La hora feliz en cantinas yucatecas

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La hora feliz en cantinas yucatecas

En esta entrega de 'La hora feliz', algunas divertidas anécdotas de cantinas yucatecas.

Bienvenidos de nuevo a La hora feliz; en donde cantineros de bares, cantinas y restaurantes de México nos cuentan las mejores historias de borracheras que guardan sus barras mientras exploramos sus tragos más emblemáticos. En esta entrega, anécdotas de cantinas tradicionales en Mérida, la ciudad-madre de las cantinas.

Las cantinas funcionan como un mofle social y emocional. En ellas se aceptan las carcajadas, los gritos, las lágrimas, el vómito. Una cantina nos lleva a fotografiarnos con extraños, a cantar con ellos, o a dormirnos entre los envases de cerveza sobre la mesa. Mérida es famosa por el pintoresquismo de sus cantinas. Si se trata de conocerlas a través de sus personajes y sucesos, una plática obligada es con el antropólogo Sergio Grosjean Abimerhi, autor de Anécdotas de las cantinas en Mérida: para que amarre. Se trata de una recopilación de pequeñas crónicas narradas por cantineros y clientes habituales.

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Bar Cachorros

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Luego de contactar a Grosyean ―como se pronuncia―, quedamos de vernos en Bar Cachorros, una tradicional cantina que alberga a una clientela que puede darse el lujo de abandonar cualquier obligación un martes a la una de la tarde con la finalidad de emborracharse el resto del día. Médicos, dueños de negocios, académicos jubilados y empresarios son los clientes regulares.

"¡Una ronda de whisky para todos!", exclama un adulto mayor que forma parte de la mesa en la que Grosjean y otros hombres departen.

"Te llevamos tres horas de ventaja, pídete dos tragos o dos cervezas", dice quien se presenta como heredero de la desaparecida empresa yucateca, Ron Basteris.

"En Mérida hay ciento sesenta cantinas o más, algunas no están registradas y no se pueden contar, pero son un chingo", comenta el anfitrión reprimiendo un bocado de cacahuates salados.

"Cuando yo tenga una cantina le pondré, La Verga. Así la gente dirá: vamos a La Verga, vamos", dice entre carcajadas, Cachito Abimerhi, tío materno de ascendencia libanesa del anfitrión.

"Dos cajetillas de cigarros, ve a comprármelos, por favor ―dice Grosjean a un mesero mientras le estira un billete de cien pesos―; no puedo tomar si no estoy comiendo y fumando ―me advierte―; ¿en qué estábamos?, ¿qué te decía?", me pregunta y da un trago de whisky y una mordida a una empanada de chaya con huevo bañada en salsa de tomate.

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La Prosperidad

"Voy a contarte una anécdota ―dice Grosjean. Me la contó mi amigo, Jorge Medina Cosgaya. Un día, cuando él tenía quince años, su mamá le pidió que fuera a la cantina-restaurante, La Prosperidad ―negocio de la familia― por comida para la casa. Llegó a la cocina y todos estaban ajetreados acabando unas charolas de comida para el entonces presidente, Miguel de la Madrid; iba de regreso a la Ciudad de México. Salió de la cantina con las charolas y lo estaban esperando dos policías motorizados para escoltarlo. Llegaron al hangar y la comitiva le pidió que les explicara el menú que era: queso relleno, poc-chuc, cochinita pibil, kastacán, longaniza de Valladolid y panuchos. Como no entendieron, pidieron que se subiera al avión con ellos para que personalmente le explicara al presidente. Antes de que eso pasara despegaron. En el trayecto explicó en qué consistía la comida; le aplaudieron. Pero al llegar al DF todos bajaron, menos él, que no sabía qué hacer. Duró un par de horas hasta que una azafata y un guardia presidencial se apiadaron de él y con dinero del gobierno le compraron otro boleto para regresar a Mérida. Al final su papá le puso una buena regañada por irse en el avión con el entonces presidente".

Después de la anécdota debemos interrumpirnos porque dos hermanos de avanzada edad se incorporan a nuestra tertulia; uno está ebrio de cerveza; el otro de whisky.

Grosjean deja de prestarme atención para enfrascarse con los hermanos ancianos en una discusión. Hablan sobre el adecuado cuidado de los cenotes en la península yucateca, tema que le apasiona ya que también es buzo y espeleólogo. Han pasado tres horas. El estado etílico de todos no posibilita una conversación hilada de más de quince minutos. Decido partir a conocer las cantinas por mi cuenta y a contrastar con clientes y cantineros las anécdotas de Grosjean.

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Antes de marcharme uno de los meseros me comparte la anécdota de un cliente: "Estaba muy alcoholizado y pidió un taxi. En lo que llegaba entró al baño. Llegó el taxi y uno de los meseros fue a avisarle, pero lo encontró batido en excremento de la ropa y las manos; diarrea y sin papel higiénico a la mano. Una mesera se apiadó y lo condujo hasta el taxi, pero como estaba totalmente ebrio tuvo que abrazarlo para que no cayera; por supuesto ella también se manchó de excremento. A los días el cliente regresó al bar y los empleados le platicaron lo sucedido. Nomás dijo: "No aguantan nada, solamente fue un pedito cargado".

Foreing Club

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"Una tarde llegó un mariachi y nadie le pidió canción", me comenta, Beto, cantinero de Foreing Club. Se estaban yendo los músicos cuando uno de los borrachos de siempre, don Filiberto, pidió una de Cri-Cri. El mariachi lo mandó a la chingada porque no se la sabía y porque pensaba que era broma. Un trovador que estaba entre los clientes, Milito, levantó la mano y se ofreció a tocar en la guitarra una de Gabilondo Soler. El mariachi dudó, pero comenzó a seguirlo; algunos clientes hicieron coro con Negrito Sandía. Nuevamente se estaba retirando el mariachi cuando, Milito, dijo que se sabía otras melodías. Todos en la cantina interpretaron: Di por qué, Los Tres Cochinitos, El Grillito Cantor; y más, una hora y media de puras de Cri-Cri. Fue un momento bonito, todos estaban borrachos, algunos casi llorando por el recuerdo de su infancia, pero todos abrazados, cantando.

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Excelsior

La cantina, Excélsior, como todas las de Mérida, tienen un religioso horario que va de doce del día a diez de la noche. Horario pensado para que los trabajadores ingieran su almuerzo y se queden a beber hasta empedarse sin que sea muy noche. Antes las cantinas no permitían la entrada a mujeres; ya lo permiten, pero salvo contadas excepciones las mujeres no ingresan. Por eso la única mujer en esta taberna es una dama embarazada que atiende la barra junto con don Pablo; el trabajo de ella tiene como piedra angular conversar con los clientes.

La anécdota de este lugar es la siguiente: una noche el antiguo dueño, don Pepe, sirvió la última ronda antes del cierre. Pero se entretuvo sacando cuentas y se pasó de la hora permitida por la autoridades sanitarias. Preocupado, le dio un vaso desechable para que vaciaran los restos a la media docena de borrachos y los sacó junto con él. Estaba poniéndole candado a la puerta cuando una patrulla se aproximó. Asustados por beber en la calle, todos se metieron corriendo a la cantina, menos don Pepe que lo hicieron a un lado de un empujón. La caterva de ebrios desde el interior se burló de él, le robó una ronda y hasta el final le abrieron la puerta al pobre de don Pepe.

La Bombilla

"Hace como cuarenta años al entrar aquí, el propietario te preguntaba: ¿traes arma, cuchillo, pistola? Si contestabas que no, te decía: pues ten este cuchillo porque te hará falta", me comparte el cantinero más antiguo de La Bombilla, haciendo énfasis en la peligrosidad pasada del lugar. Mientras, el cantinero más joven y tres clientes, husmean una fotografía de la portada de un diario local. Finjo interés por el tema que los atañe. "¿Lo conocías?", me preguntan entusiasmados sin aclararme a quién se refiere. "¿A quién?", contesto. "Al muerto", dicen señalando la imagen de un hombre de camiseta negra acostado sobre el pavimento. Tiene la mirada semi abierta, como una puerta eléctrica que se quedó sin electricidad mientras bajaba.

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"Le dieron un balazo en la espalda, era cliente, aquí estuvo la semana pasada", dice el antiguo cantinero.

El Paisa

La cantina El Paisa está ubicada junto al mercado San Benito. También es conocida como "La Basurita", porque a sus puertas los verduleros colocan sus bolsas con basura. Esta cantina tiene como particularidad ser la más pequeña de la capital yucateca. Tal es su estrechez que diez personas no caben cómodamente en su interior. Tampoco cabe una mesa, por eso los clientes usan los refrigeradores horizontales para colocar su cerveza y botanas. Debido al contacto obligado de la clientela el ambiente es de extrema camaradería. Media hora después arriba un hombre apodado, El Mocho Cota. Cuando los cuatro clientes, y carniceros de San Benito, dejaron de burlarse de él, nos compartió a un radiólogo y a mí su testimonio de cómo se amputó el dedo medio de su mano: estaba trabajando y el anillo de su dedo medio se atoró en la redila de un troque desde el que saltó. Inspirado, el radiólogo se quita un zapato, el calcetín y nos muestra dos dedos deformados de su pie derecho a causa de un accidente automovilístico. Conmovido, comparto la historia de cómo un amigo perdió también el dedo medio de su mano izquierda, saltando el cerco de la casa de su novia; el anillo de su dedo se atoró y al caer la carne salió con la facilidad de un guante.

El Marinero

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Esta cantina data de mil novecientos treinta. Fue originalmente una estación de bandera, como le llamaban a las paradas de los trucks —vehículos ferrocarrileros que servían para transportar fibra de henequén—. Hoy es una cantina legendaria. En este lugar un cantinero me narró una anécdota que posteriormente, Grosjean Abimerhi, reconoció; los participantes eran sus amigos, Omar y Rafael.

La anécdota es la siguiente: dos amigos acudieron a darse unos farolazos y a comer botana a El Marinero. A Omar, que estaba desempleado, le dio diarrea. Entró al baño y antes de sentarse en la taza tomó un puñado de periódicos del piso. Apenas abrió una página cuando leyó: "Se solicita gerente de almacén". Salió entusiasmado. Llegó a la barra y le contó a Rafael. Pidieron prestado el teléfono para marcar a la empresa y dar vía telefónica el currículo vitae. Al final fue contratado y festejó emborrachándose más de lo previsto.

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