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Hasta el impensable triunfo del Leicester City ganó la Premier League, la última gran gesta en el mundo del fútbol había sido la de Grecia en la Eurocopa de 2004. La selección helena se llevó el triunfo contra todo pronóstico: las probabilidades de victoria griega eran de 250 a 1, según los corredores de apuestas de la época.
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En otras palabras, era más probable encontrar un discurso coherente de Mariano Rajoy o una conferencia en inglés de Sergio Ramos que ver al capitán griego levantando la copa en Portugal… y sin embargo, así fue.
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Como recordarás, las victorias inesperadas por un gol en los partidos inaugurales de los torneos no eran gran noticia en 2004. Apenas dos años antes, en el Mundial de Corea y Japón de 2002, Senegal nos regaló “la victoria más inesperada en la historia del fútbol” al derrotar a Francia 1-0 en el partido inaugural en Seúl; el triunfo, de hecho, acabó propulsando a los africanos hasta los cuartos de final —y hundiendo a los galos en la miseria más absoluta.
Dado que los momentos decisivos en el fútbol son escasos —y pueden aparecer en un abrir y cerrar de ojos, después de una serie de malas decisiones o simplemente porque alguien siente que ese es su día—, se trata del deporte más vulnerable a la psicología de sus jugadores.
En el balompié, un equipo al que no le salen las cosas puede estar meses enteros sin siquiera molestar el marcador. Dado el significado del gol, juez absoluto de este deporte, la prestación de un equipo está siempre subordinada a su capacidad para meter la pelotita en la portería. No importa si somos capaces de generar maravillosas cadenas de pases si después no las culminamos cruzando la línea de gol con el esférico.
No marcar, pues, es un problema muy agudo… aunque más lo es recibir un gol en contra. Puede que un equipo esté jugando divinamente y que sin embargo se deshaga como un azucarillo cuando encaja un gol desafortunado. Solo en este deporte tiene tantísima importancia —y un efecto tan marcado en el estado mental de los jugadores— una acción tan concreta del partido.
Francia, tal y como Philippe Auclair lo describe en la biografía de Thierry Henry, se presentó al Mundial de 2002 en la peor forma psicológica posible: un desfile de patrocinadores, directivos y el resto del séquito de la selección bleu estaban más preocupados por alquilar el local donde festejarían el triunfo que de pensar en el siguiente rival. La consecuencia de todo esto sobre el césped, como era de esperar, fue que los galos no pudieron anotar ni un mísero gol en Corea y Japón y se fueron a casa en la fase de grupos.
Ahora, por un momento, ponte en el lugar de los griegos cuando llegaron a la Euro 2004. El tipo más famoso del equipo —y principalmente de rebote debido al nombre de su club— era el centrocampista Giorgos Karagounis, del Inter de Milán; ni él ni el defensa Traianos Dellas, de la AS Roma, eran esenciales en sus respectivos clubes… y no está de más recordar que para ese entonces el fútbol italiano empezaba a decaer.
El resto de la plantilla helena estaba formada por tipos semidesconocidos; como mucho, alguno vivía una aventura europea, como Demis Nikolaidis en el Atlético de Madrid y Stelios Giannakopoulos en el Bolton Wanderers. Poca cosa más; los griegos, eso sí, se conocían por los años que habían pasado juntos en las categorías inferiores y en la liga griega antes de ir con la selección absoluta.
Eran tipos, en suma, que habitaban los mismos barrios y que habían vivido las mismas derrotas y triunfos: se sabían lo suficientemente buenos para jugar, pero nadie daba un duro por ellos. Antes de esa Euro, la última participación de Grecia en un torneo internacional había sido una década antes, en el Mundial de 1994; su palmarés nacional era un auténtico solar.
El meollo del asunto aquí, pues, era cómo dirigir a ese curioso grupo de jugadores hacia la victoria. Ahora te daré otro minuto para rememorar el triunfo sin precedentes del Leicester City.
…
Bien, ahora que ya has terminado me siento obligado a informarte que en la temporada 1996-97, Otto Rehhagel entrenó al Kaiserslautern que ganó la 2.Bundesliga; después, en la campaña 97-98, ganó la Bundesliga con el mismo club al superar al mismo Bayern de Múnich que un año después jugaría la final de la Champions League.
¿Qué logro es más importante, poniendo ambos en perspectiva? No hay respuesta sencilla.
De lo que estamos seguros es que tanto el Leicester como el Kaiserslautern —y aquí también entra la Grecia de 2004— creyeron en su método y fueron conscientes de las infinitas posibilidades que da el equilibrio mental y psicológico a los deportistas. No es fácil aprender a jugar contra los equipos más grandes en su casa y volver con una victoria por 1-0 bajo el bolsillo.
Los griegos, sin duda, creyeron en sus posibilidades: en particular, sus victorias por la mínima ante Ucrania y ante España durante la fase de clasificación debieron representar un buen empujón a nivel psicológico. Pensar que no hay nada que perder es una mentalidad muy poderosa, un arma que puede conducir a la desesperación total… o al triunfo más inesperado.
El momentum de cualquier equipo se conforma a partir de instantes: acertar en los momentos clave es vital. El primer gol que Grecia anotó en la Euro 2004 fue un tiro de larga distancia de Karagounis que se coló por la esquina inferior de la portería; fue el tipo de momento alentador que, más allá de demostrar la calidad individual de quien lo ejecuta, permite que los compañeros crean en lo que están haciendo.
Karagounis no fue el único que se vino arriba: el delantero Angelos Charisteas y el guardameta Antonios Nikopolidis también protagonizaron el torneo de sus vidas. Hubo, también, algunos episodios de suerte: un Cristiano Ronaldo de 19 años, preocupado por complacer a la grada, concedió un penalti en el partido inaugural; Pavel Nedvěd se lesionó de gravedad en semifinales.
Tras ganar 2-1 en el partido inaugural, los griegos no volvieron a necesitar nada más que un gol por partido para avanzar hasta la gran final. Alguien centraba el balón desde la banda derecha, normalmente desde el córner, y alguien lo remataba dentro. Así vencieron los tres duelos que les separaban del título.
Lo que también es evidente, como pasó en el caso del Leicester, es que la mayoría de los equipos no podían creer que para levantar el premio gordo tuvieran que superar a Grecia. El estado psicológico del rival cambiaba de la concentración a la desesperación cada vez que Grecia se adelantaba en el marcador… y eso ocurrió siempre. En esa Euro, ningún oponente pudo librarse de la trampa helena.
Antes de 2004, ningún país europeo había ganado un título internacional con un entrenador foráneo. Por esta única razón, Otto Rehhagel se merece la etiqueta de revolucionario.
Hay algo más que cambió con aquel triunfo, algo menos aparente y sin embargo más importante en el deporte de alta competición: el recordatorio que esto que asumimos estar viendo —los grandes favoritos peleándose para ver quién es el mejor— es, de hecho, frágil y propenso a ser subvertido. La motivación puede lograr muchas cosas.
Así como fue justo que la Euro de 2004 arrancara y finalizara con el mismo partido, también lo es que el peor seleccionador que haya tenido Grecia —Claudio Ranieri dirigió a los helenos durante unos meses en 2014 y fue despedido tras perder en casa… ante las Islas Feroe— continuara su legado en su próximo acto al ganar el título para el Leicester City.
Fútbol.
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