Artículo publicado por VICE Argentina
Esta historia comienza en Google Maps, errando virtualmente por el área sur de Buenos Aires, sobrevolando hitos que invitan a ser explorados; por ejemplo la cancha del Club Atlético Victoriano Arenas en el extrañísimo Meandro de Brian, o el puerto de Dock Sud, donde se supone que aún se encuentran vestigios de un balneario llamado Puerto Piojo. Medio a la deriva, sin objetivo claro, di con unas imágenes que llamaron mi atención. Hice zoom a la altura de Sarandí y desde ahí “me fui acercando” a un territorio verde y costero llamado Villa Domínico. Un largo camino bordea el arroyo Santo Domingo y termina en la inmensidad del río; unos 600 metros antes un puente conecta dicho camino con la otra orilla del arroyo, donde se emplaza una planta de CEAMSE. En la dirección opuesta un largo callejón de tierra conduce a un sector selvático que linda con la reserva ecológica municipal. Allí se aprecian uno predios con surcos regulares de un verde distinto al del entorno, signos de presencia humana, seguramente campos de labranza; pero, ¿serán pequeños viñedos? Al menos eso indica la etiqueta que un usuario ha instalado sobre el mapa. Qué ganas de “bajar hasta ahí” con la opción street view, pero lamentablemente no está disponible.
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Fue así como me enteré de que existía el vino de la costa, bebida espirituosa cuya historia se remonta al arribo de los primeros genoveses que pisaron la orilla sur del Río de la Plata allá por 1860. En las gacetas dedicadas a la reconstrucción histórica de Buenos Aires y Avellaneda, se describe a Villa Domínico como tierra de pioneros que a pura pala y rastrillo construyeron acequias y canales navegables, levantaron casas de madera y chapa, trazaron caminos y delimitaron lo que antes no era más que matorral y bosque de ceibos; luego crecerían los sauces, las hortensias y magnolias que hoy son tan comunes por esa zona, pero que, al igual que las viñas, corresponden a especies introducidas por los tanos, esquejes que se trajeron en barco atornillados en papas para que no se secaran en el camino.
En una de esas páginas dedicada a la Costa de Domínico encuentro el teléfono de Osvaldo Paissan, quintero bisnieto de italianos que aún cultiva la tierra en esos lares que cada dos por tres se inundan cuando hay Sudestada. Se dice que Paissan es el último en Avellaneda en producir vino con esa uva roja muy oscura, casi negra, conocida vulgarmente como uva chinche o Isabella Americana perteneciente a la variedad Vitis Labrusca; una vid a la que en Mendoza le hacen la cruz, por no decir que la desprecian abiertamente. De todo esto y más me enteré cuando pasé desde la visión vertical de mi computadora a la realidad horizontal de esa tierra olvidada; ahora sí con el firme objetivo de probar el vino de costa y de volver a casa con un par de botellas de ese producto tan exótico.
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Paissan accede a conversar para hacer la nota de VICE. Le ha pedido a su amigo Enrique Simoncini (otro quintero nativo) que me vaya a buscar en camioneta a la estación del tren. No existe otra manera de llegar si no es en vehículo particular, pues al Domínico profundo no van los remises y para caminar es bastante.
El barrio contiguo a la estación es 100 por ciento urbano. Son solo tres estaciones viniendo desde Constitución, sin embargo desde que uno toma la calle Juan B. Justo en dirección al río el paisaje cambia diametralmente. Simoncini conduce a través de un camino estropeado, me cuenta que décadas atrás la gente pescaba en el Santo Domingo, lo que ahora es imposible a causa de la polución que proviene del Polo Petroquímico y de las cloacas que ahí desaguan. Primero vamos hasta la ribera para sacar algunas fotos al paisaje.
Cuando está por estacionar se nos cruza por delante un reptil grandote que al vernos acelera la marcha y se esconde en la maleza.“Un lagarto overo”, me dice Simoncini. La visión de ese animal me deja pasmado, no han pasado ni cinco minutos desde que dejamos atrás el cemento, el murmullo del Gran Buenos Aires, y ya estamos en otra dimensión: nos hemos transportado al nicho ecológico ribereño, técnicamente conocido como selva marginal costera del Paraná; pero también hemos ingresado en otra época, la de los quinteros que vivían interpretando el comportamiento del Río de la Plata, ese al que ahora se le da la espalda.
La combi de Simoncini ha entrado en el callejón de tierra que ya había identificado en mi pantalla. A lado y lado antiguas casas de chapa se vislumbran en medio de la espesura; una de estas construcciones vetustas parece abandonada. “Es la vieja escuela”, aclara mi guía, “ahora tenemos una nueva, aunque no hay muchos niños que asistan; la mayoría de los que viven por acá son gente grande”.
En la entrada de la quinta de Paissan está estacionada una máquina retroexcavadora que no tiene pinta de funcionar. Simoncini toca la bocina y salen los perros a recibirnos; tras ellos aparece Paissan, un señor alto, de pelo blanco como el algodón. Antes de saludarnos me indica cuál de los perros es el malo porque a ese no hay que tocarlo. De ahí pasamos sin más preámbulos al galpón en el que guarda unas cinco cubas de madera y sus herramientas. No es como me lo imaginaba, salvo los artefactos, el lugar no parece tener muchos años.
“Pasa que este galpón lo construí a principios de los 90, mi quinta original estaba del otro lado del arroyo; ahí nos expropiaron para instalar el Cinturón Ecológico y yo me traje todas las cosas para acá, instalé las cubas, las cintas transportadoras y planté los viñedos. Por esos años vino el intendente a supervisar las obras del acceso a la planta de tratamiento, no estaba abierto ese camino por el que llegaron ustedes, vinieron atravesando el monte. Ahí el director de obras públicas me vio trabajando con las uvas y dijo “Paissan usted está loco”. Yo le respondí “mirá, los cuerdos hablan, los locos hacen”.”
El terreno en el que estaban las casas de Paissan y de otros quinteros le pertenece al Gobierno de la Provincia y al de la Ciudad Autónoma, que son los que administran CEAMSE. Del otro lado, hacia el norte, Paissan tiene de vecina a la Eco Área, una reserva que depende del Partido de Avellaneda. El predio que ocupa este parque recién inaugurado tiene 140 hectáreas que hasta 1930 era un área de quintas, por lo que no se trata de un territorio virgen de fauna nativa como algunos creen. Es más, en esta reserva fácilmente se podría hacer arqueología, pues sin duda en esa jungla impenetrable están sepultados las marcas que dejaron los genoveses. “Acá están las quintas abandonadas, nosotros navegábamos en velero o en canoa por los canales de esta zona”, comenta Simoncini, refiriéndose a una red fluvial artificial diseñada por los tanos y que otrora conectaba a la costa de Domínico con el Riachuelo, ya que en esas tierras se producían las frutas y hortalizas que abastecían a la ciudad; lo mismo que el vino: mucho antes de que el flujo de camiones entre Mendoza y Buenos Aires fuera tan regular como hoy, los porteños brindaban y se embriagaban con el vino de la costa.
“Los mendocinos decían que esta uva no la podía usar para hacer vino porque resulta un producto de baja calidad. Cuando a nosotros nos expropiaron en el 92 el Instituto de Vitivinicultura aprovechó para sacar una resolución en la que se prohibía hacer vino con la variedad Vitis Labrusca. Ahí yo escribí una carta que se la pasé a la presidenta; ella intercedió con el instituto para que nos dejaran producir y además para poder etiquetarlo como vino de la costa.”
Paissan habla en plural porque en la costa de Berisso también se fabrica el vino de uva chinche. Con todo, en Avellaneda él viene a ser el último de un linaje sin descendencia, puesto que sus hijos no continuaron con la tradición. A todo esto, yo ya iba en el segundo vaso de vino. Primero tomé uno con aroma a roble, fuerte, un sabor indescriptible y completamente nuevo al paladar; después me sirvieron uno dulce con reminiscencias de jerez y de oporto, riquísimo, muy rápido a la hora de subirse a la cabeza.
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Antes de partir le pido a Paissan que me venda dos botellas, una de cada una (después me iba a arrepentir por no llevar más). Esa misma tarde, al llegar a casa, abrí la de sabor fuerte y bebí hasta la mitad. Ahora que escribo estas líneas estoy por servir lo que resta; ni bien le quito el corcho el buqué a roble me transporta a Villa Domínico y me imagino navegando en canoa por esos canales que ya no existen, en una noche estrellada y sin luna, guiado solo por los faroles que los tanos han encendido en sus quintas a lo lejos.