Cómo se preparan los reporteros para cubrir la guerra

Este artículo apareció originalmente en VICE Francia

Todas las fotos por Lucien Lung

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“Lo peligroso no es el arma”, dice el comandante a un grupo de periodistas cansados y visiblemente asustados. “Sino el idiota que sostiene el arma”.

Las veintiún personas que participamos del Programa de Entrenamiento de Reporteros de Guerra (War Reporter Awareness Training Programme), organizado por el Ministerio de Defensa de Francia, nunca nos atrevimos a discutir con él en el estado en que estábamos. Habíamos pasado el día entero caminando por las colinas de Collioure, un pueblo de los Pirineos orientales, sometidos a un régimen físico que ninguno había vivido antes.

Era por una buena razón, por supuesto. El programa de entrenamiento se creó para darle a los periodistas el conocimiento fundamental y las habilidades mínimas que se requieren para trabajar en zonas de conflicto, ya sea en compañía de las fuerzas militares o por su propia cuenta. Desde su lanzamiento, le han enseñado a más de 600 periodistas un entrenamiento básico de primeros auxilios —como aplicar un torniquete o hacer un vendaje de emergencia— y han aprendido de oficiales de alto grado las técnicas mentales y físicas que pueden usar para responder rápida y eficientemente en momentos de peligro súbito y extremo.

Los reporteros en zonas de guerra —armados con nada más que una grabadora, una cámara, un chaleco antibalas y su sensibilidad para encontrar historias— podemos ser un obstáculo para las fuerzas militares con las cuales viajamos. Más específicamente, un obstáculo para los oficiales de comunicaciones del ejército encargados de protegernos. Un estudio de Reporteros Sin Fronteras, una organización sin ánimo de lucro creada para promover la libertad de prensa, registró que 74 periodistas fueron asesinados en conflictos en 2016 —casi la mitad de los que murieron en 2015—. Afortunadamente, la mayoría de los medios se alegran (y, probablemente, se sienten aliviados) de enviar a los periodistas a entrenar con el ejército; sin embargo, muchos reporteros freelance están obligados a cubrir por sí mismos los costos de este tipo de cursos esenciales que pueden salvarles la vida.

No es ninguna sorpresa que, apenas llegamos a los campos de entrenamiento, fuera muy fácil distinguir entre los periodistas —pálidos, mal equipados, con sus cuerpos moldeados por el exceso de cerveza y la negligencia física— y los soldados, cuyas caras se habían endurecido por su trayectoria eliminando enemigos. Los segundos tenían la gran tarea de tomar nuestra falta de ejercicio y nuestra evidente estupefacción, y convertirnos en gente capacitada para moverse en territorios en guerra tan solo en una semana.

La primera noche la pasamos bajo las estrellas, sobre el asfalto frío y húmedo. Nos levantaron a las 5:00 de la mañana para hacer ejercicios de calentamiento, que consistían en más sentadillas, flexiones de brazos y planchas de las que había hecho en todo el año. Y, como si no fuera suficiente ataque a mi físico, las raciones de comida también presionaban para enderezar los daños que había hecho mi dieta de domicilios tres veces a la semana.

Sin embargo, me di cuenta de que en la medida que aumentaban el dolor y la tortura, también aumentaba el respeto mutuo entre soldados y reporteros. “No podría hacer lo que ustedes están haciendo”, me contó un oficial de inteligencia. No podía explicar por qué estábamos tan interesados en entrar desarmados y marcados como blancos fáciles a zonas de conflicto.

Me sorprendió el nivel de autocontrol y de concentración que mostraban los oficiales que nos entrenaban para salvar nuestras vidas. Nos mostraron lo vital que ambas cosas eran cuando pretendes sobrevivir en esas circunstancias.

Duramos una semana disparando a blancos que nunca disparaban de vuelta, sabiendo que, aunque teníamos más oportunidades de sobrevivir ahora, nunca contaríamos esas historias heroicas que nuestros oficiales eran capaces de contar.

Pero, al menos, como nos confirmó el oficial al mando el último día, no éramos tan estúpidos como al comienzo de la semana. “Ahora solo son un dolor de cabeza menor”, dijo antes de despedirse de nosotros.