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Por fin vuelvo a tener tele después de 10 años

Reencontrarse con este viejo amigo es lo mejor que me ha pasado este año.
Montaje por el autor vía el usuario de Flickr 79157069@N03

El televisor siempre había estado allí, desde antes de mi nacimiento, habitando por defecto el comedor de la casa donde crecí. Esto no es algo extraño, la gran mayoría de la gente que ahora mismo está leyendo esto puede afirmar algo parecido.

Sin duda, el televisor me precedió y supongo que es por eso que nunca llegué a darle demasiada importancia —como quien no le da importancia a sus orejas, manos o amantes hasta que han desaparecido—, pese a que fue el artefacto que me descubrió a los Coen, a Tarantino y, esa noche de febrero, el cuerpo femenino, que no es precisamente poco.

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Con el tiempo, la versatilidad de internet y cierta insolvencia económica que no me permitía invertir en un televisor y en un soporte donde posarlo, llegué a pasarme 10 años de mi vida sin el susodicho aparato. Una década sin tocar el mando.

No fue, como digo, por un acto de negación política del artefacto; no soy de esos que consideran la tele como un "monstruo del capitalismo que nos come el cerebro", este es un discurso antiguo que quizás ahora debería aplicarse a otro tipo de tecnologías, pero la tele, actualmente, resulta algo muy inofensivo, casi insultantemente inocuo.

Un perrete mirando la tele. Foto vía el usuario de Flickr bazzadarambler

Los años pasaron sin ningún tipo de anhelo hacia el aparato pero hará cosa de un par de meses, de forma totalmente inesperada, llegó un televisor a mi vida, de nuevo. Fue como el regreso de un hermano desaparecido o como reencontrarte después de 10 años con una caja llena de esos 7" pulgadas que grabaste con tu grupo de hardcore —y que no lograste vender ni a tiros— debajo de la cama.

Este es el segundo televisor que he poseído a lo largo de mi vida adulta como ser independiente —el otro lo tuve en el piso en el que convivía con una novia; la relación terminó y el televisor acabó reventado en la calle (no hagáis más preguntas), una buena metáfora de toda esa experiencia sentimental.

La tele, actualmente, resulta algo muy inofensivo, casi insultantemente inocuo

Este nuevo aparato vino de rebote, de alguien que tenía uno que ya estaba tan desfasado a nivel tecnológico que merecía ser substituido. Eso sí, tampoco es un bicho tan viejo y deprimente como una de esas teles de tubos de rayos catódicos que ocupan más que un féretro infantil, por lo que dejarlo a la calle, huérfano, resultaba un poco inmoral. Y aquí es donde entré yo. Soy, el paso intermedio entre algo rechazado y la basura.

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Unos gatetes mirando la tele. Foto vía el usuario de Flickr adspackman

Ha sido extraño volver a tener a ese viejo conocido en el comedor de mi casa, ahí, erigido impasible en una esquina de la estancia, coronándose como el nuevo centro de atención. En contraposición al azar que reinaba antes en mi salón —cuando no había un liderazgo claro, cuando todos los elementos eran tratados por igual— ahora todos los ángulos del mobiliario señalan hacia el negro rostro del nuevo inquilino. Eso ya ha cambiado algo.

Al encenderla de nuevo, me he dado cuenta de que todo lo que odiaba antes de la tele es lo que ahora hace que la ame.

La tele es una catarata desbordada, donde la incapacidad de elección y el eterno torrente de programación generan una masa incontrolable de imágenes que nos transporta hacia una especie de trance que incluso nos permite alcanzar la gloria

En un panorama del entretenimiento audiovisual donde reinan la elección de contenido y la inmediatez, esta caja que no para de emitir contenido casi al azar resulta una bendición, un respiro para el cerebro. Un oasis de confort. La tele es una catarata desbordada, donde la incapacidad de elección y el eterno torrente de programación generan una masa incontrolable de imágenes que nos transporta hacia una especie de trance que incluso nos permite alcanzar la gloria.

Aparte de ese estado de seminconsciencia al que podemos llegar al sucumbir al zapping eterno y a la incesante recepción de imágenes sin relación alguna (esa desconexión mental que nos hace libres de nuestro ego y de nuestros pensamientos) también me fascina la idea de "cazar películas": estar dando vueltas por ahí y, de repente, encontrarte con una película de Arnaud Desplechin o Marco Ferreri —que hacía años que no veías o que llevabas años intentando ver — y preguntarte qué coño hace ahí en ese canal local y quedarte enganchado mirándola. Está claro que no tenías ese plan —el de ver esta película— pero el momento, la improvisación que genera la tele te lo ha permitido. ¡Y qué bello es esto!

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El descontrol, el azar, la incertidumbre. Esta posibilidad de lo inesperado es su mayor característica y la que genera más felicidad. ¿No?

Un perrete mirando a otro perrete en la tele. Foto vía el usuario de Flickr rbh

¿Acaso no disfrutamos cuando nos encontramos con un conocido a altas horas de la noche y todo cambia? ¿O cuando encontramos un imposible libro de Rae Armantrout rebuscando en el Mercado de Sant Antoni? Joder, claro que sí. En las plataformas de televisión actuales todo está más controlado y filtrado, no existe lo inaudito.

Al bajarnos una película o serie por internet o al ver algo a través de las distintas plataformas de televisión, toda elección es premeditada y siempre existe la opción de escoger algo mejor. En la tele, el contenido no lo controlamos nosotros y podemos terminar viendo basura. Basura que se confirma como basura o basura que, curiosamente, resulta ser una maravilla. La tele es una lucha constante contra nuestros propios prejuicios. Así es como aprendimos a amar Twin Peaks o El Grand Prix. En la tele nos tenemos que desprender de nuestros prejuicios y aceptar películas o programas que NUNCA habríamos accedido a mirar si hubiéramos tenido el control absoluto.

El descontrol, el azar, la incertidumbre. Esta posibilidad de lo inesperado es su mayor característica y la que genera más felicidad

Este elemento de no-libertad es lo que nos hace aprender y descubrir piezas que se alejan de nuestros gustos habituales (todo eso de la burbuja de Facebook, el simulacro digital de una realidad construida a nuestra medida). En definitiva, es un ejercicio de humildad, una forma de desprenderse del ego y del yo, ceder ante lo ajeno, prescindir de la elección y de todo lo que nos gusta. Estamos hablando de adaptación, de empatía, de ceder e intentar comprender lo extraño.

La televisión, ahora más que nunca, es todo lo que permanece fuera de ella. Todo lo que nos provoca a nivel mental y físico. La tele no son las series o los programas que contiene, sino las sensaciones que nos genera esta falta de control y este "me la suda" general con el que nos enfrentamos a ella.