Artículo publicado por VICE México.
Jacobo no quiso ir a la escuela esa calurosa mañana de 1976. Ese día de primavera decidió tomar las armas para enfrentar al gobierno. Tenía 18 años y le faltaban dos meses para terminar la preparatoria. Estaban por cumplirse ocho años de la Masacre en Tlatelolco y este joven mexicano ya había decidido no su forma de vivir, sino de morir: luchando con un arma en la mano.
Videos by VICE
Su decisión a tan temprana edad no era una casualidad. Durante aquellos años, miles de jóvenes estudiantes, del campo y la ciudad, habían tomado la decisión de vivir en clandestinidad, alejados de la vida pública y de sus familias, escondidos en casas de seguridad o en la inmensidad de la sierra, armados con rifles, pistolas y explosivos, arropados por otros como ellos.
La razón era simple: el 2 de octubre de 1968 el gobierno de México había mostrado su verdadero rostro. Negó a toda una generación la posibilidad de protestar pacíficamente y cerró todos los canales legales para la protesta. Fue así como surgieron varios grupos guerrilleros como una respuesta al conservadurismo y la represión gubernamental. La idea era combatir al gobierno en igualdad de condiciones, al tú por tú. Si el Estado usaba sus armas para reprimirlos, ellos usarían las suyas para defenderse.
Si bien, antes de 1968, ya existían diversos grupos armados de izquierda que luchaban contra las fuerzas armadas en el norte y sur del país, en estados como Chihuahua y Guerrero, el movimiento de aquel año sumó a miles de adolescentes a la lucha armada. Eran muchachos convencidos —muchos aún lo están— de que por la vía de las armas se podían cambiar las cosas y mejorar las condiciones sociales del país a favor de los más desfavorecidos.
Tenían un referente inmediato: la Revolución Cubana, encabezada por Fidel Castro, Ernesto ‘Che’ Guevara y Camilo Cienfuegos, habían derrocado al gobierno de su país años antes e instaurado uno de corte socialista que estaba funcionando bastante bien a sólo 90 millas de su peor enemigo: Estados Unidos. Si los jóvenes cubanos habían triunfado en las narices del imperio, por qué los mexicanos no podrían hacerlo.
En ese contexto Jacobo se unió a la guerrilla. Después de que dejó la Vocacional 10 del Instituto Politécnico Nacional para pelear contra los militares en cerros y montes. Llegó a ser uno de los guerrilleros más importantes del país por el número de gente que tenía a su mando. Su captura era prioridad para el gobierno. Ese joven amante de los Rolling Stones y Led Zeppelin se había convertido en un problema de seguridad nacional.
Me quedé de ver con él irónicamente en el metro Chilpancingo —el nombre de la capital del estado que se le sirvió como cuartel durante más de 20 años— a menos de dos semanas de que se cumplan los 50 años de los trágicos sucesos de Tlatelolco. Es un hombre de 60 años, de 1.70 metros de estatura, piel bronceada y pelo cano y lacio. Su semblante es serio pero no tosco. Carga una mochila como lo ha hecho toda su vida. Nos sentamos en un café cercano.
—¿Qué te marcó para unirte a la guerrilla? —le pregunto.
—Varias cosas: una de ellas fue lo duro de la vida que llevaba y otra los libros. Cuando leí ‘La Noche de Tlatelolco’ de Elena Poniatowska me convencí de que la lucha armada era la única opción para cambiar las cosas. En ese entonces pensé: “no voy a ir a las marchas para que me den un balazo y me maten, yo voy a pelear con las armas“. Luego leí ‘El Guerrillero Sin Esperanza’ de Luis Suárez y la biografía del Che, con eso confirmé mi decisión.
Jacobo tenía 10 años cuando ocurrió la matanza y se enteró de ella hasta que cursó la secundaria. A su escuela asistían miembros del CLETA, un grupo artístico de izquierda que se mantiene hasta nuestros días y que fue el primero en atreverse a realizar un acto político cultural en Tlatelolco después del 68. Sus obras de teatro que presentaban en la Casa del Lago de Chapultepec formaron buena parte de su naciente conciencia social.
Después, en su años de bachillerato, buscó sin éxito a miembros de la guerrilla en marchas y mítines políticos para que lo invitaran a formar parte de sus filas. Hasta que consiguió un contacto gracias a un amigo que entrenaba karate. Él lo invitó y luego de año y medio de ponerlo a dar cursos de matemáticas a niños de barrios populares, lo inició en la lucha armada.
—¿Qué dijiste en tu casa para ausentarte de repente?
Mentí. Le dije a mi mamá que había obtenido una beca para estudiar en Puebla y para no levantar sospecha le di santo y seña de donde viviría supuestamente.
En aquellos años, el gobierno y sus servicios de inteligencia buscaban y detenían por todo el país a los miembros de la Liga Comunista 23 de Septiembre, una guerrilla urbana que se financiaba por medio del secuestro de empresarios de alto nivel para costear la lucha revolucionaria. Era un grupo bastante conocido por la sociedad debido al tiempo que le dedicaban en los noticieros. La gente comentaba sus acciones en escuelas, mercados y pláticas familiares.
Por otro lado, el Partido de los Pobres, la guerrilla fundada por Lucio Cabañas, un ex líder estudiantil egresado de la normal de Ayotzinapa, se encontraba reducida luego del asesinato de su líder en 1974. Pero el asesinato de Lucio Cabañas, motivó a los jóvenes de Guerrero a seguir su ejemplo. Hoy es común ver su rostro pintado en murales y estampado en playeras. En ese estado es comparado con Emiliano Zapata o ‘El Che’.
Otro icono de la guerrilla en ese tiempo fue Genaro Vázquez, fundador de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria, que fue asesinado en 1972. Y, por supuesto, Arturo Gámiz, líder del Grupo Popular Guerrillero, asesinado el 23 de septiembre de 1965, durante el asalto al cuartel Madera, en Chihuahua. Ese hecho fue reconocido como la primera acción de un grupo guerrillero contemporáneo en el país y la fecha sirvió como referencia para el nombre de la Liga Comunista.
Cuando Jacobo llegó a la sierra para formar filas en el Partido de los Pobres recibió dos tipos de formación, primero teórica de corte comunista y luego militar en la que aprendió el uso de armas de distinto calibre y diferentes estrategias para emboscar a los soldados. Recuerda la primer arma que utilizó: “Era un rifle M1, corto, sin culata. Me sentí todopoderoso cuando me lo puse al hombro, se veía hermoso con su cargador curvo”.
No hubo marcha atrás. Durante más de 20 años, caminando cerros y montañas, durmiendo a veces en el suelo, enfrentando en varias ocasiones a los militares y otras a punto de ser capturado, logró ser el jefe estatal del Ejército Popular Revolucionario (EPR) en Guerrero y luego comandante del Ejército Revolucionario del Pueblo Insurgente (ERPI).
Pero el 19 de octubre de 1999 Jacobo fue capturado por el gobierno mexicano. Fue torturado, probablemente en el aeropuerto de la Ciudad de México y en el Campo Militar Número 1 para delatar a sus compañeros. No está cien por ciento seguro de que fue en esos lugares donde fue golpeado hasta el cansancio —porque durante días permaneció con los ojos vendados—, pero asegura que escuchaba el ruido de los aviones al despegar y que alguien le comentó que durante las noches era llevado con los militares.
Fue encarcelado en la prisión de máxima seguridad de El Altiplano en el Estado de México —la misma de la que se fugó Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán por un túnel—. Durante los 10 años que pasó en el penal convivió con reos de alta peligrosidad, secuestradores, homicidas y narcotraficantes. Conoció de cerca a Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo y a Miguel Ángel Félix Gallardo: los tres fundadores del narcotráfico en México.
Luego quedó en libertad. Su legado fue formar uno de los grupos guerrilleros más numerosos en la historia del país y haber formado a cientos de jóvenes en la lucha armada. Efrén es uno de ellos.
Me cito con él en el Hemiciclo a Juárez y comimos en uno de los restaurantes que se encuentran al lado del teatro Metropolitan mientras me cuenta su historia.
Nació justamente en 1968. Pero desde los 14 años estuvo en contacto directo con la lucha campesina. La falta de oportunidades para los agricultores, las protestas sociales y la represión militar en Guerrero, su estado natal, lo marcaron. La matanza de Tlatelolco también fue significativa para él y lo motivó a acercarse a la guerrilla.
A los 16 años, se involucró en la lucha estudiantil. A esa edad se unió al Partido de los Pobres y comenzó a trabajar de manera clandestina en Acapulco, uno de los puertos más famosos para el turismo nacional e internacional.
Mientras miles de turistas abarrotaban las playas que habían visitado anteriormente Elvis Presley, Elizabeth Taylor, Ronald Reagan, John F Kennedy y decenas de famosos de la cinematografía mexicana, Efrén organizaba ahí mismo a jóvenes para integrarlos a la lucha armada.
Con un tono marcadamente costeño me contó su experiencia. “Nos entrenamos durante años en las montañas para confrontar al ejército. A mi me tocó trabajar más en los territorios indígenas. Nuestra forma de trabajar era similar a la de los zapatistas: no podíamos llegar a los pueblos a imponer una guerra, antes de eso los consultábamos”.
—¿Qué fue lo más difícil de la vida guerrillera?
—Las condiciones en las que se lucha. Es muy cansado caminar durante kilómetros, estar bajo la lluvia, comer poco, dormir en el suelo, pasar frío extremo o demasiado calor, ser picado por insectos, correr entre la maleza, subir cerros y montes. No todos aguantan.
12 años después de haber iniciado su contacto con la guerrilla, Efrén vivió uno de los peores capítulos de su vida. Una matanza poco conocida en el país pero no menos indignante: La Masacre de El Charco.
Los guerrilleros hicieron una reunión en junio de 1998 para consultar a la gente de la localidad de El Charco en el municipio de Ayutla de los Libres pero cometieron errores y excesos de confianza y el ejército los sorprendió.
“Éramos unos 400 guerrilleros con 160 armas de alto poder entre R-15 y AK-47, contra cerca de 5 mil militares con metralletas y morteros. Combatimos durante horas hasta que al final nos rendimos. Fue ahí cuando comenzó la masacre”.
Después de que los combatientes y la población civil desarmada se rindiera, fueron acostados boca abajo por los soldados en el patio de una escuela primaria. Ya reducidos y sin opción para defenderse fueron baleados por los militares a quemarropa.
Dispararon en tres o cuatro ocasiones ráfagas de un lado a otro sobre los cuerpos de varias personas tendidas en el suelo. Efrén logró sobrevivir porque, casi milagrosamente, no lo tocó ninguna bala. El espacio que forma la fracción de segundos entre una bala y otra fue lo que lo mantiene con vida platicando la última masacre del siglo pasado a manos del ejército. Sobrevivió pero eso no le evitó la cárcel. De la misma forma que Jacobo, fue golpeado y torturado hasta el cansancio.
A pesar de llevar una vida pública, ambos siguen defendiendo la lucha armada. Mientras Jacobo afirma que aún es legítima para defender al pueblo de los ataques gubernamentales, Efrén dice que el pueblo puede recurrir a las armas como ya lo ha hecho recientemente para enfrentar a la violencia no sólo del Estado, sino del narcotráfico.
Zósimo Camacho, jefe de información de la revista Contralínea, un periodista especializado en movimientos armados, asegura que si bien el movimiento del 68 fue un parteaguas para los movimientos guerrilleros del país, 50 años después no estamos exentos de que el gobierno pueda cometer otra masacre de ese tipo.
“Las fuerzas armadas ya demostraron que no están preparadas para labores civiles. Lo hicieron en Ayotzinapa, en Nochixtlán y en varias zonas del país donde se encuentran desplegadas para supuestamente enfrentar a la delincuencia organizada”, señala Camacho.
Sin embargo, explica que a pesar de que durante las últimas décadas las guerrillas no han conseguido sus objetivos, el movimiento armado fue la base para conquistar buena parte de los derechos de los que hoy gozamos como mayor apertura democrática y mayores canales de expresión política. Esto debido a que el gobierno se vio obligado a flexibilizar su postura autoritaria para que los jóvenes no optaran por tomar las armas.
Hasta el día de hoy sobreviven varias guerrillas en el país: algunas de las más activas son el EZLN —aunque desde hace más de dos décadas no realizan acciones militares—, el EPR y el ERPI. Pero no son las únicas, se han identificado cerca de una decena de grupos actuando a lo largo y ancho del territorio nacional.
Cinco décadas después de la Masacre de Tlatelolco, estas personas se mantienen como un claro mensaje de que si el gobierno no cambia sus métodos, ellos tampoco lo harán.