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Guía de Festivales

Hablemos de cuando en los festivales no había gente con móviles

Sin stories, sin vídeos con orejas de perro, sin selfies. Así eran esos tiempos oscuros y así ha cambiado el móvil la experiencia festivalera.
Imagen cedida por Xavi Mercadé en el Doctor Music 1996

Una amiga me muestra una foto tomada en el Doctor Music Festival de 1996. Es una imagen que, a ojos de un millennial, podría proceder de una realidad paralela. Muestra a un puñado de asistentes al festival haciendo cola para usar unas cabinas telefónicas (repito: cabinas telefónicas) que la organización ha transportado a la campiña de Escalarre, en lo salvaje.

El documento es tan revelador como los fósiles de dinosaurios, pues certifica la existencia de un pasado remoto en el que, por muy descabellado que parezca, los festivales musicales se vivían sin teléfonos móviles. En las tinieblas. Una época en la que los conciertos se veían, no se grababan, y tenías los cinco sentidos puestos en lo que estaba pasado. No era necesario dividir la atención y filtrarlo todo por la pantalla de tu teléfono hacia las diferentes redes sociales. La realidad todavía no se había fragmentado.

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Stories, luego existo

Saltamos al Primavera Sound 2018. Nick Cave se cierne sobre las primeras filas del público. Donde hace 20 años habría un seísmo de manos macilentas, ahora hay una marea luminosa y ordenada de pantallas que se apartan del divo, lo envuelven en un fulgor verdoso antinatural, lo encuadran y filtran hasta la náusea. Es una marabunta de litio que funciona cual mente colmena, documentando todo el concierto a intervalos: cuando un smartphone deja de grabar, siempre hay otro encendido… y así hasta el final del show.

No hay imagen que defina con más ferocidad esta era de hiperconexión. Si no grabamos, fotografiamos y propagamos nuestras experiencias, nos invade la ansiedad de que no han existido, de que todo ha sido un sueño. Le tomamos el pulso a nuestra vida a través de una pantalla y hemos generado tal dependencia de nuestro propio relato en tiempo real, que no se nos pasa por la cabeza acudir a un festival sin dejar constancia de que estamos ahí y lo estamos pasando muy bien. Da igual que tengamos a Nick Cave echándonos el aliento de gazpacho en el entrecejo mientras canta “Higgs Boson Blues”: el móvil siempre creará un velo distópico entre artista y público. Se ha convertido en el objeto de poder más importante, con diferencia, de los festivales del siglo XXI.

Antes del móvil

Se entiende, pues, que a los hijos de “Black Mirror” les parezca una leyenda urbana que hubiera un tiempo en el que no existía el smartphone. Un tiempo en el que ibas a los festivales desnudo, con la osa mayor como única guía y un despliegue tecnológico que, en el caso de los más afortunados, se reducía aun beeper de Coca-cola y una cámara Agfamatic Pocket. Para evitar la atomización de la pandilla, el festival sin móvil te obligaba a generar una dinámica de argucias de supervivencia tan pedestres como efectivas. De hecho, algunas de ellas todavía hoy se utilizan.

Antes del móvil, la mesa de sonido era la estrella absoluta, la boya que todo el mundo utilizaba en caso de naufragio. Reencontrarse en la mesa de sonido era el verdadero hit del festival. A las seis de la mañana, era habitual ver al pobre técnico recogiendo los bártulos, sometido a las pupilas escrutadoras de docenas zombies que habían quedado allí con su pandilla.

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Otros meeting points elegidos por pacto tácito eran la barra de la derecha, el altavoz de la derecha (siempre la derecha), el stand de merchandising (cuando solo había uno, no 50), el lavabo más porcino o el poste de luz más tocho. La geografía del festival se convertía en actriz principal. Mi cerebro todavía no ha conseguido recuperar ese recuerdo, pero me aseguran los boinas verdes de Benicàssim que el festival tenía un poste como punto de encuentro para los cachorros perdidos del indie. El inequívoco sello de rusticidad de los 90: cuánta ternura.

Antes del móvil, la mesa de sonido era la estrella absoluta, la boya que todo el mundo utilizaba en caso de naufragio

Una táctica extrema, aunque habitual, era el transformismo festivalero. Al más julai del grupo le tocaba teñirse el pelo o ponerse una peluca y convertirse en una baliza humana: si la brújula interior te fallaba, siempre podías buscar su pelambrera fosforescente en la inmensidad y volver al redil. Cuando te perdías y no te habías preocupado de establecer un protocolo, el mosh de las primeras filas era tu llamada del comodín. Era difícil que en aquel tornado de testosterona, mugre y cerveza caliente no te metiera la zapatilla en la boca algún colega al que podías reengancharte.

Por otra parte, la ausencia de móvil curtía el espíritu: si te perdías, no pasaba nada. Asumías tu extravío con naturalidad, te encontrabas a ti mismo e iniciabas un viaje interior de toma pan y moja, como un lobezno herido y descartado por la manada en la infinitud de la tundra. Además, del móvil ha hecho que la evolución festivalera nos prive de un sexto sentido cuyos vestigios solo conservan los más decrépitos. Una brújula interior que, activada con un par gin-tonics, conseguía que encontraras a tus amigos sin proponértelo: hacías chas y aparecías a su lado.

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En la era sin móvil, si te perdías no había drama, confiabas plenamente en tu sexto sentido. Eras un zahorí siguiendo rastros invisibles en el continuo espacio-tiempo, copazo en mano, con la pachorra del que sabía que tarde o temprano aquella intuición, ahora extinta, le reubicaría con su grupo de amigos. La imagen de alguien perdido, completamente solo, vaso de tubo pegado a la pechera, cajetilla de Winston en el bolsillo de la camisa y sonrisa de oreja a oreja, en paz, es un clásico de la seborrea festivalera noventera que casi se ha perdido.

Después del móvil

Si algo hay que agradecerle al móvil es que haya estilizado los festivales. Les ha puesto morritos y zapatillas molonas. Ante la certeza de que serás fotografiado y te harás docenas de selfies, sacas tus mejores galas, experimentas con tu apariencia, conviertes el festival en una pasarela. El móvil ha introducido los looks en los otrora grises festivales y en cierto modo ha sido una bendición. El festival sin móvil era una carrera suicida hacia la decadencia estética más absoluta. Las fotos de los primeros Benicàssim y Doctor Music parecen convenciones de fans de Seinfeld, el normcore antes del normcore…, el horror.

Si no grabamos, fotografiamos y propagamos nuestras experiencias, nos invade la ansiedad de que no han existido, de que todo ha sido un sueño

El móvil ha llegado para darnos lumbre en los lavabos putrefactos. Hacer de cuerpo en los festivales pre-smartphone era una calvario, no queréis entrara ahí, creedme. El móvil ha acompañado a los festivales en su transición de eventos en familia a megaexperiencias internacionales. Cuando el tipo del carajillo del fondo te diga que antes en los festivales sin móvil molaban más, recuérdale que antes se llamaba festival a dos escenarios y tres barras y que ahora las distancias entre un extremo y otro del recinto se cuentan en años luz. Desde el punto de vista práctico, si no tuviéramos este aparato en los festivales actuales, abundarían las personas desorientadas, errabundas, como los abuelos que es extravían en Ikea.

Ahora, los festivales son ciudades dentro de otras ciudades y el móvil es una herramienta imprescindible para sobrevivir en ellas. Nos arropa y nos conecta. Nos nutre con los horarios, escenarios y mapas. Nos mantiene permanentemente unidos a nuestra tribu en un ecosistema inmenso e hiperpoblado. Hoy en día, es imposible perderte en un festival. Y si quieres volatilizarte, arguyendo la mentira de que te has quedado sin batería, siempre habrá algún conocido que te verá en las primeras filas de tal concierto y lo comunicara a las personas de las que huyes. Nunca estarás solo.

Y he aquí una paradoja maravillosa: en el contexto de un festival moderno, el móvil contribuye a mantener el grupo unido, pero dispara la alienación de sus miembros, juntos, sí, pero con sus narices pegadas a la pantalla, colgando fotos en silencio, perdidos en los stories de los colegas que tienen justo al lado. Nos guste más o menos, es la vertiginosa belleza de los nuevos tiempos.