio de la armería, donde tuvieron lugar la instalación y el concierto, los techos estaban iluminados a la usanza de un cosmos a cielo abierto. Anderson regresó a esa imagen para evocar la noción de libertad: la tan luchada libertad de Gharani, las leyes que permitieron que estuviera detenido ahí durante tantos años, a pesar de que no existían cargos en su contra. “En este caso, es un cielo nocturno”, explica Anderson. “Alguien de la administración Bush dijo que debíamos encontrar un espacio exterior legal, un lugar en el que no aplique nada. Esa frase quedó grabada en mi memoria”.

Cuando hablábamos en su estudio, Anderson me mostró una fotografía de Clive Stafford Smith, abogado de Gharani. En ella, él y su cliente cruzaban miradas en la transmisión del video. Gharani está soportando su cabeza con una mano, sobrecogido emocionalmente. “Ver eso hizo que todo el proyecto adquiriera valor para mí”, dijo, “y también ver a Mohammed reír”.

Aunque Heart of a dog recoge muchas de las pasiones de Anderson, es apenas la segunda vez que se aventura en el terreno del cine. Este video-ensayo, impulsado engran medida por la narrativa, es muy diferente a la película-concierto que dirigió en 1986, Heart of the brave (Corazón de los valientes), la cual mostraba performances de su disco homónimo.

“Lo que me encanta del performance es saber que el espectáculo será un poco diferente mañana, un poco mejor”, dice. “No me sentía cómoda con sacar una especie de enlatado y decir ‘listo’. Me gustaría que existiera un museo en el que pudieras colgar tu pintura y cada noche volver a pintar en un poco más: el museo de las cosas que nunca se terminan”.

A pesar de ser una versión final, Heart of a dog logra una naturaleza dinámica. Se niega a ser definida. Así como los mejores trabajos ensayísticos, transmite un significado a través de todas sus partes dispares, desafiando la narrativa reductiva y la definición directa. En su lugar, resalta lo resbaladizo del lenguaje.

“A los prisioneros de guerra se les llama ‘No personas’ y se puede hacer con ellos lo que se desee, cumpliendo con la Convención de Ginebra”, me dijo. “Por ejemplo, hubo muchos suicidios en las cárceles, y entonces decidieron llamarlos ‘comportamiento manipulativo y autodestructivo’. Ese era el nombre para una persona que había cometido suicidio. Es por eso que la película se refiere al lenguaje y a expresar cuánto nos engañamos pensando que conocemos nuestro pasado y que este se puede encapsular en una historia”.

Las historias de Anderson son valiosas en otro nivel. Incluyó anécdotas de cómo está lidiando con la muerte y el luto. El libro tibetano de los muertos, explica ella, sugiere no llorar al estar de luto porque esto confunde a los muertos. Habló de su rechazo a una muerte misericordiosa para su perra, como se lo había aconsejado su veterinario. Su profesor budista le enseñó que la muerte es un proceso para los animales y las personas: ambos se aproximan a la muerte y luego retroceden, nadie tiene el derecho a arrebatarles eso. En la actualidad, Anderson no reza. En su lugar, narra su propia exploración de diferentes herramientas para negociar el sufrimiento. Es difícil ignorar la honestidad y vulnerabilidad con la que lo hace.

La película es una manera de lidiar con la muerte que ha habido a su alrededor. “Existe una práctica de sentirse triste sin estar triste. Una parte es no decir ‘Dios mío, esto es muy triste’, sino aceptarlo y hacer algo al respecto”, agrega Anderson, mostrando una calma inquebrantable. “Lo que yo hice fue esta película”.