Hemingway vs. Callaghan: la pelea (literaria) de boxeo más grande de todos los tiempos

Sigue a VICE Sports en Facebook para descubrir qué hay más allá del juego:

Hay algo verdaderamente extraño en los combates entre canadienses y estadounidenses: mucho tiempo después de que se acabe la pelea, continúan discutiendo sobre quién ganó realmente. Esto se cumple tanto en batallas grandes (ambas partes creen que ganaron la guerra de 1812) como en rivalidades menores (muchos estadounidenses dicen que los canadienses no ganaron el oro en hockey masculino en los Juegos Olímpicos de Invierno de 2010 de manera suficientemente expeditiva).

Videos by VICE

Más lucha: El grito de Alí y el ojo de Leifer que pasaron a la historia

Esta premisa también se cumple en el caso de un famosísimo combate de boxeo entre dos pesos pesados de la literatura, Ernest Hemingway y Morley Callaghan. Hemingway se fue a la tumba discutiendo el resultado y queriendo organizar una revancha; Callaghan compartió su versión de los acontecimientos un par de años después, en 1963, sus memorias Ese Verano en París.

Hemingway y Callaghan se hicieron amigos —y se volvieron fans del trabajo del otro— cuando trabajaron juntos en el periódico canadiense Toronto Star en 1923.

“Tenían mucho en común: ambos se tomaban en serio su escritura, ambos ansiaban convertirse en novelistas, y ambos tenían gustos literarios parecidos”, escribió Bill Schiller en un artículo precisamente en el Toronto Star en 2012.

Cuando Hemingway se fue a París en 1924, invitó a Callaghan a que lo visitara. Callaghan y su esposa, Loretto, finamente le tomaron la palabra en el verano de 1929 y ambos retomaron de inmediato su amistad.

Fue durante esos días en París cuando Hemingway sacó a colación el boxeopor primera vez. Durante una visita a la casa de Hemingway, ‘Papa’, como era conocido Ernest, le preguntó al joven Callaghan si alguna vez había boxeado. Callaghan dijo que sí. Hemingway sacó un par de guantes y exigió una prueba en la misma sala.

Callaghan estaba desconcertado por el comentario —y bastante preocupado sobre lo que pasaría con los muebles de su amigo si llegaran a los golpes— hasta que recordó un comentario que Hemingway le hizo a un amigo suyo sobre una historia basada en el pugilismo que Callaghan había publicado hacía poco en la publicación Scribner’s Magazine.

Un joven Ernest Hemingway.

“Hemingway le dijo a un amigo que cuando yo escribía sobre las cosas que conocía, no había nadie mejor, pero que debería centrarme únicamente en esas cosas que conocía”, escribió Callaghan en Ese Verano en París. “Me pregunté qué le molestaba a Ernest. ¿Creía que al escribir sobre un luchador yo había hecho una excursión indigna hacia su mundo imaginario? ¿Sería porque había olvidado decirle que yo había boxeado mucho y había visto muchas peleas?”.

Callaghan al principio se negó a ponerse los guantes, pero su amigo insistió.

“En ese momento me di cuenta, aunque fuese intuitivamente, que además de su interés en mi carrera o en mi personalidad Ernest sentía esa pequeña curiosidad sobre mí. Son estas pequeñas preguntas sobre el otro las que se convierten en las raíces de las relaciones entre hombres. ¿Suponía Ernest que yo había fingido el interés hacia el boxeo? ¿Habría perdido el respeto hacia mí por ello?”, escribió Callaghan en sus memorias.

“Al verlo, pensé: qué hombre tan extraño. Calmado, despreocupado, solo un poco divertido, esperando y sosteniendo los guantes. ¿Quizás con todo eso se refería en realidad a mi escritura? ¿Era esa la razón por la que no habíamos hablado nunca sobre su literatura o sobre la mía?”.

Callaghan se puso los guantes e hicieron un poco de sparring frente a sus esposas. Callaghan esquivó un jab y bloqueó un cruzado. Intercambiaron algunos golpes más que fueron “ridículos”, en palabras del joven escritor, y entonces Hemingway quedó satisfecho.

“Sólo quería saber si habías boxeado”, le dijo Hemingway a Callaghan. “Puedo ver que lo has hecho”. Luego invitó a su amigo a entrenar con él en el gimnasio American Club. No tenía ring, pero le prometió que tenía suficiente espacio para hacer sparring. Ambos se encontraron al día siguiente y se dirigieron al American Club para boxear de manera más seria.

Portada de ‘That Summer in Paris’, las memorias de Morley Callaghan sobre su relación con Ernest Hemingway.

Callaghan empezó algo intimidado.

“Recordaba todas las historias que había escuchado sobre las habilidades y el salvajismo de Hemingway. Esa historia que me contó Max Perkins sobre la vez que Hemingway saltó al ring y noqueó al campeón francés de peso mediano son un sólo golpe me hizo sentir ansioso. ¡Y la manera en que había menospreciado a Larry Gains!”, escribiría Callaghan después.

“Ernest era grande y pesado, medía más de 1,80 m, y yo era un gordo de 1,75. Cualquiera que fuera la habilidad que yo tuviera en boxeo tenía que ver con evitar recibir golpes. Admito que tenía un estilo poco ortodoxo, cargando mis guantes demasiado bajos, esperando ser rápido con las manos. Moviéndome, agachándome, cambiando de nivel y cabeceando, busqué una oportunidad para contraatacar”.

“Le tenía un poco de miedo a Ernest. Todo el conocimiento y la leyenda de los profesionales parecía estar en su guardia; y en la manera en que sostenía sus manos, su barbilla cerca de su hombro… tenía una figura impresionante. Al observarle, sólo podía pensar: ‘intenta de hacer que falle, luego deslízate lejos de él’. Todo lo que hice durante el primer round de tres minutos fue alejarme”.

Después de que Hemingway tratara de darle algunos consejos condescendientes entre rounds, Callaghan tuvo una revelación.

“‘No estoy tratando de boxear con él’, pensé con disgusto hacía mí mismo. ‘Estoy tratando de defenderme de las salvajes leyendas que había escuchado sobre él’”.

Tras comprender esto, y con más confianza en sus propias capacidades, Callaghan comenzó a pelear en respuesta.

“Podía ver que, mientras que él pudo haber pensado en el boxeo, soñado con él, haberse relacionado con luchadores y pasado el tiempo en los gimnasios, yo había practicado más boxeo en realidad, con hombres que sabían boxear y que no estaban sólo haciendo ejercicio o jugando. Cuando me di cuenta de esto por mí mismo, dejó de importarme si Ernest me creería si se lo contara”.

Callaghan terminó la sesión confirmando que Hemingway podía recibir los mismos golpes que lanzaba en elsparring.

“Ese día recibió un golpe en la nariz como cualquier buen boxeador de instituto; lo recibió con gracia y aprecio de la aptitud del hombre que lo había conectado”, denotó Callaghan en sus memorias.

Un veterano Ernest Hemingway con guantes de boxeo.

Hemingway y Callaghan comenzaron a entrenar juntos con regularidad después de esa primera pelea, y Morley comenzó a notar la conexión psicológica del boxeo con Hemingway. ‘Papa’, según se dio cuenta Callaghan, necesitaba creer en su propia mitología. Su visión de sí mismo como un buen boxeador de alguna manera se había convertido en una parte integral de su arte.

Callaghan no tenía tales ilusiones sobre sí mismo, ni entendía particularmente la razón por la que su amigo necesitaba esta creencia. Pero admiraba a Hemingway, y disfrutaba tanto su compañía como su deportividad, así que siguieron entrenando juntos.

“Hemingway adoraba el boxeo”, continúa Callaghan en otro capítulo de Ese Verano en París. “En cada oportunidad que tenía debía boxear con alguien, y conocía el vocabulario, había pasado tiempo en gimnasios, había visto a los boxeadores trabajar. Algo lo atrajo a querer ser un experto en cada ocupación que tocaba”.

“A veces creo que a Hemingway le gustaba decirle a los demás hombres cómo hacer las cosas, pero no por ser hablador o arrogante: era casi como si sintiera que tenía un sentido de la profesionalidad sobre cada aspecto del comportamiento humano que le interesaba”.

“Hasta el día de hoy sé que encontrarás algún columnista en Broadway, o algún instructor de algún gimnasio en Nueva York, que le asegurará al mundo que había visto a Hemingway entrenando como un profesional o dándole un golpe a alguien. La verdad, en cambio, es que éramos dos boxeadores amateur. La diferencia entre nosotros era que a él le habían dado tiempo e imaginación para boxear; yo en realidad había entrenado mucho con boxeadores colegiales buenos y muy veloces”.

Callaghan era igualmente consciente de las debilidades de su amigo.

“En París había hombres burlones, envidiosos, siempre menospreciando a Ernest, que decían que su fuerza física era un ‘bluff‘. Tonterías. Era un hombre grande, tosco y torpe. En un bar pequeño, o un callejón, donde podía haberme acorralado en una pelea ruda, pudo haberme quebrado el espinazo: era mucho más grande que yo. Pero con los guantes puestos y en un espacio lo suficientemente amplio como para moverme, yo podía tener confianza”.

“Mi esposa recuerda que, cuando yo volvía a casa, ella se quejaba de que mis hombros estaban morados. Riendo, le explicaba que debía sentirse afortunada; los moretones en los hombros significaban que Ernest había fallado al intentar atacar mi nariz o mi boca. Se preocupaba por el día en que llegara con hinchazones en la quijada o pómulos en lugar de mis hombros”.

Su sparring continuó de manera amable durante el verano, aunque hubo un pequeño problema cuando Hemingway recibió un golpe en el labio que le provocó un corte y escupió sangre encima de Callaghan.

“Estaba tan sorprendido que tiré los guantes”, recordó Callaghan. “Mi rostro debió ponerse blanco porque estaba asustado y no sabía qué hacer. Es un terrible insulto que un hombre escupa sobre otro. Clavamos la mirada uno al otro. ‘Eso es lo que hacen los toreros cuando resultan heridos. Es una manera de mostrar desprecio’, dijo solemnemente”.

La solemnidad no duró mucho tiempo. Hemingway volvió a sonreír un momento después; Callaghan estaba tan perplejo y encantado como para guardar rencor. Después de eso, en el bar, Hemingway le dijo al cantinero —un amigo suyo, y ex boxeador profesional— lo siguiente: “Mientras Morley siga cortándome la boca, seguirá siendo un buen amigo”.

Esta afirmación fue puesta a prueba cuando su mutuo amigo F. Scott Fitzgerald se unió a ellos en París. La amistad de Fitzgerald y Hemingway se había estancado: a Ernest no le gustaba la esposa de Scott, Zelda. Callaghan mantenía la amistad de ambos por separado hasta que Fitzgerald se refirió al boxeo, hablando sobre la habilidad de Hemingway con un sentido de asombro incuestionable.

“Verás, Scott”, le dijo Callaghan. “Ernest es amateur. Yo soy amateur. Todo lo que se dice es ridículo. Pero sí, nos divertimos”.

Fitzgerald preguntó si podía unírseles. Se estableció el encuentro de boxeo más grande de la historia de la literatura contemporánea.

El libro Ese Verano en París recibió críticas bastante modestas cuando salió, seguramente de manera merecida. Además del boxeo y de la interacción psicológica que resulta del mismo, las memorias son decepcionantemente secas para alguien con el talento de Callaghan. Pero incluso los detractores más importantes y famosos del libro, Truman Capote y Norman Mailer, quedaron fascinados por esta anécdota pugilística en particular.

De manera comprensible, el capítulo es una épica historia sobre el boxeo, el ego masculino, y la ridícula gravedad que a menudo resulta de los altos riesgos del boxeo amateur. Vale la pena leerlo completo (es el número 27 del libro), pero aquí os ofrecemos un resumen de lo más destacado.

***

Cuando los tres hombres llegaron al American Club, Hemingway le dio un reloj a Fitzgerald y le dijo cómo medir el tiempo: rounds de tres minutos con un minuto de descanso en medio. Fitzgerald parecía entusiasmado con su tarea, y las cosas comenzaron con un tono completamente amigable.

“Nuestro primer round fue como cualquiera de los otros rounds que tuvimos ese verano: yo moviéndome alrededor de Ernest, y él, familiarizado con mi estilo, adelantándose y persiguiéndome. Ya no se aceleraba con brusca confianza; ahora estaba atento a mi mano izquierda y era más difícil de conectar. Mientras me movía podía escuchar el sonido de las bolas de billar en el salón contiguo”.

Fitzgerald marcó el fin del round y los tres bromearon un poco hasta que llegó el momento de pelear de nuevo.

“Justo en el comienzo de ese round, Ernest se volvió descuidado; se acercaba muy rápido, con su izquierda abajo, y recibió un golpe en la boca. Su labio comenzó a sangrar. Había ocurrido seguido. No debería haber significado nada. ¿No había bromeado con Jimmy, el cantinero, sobre que siempre seríamos amigos si yo podía hacerle sangrar el labio?”.

“Ernest debió haber visto de reojo la expresión de asombro en el rostro de Scott. O el sabor de la sangre en la boca le hizo querer pelear de manera más salvaje. Entró golpeando de forma descuidada, lanzando golpes un poco más salvajes de lo normal. Sus golpes fuertes, si conectaban, me hubieran aturdido. Tenía que golpear más rápido y fuerte para mantenerlo alejado de mí. Me molestó que recibiera mis golpes como un hombre que se repite a sí mismo que solo necesita conectar uno para derrotar a su rival”.

Callaghan notó que otras personas en el club comenzaban a interesarse por la pelea, y se dio cuenta que Fitzgerald parecía asombrado.

“Yo me preguntaba por qué me estaba cansando, si él no había logrado golpearme de manera contundente. Luego Ernest, limpiándose la sangre del labio con los guantes, y probablemente descuidado por la exasperación y humillación de tener a Scott ahí, se acercó de un brinco hacia mí. Adelantándome, lo conecté primero. El cálculo del tiempo debió ser correcto. Lo di un fuerte golpe en la barbilla; se fue al suelo dando la vuelta y cayó tendido de espaldas”.

“Si Ernest y yo hubiéramos estado solos, me hubiera reído. Estaba seguro de mi amistad pugilística con él; de alguna manera estaba seguro que él también. En ese salón habían pasado cosas ridículas. ¿No había escupido en mi rostro? Y no sentí sorpresa al verlo de espaldas en la lona. Sacudiendo su cabeza para aclarar su mente, descansó un momento en su espalda. Cuando se levantó lentamente, esperaba que maldijera y luego se riera”.

Fue entonces cuando Fitzgerald se dio cuenta de que el round había durado un minuto extra.

“‘¡Por Dios!’, gritó Ernest. Se levantó. Estuvo en silencio durante algunos segundos. Scott, mirando el reloj, estaba callado y perplejo. Deseaba estar a kilómetros de distancia. ‘Está bien, Scott’, dijo Ernest salvajemente, ‘si quieres ver que me partan la cara, tan sólo dilo. Pero luego no digas que lo hiciste por error’, y salió hacia las duchas para limpiarse la sangre de la boca”.

Los demás siguieron boxeando cuando regresó, y Fitzgerald continuó alegando su inocencia, pero la diversión se había terminado. El resto de la sesión se desarrolló en una serie de humillaciones menores para Hemingway, y nunca perdonó a ninguno de los dos por ello. Su amistad con Fitzgerald esencialmente terminó ese día. Su relación con Callaghan se volvió irreparablemente tensa.

Cuando un periódico de chismes de Nueva York obtuvo la historia, Hemingway culpó a Callaghan de ventilarla a la prensa. Los tres se involucraron en una especie de batalla de cartas. Callaghan insistía que no había hecho nada de eso e incluso escribió una carta al periódico pidiendo que se retractaran. Hemingway le escribió dos cartas más a Callaghan después de eso. En una, le pedía la revancha.

“Honestamente creo que con guantes más pequeños podría noquearte dentro de cinco rounds de dos minutos”, escribió Hemingway en una de las famosas cartas robadas, una colección de correspondencia entre Morley y ‘Papa’ que desapareció en Toronto a principios de los noventa. “Así que avísame si quieres deponer las armas”.

Hemingway también le mandó un telegrama a su agente Max Perkins en un esfuerzo por aclarar las cosas.

“Tenía una cita para boxear con él a las 5 de la tarde—almorcé con Scott y John Bishop en Pruniers—comí langosta Thermidor—todo tipo de cosas—bebí varias botellas de vino blanco. Sabía que estaría dormido a las cinco… apenas podía verlo—había bebido algunos whiskeys en camino…”. Hemingway seguía insistiendo en que Fitzgerald había dejado que el round durara hasta ocho minutos.

En 1951, Hemingway le dijo al biógrafo de Fitzgerald, Arthur Miziner, que de hecho había bebido vino Sancerreese día, y que el round se había extendido hasta los trece minutos.

Callaghan se guardó la historia hasta el suicidio de Hemingway en 1961. Se negó a hacer públicas las cartas de ‘Papa’ sobre la pelea mientras la viuda de Hemingway siguiera viva. Esas cartas fueron robadas en 1993. Aún hoy no han sido recuperadas.