Fui a la antigua Residencia Oficial de Los Pinos y salí deprimido

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Artículo publicado por VICE México.

Desde que AMLO dijo que la antigua Residencia Oficial Los Pinos se iba a convertir en un centro cultural, consiguieron mi atención. Lo primero que pensé, fue: ¿Por qué alguien va a ceder una mansión de ese estilo? ¿No se la ganó en las elecciones? Es como si me ascienden, aumentan el salario y decido no aceptar más dinero, pero sí muchísima más chamba, pensé en ese momento.

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Este domingo, luego de la toma de protesta de AMLO, Los Pinos se convirtió en un Centro Cultural. Esperé un par de días para ir ya que pensé que iba a estar bastante lleno. Llegó el día, me levanté bien temprano y fui. Vi soldados en la entrada, nunca me han gustado, siento un pequeño resentimiento hacia ellos por todo lo que significa ser militar en Venezuela, mi país de origen, pero los que estaban en la entrada me trataron bien.

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La entrada es amplia, tiene detectores de metal. Me recordó más a la entrada de Universal Studios en Orlando que la de un museo. Había muchísima emoción en el ambiente: todas las personas estaban impresionadas por el largo pasillo donde están las estatuas de todos los presidentes. Se hacían selfies, fotos con cámaras viejas, y posaban al lado de su presidente favorito.

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“Jamás pensé estar en un lugar tan lujoso y grande. Es como un sueño estar aquí”; me dijo José Miguel de 52 años, propietario de una papelería, mientras se acomodaba sus lentes de sol y gorra. Seguí caminando y llegué a una larga fila donde había que esperar para entrar. Militares pasaban folletos de Los Pinos, voceros daban las reglas: “Solo fotos sin flash, no se separen de la fila”, decía el vocero. Entré y era justo lo que imaginé: una entrada amplia, grande y con candelabros. Pisos de mármol, olor a viejo —no sé por qué— y todo muy ordenadito, cual museo. Otra de las reglas: no nos podíamos sentar en ninguna silla ni escritorio.

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“Mira este salón, es más grande que mi casa”, dijo María, una señora de alrededor de 60 años. Para luego comentar: “tienen que ir a la recámara presidencial, es más grande que cualquier casa del INFONAVIT”. Este tipo de comentarios fue la norma en todo el recorrido. Era como si todas las personas que estábamos ahí no tuviéramos idea de los lujos que destacaban en la política mexicana, sólo que al verlos de cerca todo cambia.

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Subí las escaleras, paso a paso, viendo cómo cada cinco segundos la gente se hacía decenas de fotos. Había una vibra extraña en el lugar. Parecido a cuando de pequeños nos dejaban entrar al cuarto de nuestros padres por cinco minutos. ¿Recuerdan cuando ellos salían, nos dejaban solos y no sé, empezábamos a hacer travesuras? Exactamente ese era el humor en Los Pinos. Gente revisando todo, absolutamente todo. Selfies en los baños, críticas al tamaño de los retretes, comentando “¿cuántos impuestos habrá costado esto?”.

Mientras seguía explorando y caminando el lugar, encontraba comentarios más elevados: “Estos tipos son unos ladrones”. “Qué bien que por fin podemos ver esto y saber qué tan corruptos eran”. “¡Si esto les parece lujoso, imaginen la casa blanca de La gaviota!”. Entre las fotos y comentarios de ese estilo, de repente aparecían opiniones dándole gracias a AMLO, “porque de otra forma jamás íbamos a estar cerca de una mansión de este estilo. Nunca habían hecho esto hasta ahora. Este señor [AMLO] dijo que iba a ser un museo y aquí está: perfecto para todo el pueblo de México. No es comparable a nada que hayamos vivido antes”, me dijo Javier Fonseca de 75 años.

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Personalmente, Los Pinos no me impresionó. Es justo el tamaño de corrupción que esperaba. Sabía que iba a ver lujos, recámaras gigantes, decenas de baños, en fin, es a lo que estamos acostumbrados de la clase política. No digo que esté bien, solo es lo que pasa. En vez de convertirse en un recorrido que fuese más hacía la parte histórica de México, algo como “¿qué paso en esta recámara o en la cocina, acá vino Michael Jackson una vez” o cosas por el estilo, caminar por Los Pinos se convirtió en escuchar todas las quejas de los asistentes. Diría que el 100% de las personas que estaban allí estaban bien molestas: ya sean de Guerrero, Ciudad de México o de Durango. Todas las personas que recorrieron el lugar estaban indignadas. Y quizás eso era lo que quería AMLO con esta decisión: mostrarle al pueblo mexicano de primera mano que las cosas cambiaron con él, y que las décadas de corrupción, lujos y aviones presidenciales habían llegado a su fin.

Me sentí como si estuviese en un museo que nos enseñaba qué era la corrupción. Y, aunque estoy segurísimo que los verdaderos lujos nunca los vamos a ver —obras de arte, excesos, viajes—; ya que muy probablemente esa fue la versión light de Los Pinos, pienso que fue una idea acertada abrir esto a la gente.

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Salí deprimido, un poco ambivalente y entendiendo que lo que realmente fuimos a hacer en Los Pinos era entender lo lejos que estábamos todos los asistentes de tener una vida así o con ese tipo de lujos que tiene la clase política. Y todo bien con los lujos: qué cabrón que te los ganes con tu chamba. Pero, ¿con dinero público? Eso es lo que a todos los que estábamos ahí nos molestó. Ahora, imagínense cómo habrá sido ver Los Pinos en cualquier día que estuviese Enrique Peña Nieto o cualquier otro expresidente ahí.

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