Este artículo fue publicado originalmente en Tonic, nuestra plataforma especializada en temas de salud.
Estaba haciendo fila hace unas semanas en el aeropuerto de Nueva Orleans, esperando para abordar mi avión de vuelta a mi hogar en Nueva York. Era como una extraña escena de Meet the Parents en donde había muy poca gente pero la encargada estaba siendo muy perfeccionista al asegurarse de que todos abordaran de acuerdo a la zona. Una pasajera, que no había escuchado el anuncio de su zona en el sistema estático de 1920, se acercó y trató de abordar. Por supuesto, la señorita de la aerolínea y la que perdió su zona comenzaron a discutir, justa y respetuosamente al principio.
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Y luego —de la nada— la señorita de la aerolínea dijo, “Siempre son los neoyorquinos. Tan groseros, todo el tiempo”.
Me agité notablemente. ¿Cómo se atreve? Los neoyorquinos son las personas más genuinamente amables que he encontrado. Claro, no les sonreímos a extraños en la calle. Pero somos conocidos por pelear sin cansancio por los oprimidos, siempre damos direcciones sólidas, y te haremos espacio en el metro sin importar qué tan lleno esté (bueno, excepto esos idiotas que no se moverán del todo). Así que jódete, señorita de la aerolínea. Llamar públicamente a toda una región de personas grosera, bueno, es grosero.
Tuve la oportunidad de quejarme de eso con un hombre que pasó incontables horas investigando la grosería, encuestando a 2.000 desconocidos sobre sus experiencias, junto con algunos de los psicólogos y neurólogos más brillantes que hablan sobre la ciencia que hay detrás del comportamiento grosero. Con todo eso y algo de humor salado, Danny Wallace, autor, actor, y comediante, escribió el manifiesto de la grosería por sí mismo, F You Very Much: Understanding the Culture of Rudeness—and What We Can Do About it (Entendiendo la cultura de la grosería y qué podemos hacer con ella), que se publica en todas partes el seis de febrero.
El libro analiza cómo el ser grosero se compara con una neurotoxina; se esparce como la gripa y nos afecta más de lo que creemos. Como parte de lo que él llama “The Wallace Report” (una recopilación de investigaciones con un título que él dice que lo hace “sonar importante”), presenta casos de estudio, ejemplos de cómo una actitud de mierda domina diferentes escenarios. Y claro, destaca los mecanismos sociales de cómo una de las personas más groseras del mundo se convirtió en presidente de los Estados Unidos.
“Ser políticamente correcto se ha vuelto una frase sucia, cuando en realidad es una frase hermosa que simplemente significa no ser un idiota con la gente”, me dijo Wallace. Yo concuerdo. En una entrevista sobre la psicología de la grosería y cómo podemos remediarla, hablamos de las sutiles complejidades de cómo no ser un idiota con la gente.
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TONIC: Su investigación dice que ser grosero es contagioso. ¿Somos influenciados tan fácilmente?
Danny Wallace: Se puede propagar de la misma forma en que lo hace un resfriado en una oficina y te vuelve más depresivo de lo que debería. Es como una neurotoxina que te da guayabo, básicamente. Al día siguiente de ser grosero o mal educado, serás peor en el trabajo. Podrías no ser capaz de hacer tareas sencillas tan bien como podrías en un día normal. Y eso está bien si eres un escritor, pero cuando tienes la vida de alguien más en tus manos —un cirujano, digamos, que está a punto de operar a un niño, y alguien ha sido grosero con él—, la ciencia ha demostrado que ese cirujano será mucho menos efectivo en su trabajo.
Esas son noticias terribles para el niño que está en la camilla. Porque es invisible, no sabemos quién esté siendo infectado por eso. Pero te la llevas a casa y te acuestas con tu pareja, y ahora ambos están infectados.
Usted discute el extraño fenómeno de cómo las personas groseras a veces sacan ventaja. Ellos proyectan autoridad y el resto de nosotros la compra. ¿Cuál, ha encontrado, que es la clave de proyectar autoridad sin ser un idiota?
Puedes tener un poco de autoridad. Puedes parecer confiado sin tener que ser un idiota. Puedes proyectar ese sentimiento del que estás hablando, y que estás en control sin tener que afectar a los demás. El truco que la gente grosera ha usado por mucho tiempo es desanimar a cuanta gente sea posible alrededor de ellos para sentirse mejor. Y lo hacen ver como si al romper estas reglas, se les permitiera de alguna manera romperlas. Y todos sabemos que esas personas son idiotas y aún así votamos por ellos, o los dejamos estar en televisión, o leemos sus columnas, y les damos más dinero y atención. Creo que estamos en el ojo del huracán en el momento en el que llegamos a esto. Les estamos dando poder a personas con las que no quisiéramos sentarnos a comer.
Un estudio que cita en el libro encontró que el poder sin estatus puede conducir a “grosería, abuso, e incluso violencia”. El investigador está hablando más de autoritarios de bajo nivel como porteros, que de presidentes, pero defiendo que hay algunos presidentes que no tienen mucho estatus. No me refiero a nadie en particular porque eso sería grosero.
No lo había pensado de esa manera pero tienes razón. Él, que no estamos nombrando, ansía respeto, el respeto de las élites, el respeto de los militares, el respeto del FBI. Siempre está hablando sobre eso. El respeto es algo que intercambiamos. Los gangsters o la mafia odiarían ser irrespetados, es un crimen enorme. Definitivamente sí, él actúa de esa manera para reclamar más poder y más control y casi castigarte porque sospecha que no lo respetas.
Y eso lo encuentras en cada oficina de la Tierra. Lo encuentras en cada calle de la Tierra. Alguien que tiene un poco de poder, pero no lo suficiente como para hacerte hacer algo. Y si ellos sienten que no los respetas, serán groseros contigo así no hayas hecho nada. Cuando elevas eso a nivel nacional, los resultados son terroríficamente extraordinarios.
Cuando el presidente habla, el mundo escucha. Sus palabras serán de peso y se les dará gran importancia. Cuando esas palabras son mal escogidas o son producto del momento, o solo vienen de un origen grosero o mal educado, empiezas a ver cómo un momento grosero podría llevar al apocalipsis.
Al final del día, ¿podemos concluir que las personas groseras están lidiando con sus propias mierdas —la vieja excusa de “los heridos hieren”— en vez de creer que algunos humanos son simplemente malos?
Tiene que estar pasando algo como eso. Raramente escuchas de una persona grosera despreocupada. Entonces sí, nuestro trabajo es tratar de pensarlo desde el punto de vista de la otra persona. Pero normalmente no puedes decir nada con solo mirar a alguien. Así que en el momento en que la grosería te sorprenda, vas a confundirte. Actúas en el momento. Sientes que te están irrespetando y quieres recuperar algo de ese respeto perdido, tal vez siendo grosero o tomando venganza.
Todos canjeamos; son como acciones y cuotas de respeto con cada interacción. Podría pasar menos en comunidades más pequeñas porque podría haber ramificaciones, la persona con la que fuiste grosero en la oficina de correo, podrías verla en el colegio una hora después. Pero en una ciudad, nos dan rienda suelta para para ser idiotas.
Esa idea de respeto como moneda me hace pensar en el episodio de ‘Black Mirror’ en el que todo el mundo está constantemente calificando a los otros en las redes sociales, ese número que define el valor de las personas. Si eso es real, ¿la gente cómo podría seguir siendo ruda con los demás?
Vivimos en la cultura de los likes y retweets y seguidores y calificaciones de Uber y Amazon y todo está siendo calificado. Esta es la cultura de “daré mi opinión de cada pequeña cosa” y “voy a twitear sobre cosas que en realidad no entiendo”.
Todo le habla al infantilismo, pero algunas personas solo son groseras y tienen un elemento ligeramente sociopático en el que no les importa lo que tu piensas. En realidad no tiene ningún impacto en su vida, así que van por ahí haciendo estas cosas. Y terminan ganando más dinero en el trabajo o siendo promovidos de rango gracias a eso. Funciona para ellos. Pero para el resto de nosotros, que queremos trabajar juntos, tendemos a apegarnos a reglas que no están escritas. No sentimos la necesidad de escribirlas porque sencillamente tienen sentido.